Название: El Despertar de los Dragones
Автор: Морган Райс
Издательство: Lukeman Literary Management Ltd
Жанр: Зарубежное фэнтези
Серия: Reyes y Hechiceros
isbn: 9781632912824
isbn:
Merk pudo haber sido un caballero, un famoso guerrero como sus hermanos. Pero en lugar de eso decidió trabajar en las sombras. El ganar era lo que le interesaba, la eficiencia letal, y rápidamente se había dado cuenta de que los caballeros, debido a sus bellas armas y toscas armaduras, no podían matar ni la mitad de rápido o efectivo que él, un hombre solo con camisa de cuero y daga afilada.
Mientras caminaba golpeando las hojas con su bastón, recordó una noche en la taberna con sus hermanos cuando desenvainaron espadas con caballeros rivales. Sus hermanos estaban rodeados y superados en número, y mientras los lujosos caballeros se detenían en ceremonia, Merk no dudó. Se lanzó a través del callejón con su daga y cortó todas sus gargantas antes de que los hombres pudieran sacar sus espadas.
Sus hermanos debieron haberle agradecido por salvarlos—pero en vez de eso se distanciaron de él. Le temían y le asignaban mala reputación. Ese fue el agradecimiento que recibió, y la traición lo dolió a Merk más de lo que pudo confesar. Esto profundizó su distanciamiento con ellos, con toda nobleza y con toda caballería. Todo era hipocresía y egoísmo a sus ojos; podían pasearse con su brillante armadura y mirarlo como algo insignificante, pero si no hubiera sido por él y su daga todos aún yacerían muertos en ese callejón.
Merk camino y camino, suspirando, tratando de olvidar el pasado. Mientras reflexionaba, se dio cuenta de que en realidad no entendía la fuente de su talento. Tal vez era porque era rápido y ágil; tal vez era que tenía manos y muñecas veloces; tal vez es porque tenía un talento especial para encontrar los puntos vitales de los hombres; tal vez porque nunca dudaba en dar ese paso extra, en dar esa estocada final en la que otros hombres se detenían; tal vez era que nunca tenía que atacar dos veces; o tal vez era porque sabía improvisar, matar con cualquier arma a su alcance—una púa, un martillo, un viejo leño. Él era más listo que los demás, más adaptable y rápido en los pies—una combinación mortal.
Mientras crecía, todos esos orgullosