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fijamente.) ¿Y qué?... (Pausa.) No dice nada. No hace más que clavarme su mirada, que me penetra hasta lo más hondo. No, no mentiré, no te ocultaré nada. Confesor, no me causas miedo, sino confianza... (Agitándose más.) Ya, ya sé qué es lo primero que debo decir: cuándo empezó mi infidelidad y la razón de ella. ¡La razón de ella! ¿Yo qué sé? Esas cosas no tienen razón. Le traté algún tiempo, ya casada, sin sospechar que le quería con amor. No caí en la cuenta de que estaba prendada de él, sino cuando me declaró que se había prendado de mí. Tres días de ansiedades y de lucha precedieron á uno memorable para mí. ¡Vaya un diíta, Señor! No me acuerdo bien de lo que sentí aquel día. La vida se me completó. Le amé locamente, y cuando me fuí enterando de sus desgracias, de las cadenas ocultas que arrastra el pobrecito, le quise más, le adoré. Declaro que hay dentro de mí, allá en una de las cuevas más escondidas del alma, una tendencia á enamorarme de lo que no es común ni regular. Las personas más allegadas á mí ignoran esta querencia mía, porque la educación me ha enseñado á disimularla. Pues sí, tengo antipatía al orden pacífico del vivir, á la corrección, á esto mismo que llamamos comodidades. Esto de hacer un día y otro las mismas cosas, el tenerlo todo previsto, el encontrar todo á punto, me entristece, me fatiga. Bendito sea lo repentino, porque á ello debemos los pocos goces de la existencia. ¿Hemos nacido acaso para este tedio inmenso de la buena posición, teniendo tasados los afectos como las rentas? No; para algo nos habéis dado la facultad de imaginar y de sentir, por algo somos un alma que ama los espacios libres y quiere dar un paseíto por ellos. Este compás social, esta prohibición estúpida del más allá, no me hace á mí maldita gracia. Y lo peor es que la educación puritana y meticulosa nos amolda á esta vida, desfigurándonos, lo mismo que el corsé nos desfigura el cuerpo. De este modo aprendemos la hipocresía, y buscamos compensación al fastidio, trayendo á nuestra vida algún elemento secreto, algo que no esté á la vista ni aun de los más próximos. Tener un secreto, burlar á la sociedad, que en todo quiere entrometerse, es un recreo esencial de nuestras almas con corsé, oprimidas, fajadas... Sin misterio, el alma se encanija. Aborrezco esa vida, que no vacilo en llamar pública, ó si se quiere, legal, muy santa y muy buena para quien se pueda amoldar á ella, pero que no es para mí... Que me quite Dios las ideas que me andan por dentro del cráneo, que me quite los nervios, y me volveré la burguesa más pánfila de la clase... (Se agita de nuevo y contempla con estupor la Sombra.) Veo que me miras con ojos benévolos. No podía ser de otra manera. Declaro todo lo que siento, y me someto al fallo tuyo... ¿Soy pecadora, ó qué soy? No me dices nada. ¿Por qué callas? ¿Te asombras de que no me disculpe? No siento en mí la disculpa. Creo que al principio intenté sofocar el amor hacia un hombre que no es mi marido. Pero pronto me convencí de que era inútil intentarlo. Me encantaban la persona y sus palabras, el sonido de su voz, su carácter noble, su susceptibilidad, sus desgracias, la pobreza disimulada con tanta gallardía; y no puedo dejar de amarle, ni en rigor, aquí dentro de mí, me avergüenzo de ello. ¿Qué tienes que objetarme? Dirás que estoy unida por la ley á ese amigo sin par, á ese hombre extraordinariamente bueno y amable. Yo reconozco sus méritos y virtudes, yo le admiro. Tú que me oyes, ¿eres él, ó has tomado su rostro para inspirarme más respeto? Porque si eres él mismo, y vienes á oirme en confesión, te traerás la razón grande, el metro elástico para medirme; habrás dejado fuera de aquí las reglas chiquitas, hechas á gusto del medidor... Dime al fin el juicio que te merezco; háblame, para que yo no crea que es mi propio pensamiento quien te pone delante de mí. (Sofocada.) ¡Dios mío, el talento que saco en estas horas de insomnio me hace padecer! (A la Sombra.) ¿Qué piensas de mí? ¿No me dices una palabra consoladora? Cuando entraste me mirabas con indulgencia, y ahora... (La Sombra principia á desvanecerse.) ¿Te vas? Aguarda... En verdad que no puedo asegurar que estoy despierta ni que estoy dormida... ¿Crees que no he sido bastante sincera? No te vayas, no... (La Sombra desaparece.) ¡Disparates como los que yo pienso! (Llevándose la mano á los ojos.) ¡Pero si yo no dormía! Despierta estaba, y qué sé yo...; puedo jurar que le he visto ahí..., una persona, un sacerdote, un ser extraño, con la cara y los ojos de... ¡Qué desatinos engendra la fiebre!... Sí, en mi juicio estoy. (Golpeándose el cráneo.) No tengo duda. Mi marido duerme tranquilamente. ¡Y yo imaginaba confesarme con él!... ¡Vaya, que es de lo más absurdo!... En el fondo no deja de tener cierta gracia... (Se incorpora.) ¡Qué suplicio el de estar en la cama sin sueño!...
Pausa larga. Permanece un rato con las ideas obscurecidas, murmurando frases deshilvanadas. Restrégase los ojos. Por fin se aclara su juicio, y se reconoce en la realidad.
Difícil es que pueda precisar si he dormido ó no... Lo que es ahora bien despabilada estoy... ¡Ay, amor mío, cuánto me haces sufrir! Quiero verte, quiero dolerme de tus agravios, y que me pidas perdón y desvanezcas este enojo que siento contra ti. No puedo soportar tu amistad con esa mujer indigna. No te vale decirme que las visitas son inocentes. ¿Qué objeto tienen entonces? No escucho tus explicaciones, no las admito. Esta noche me has parecido amable, como pesaroso de ofenderme y con deseos de desagraviarme. ¿De veras quieres que nos veamos mañana en nuestro asilo? ¡Y yo, tonta, respondí que no! ¡Tenemos á veces unos arranques de dignidad tan ridículos!... (Pausa.) Nada, mañana le escribo en cuanto me levante; le diré: «Aunque tú no lo mereces, grandísimo pillo, necesito oir tus descargos, y acudiré á la hora de costumbre. Si tardas te araño.» No, no; esto es humillante. Debo fingirme muy incomodada, ¡uy, qué genio tengo!, y con pocas ganas de perdonar. Él es el que debe humillarse. Coquetearemos. Le diré: «Amigo mío, es preciso que esto concluya, y vale más que tratemos, serenamente y sin atufarnos, de nuestra separación definitiva...» Esto, esto; magnífico. ¡Qué feliz idea! Quisiera tener aquí lápiz y papel para apuntarla, no sea que se me olvide de aquí á mañana... ¡Señor, qué ansiedad, y cómo se estiran las horas de la noche! Me dan ganas de saltar de la cama volando, y escribir la esquela antes que se me escape del cerebro aquella idea felicísima. No, aguantaréme aquí. Tomás no duerme. Se sorprendería de verme levantada. ¡Ay, qué tumulto dentro de mí! Esa Peri, esa Peri; no la puedo ver. He de obligarle á que me prometa no poner más los pies en su casa. No, no le escribo lo que pensé. Más fuerte, más fuerte, y unos morros así... Le diré: «Imposible perdonarte tus visitas á esa mujerzuela. Entre tú y yo no puede haber ya ni siquiera amistad, si no me juras...» Sí, que jure, que jure, que se fastidie... Esto es lo que he de escribirle... ¡Ah!, se me ocurre ahora otra idea estupenda. Una carta llena de ternura es lo mejor, pues si me muestro arisca y exigente, puede que se incomode. ¡Es tan orgulloso! Nada, nada; mucha suavidad, quejas dulces... «Eres un ingrato, y correspondes mal al inmenso cariño que te tengo. No debiera verte más; pero soy débil, y mi debilidad te necesita. No me faltes esta tarde, si no quieres que me muera.» Esto escribiré... ¡Lástima no tener lápiz!..., porque si no lo apunto, de fijo que se me olvida... Estoy llorando, y no había notado que lloro... (Pausa.) Me parece que Tomás descansa. Su respiración indica sueño... (Poniendo atención.) Sí, duerme. Me levantaré. Las sábanas son de fuego... Me levanto, voy al gabinete, y endilgo esa carta antes que se me borre la idea... No, esperaré á que sea más tarde, á que apunte el día, que ya no puede tardar. Y nada de ternura, nada de mimos. Hay que tratarle á la baqueta. Pero ¿y si se crece al castigo? No, no se crecerá... Lo que hay es que no puedo seguir acostada. Arriba, pues. En mi gabinete escribiré. Hora tremenda es esta para el cerebro. Creo que me vuelvo loca si sigo así. (Salta del lecho, se pone la bata, mete los pies en las pantuflas y de puntillas recorre la alcoba.) ¡Ah! Gracias á Dios, me siento más serena. En cuanto salí de las abrasadas sábanas, soy más dueña de mí. Las ideas se me aclaran. No, no escribo ahora. Tengo la seguridad de que lo que escribiese hoy me parecería mal mañana, y rompería la carta. Al mediodía le pondré cuatro líneas, muy secas, citándole... ¡Qué frío hace! Cuatro palabras, y luego, charlando cara á cara, le diré muchas cosas, pero muchas cosas... (Después de dar algunos pasos, detiénese junto al lecho de Orozco, y contempla á éste dormido.) Mañana romperé la regularidad enervante de esta vida; mañana probaré lo misterioso y secreto, que arroja algunos granos de sal sobre la insipidez de lo legal y público. El corazón apasionado se alimenta de la flor de lo desconocido. Envidio á los que, al abrir los ojos, dicen: «¿Qué me pasará hoy?, ¿qué comeré hoy?...» Hombre santo y ejemplar, tus luchas son como una comedia que compones y representas
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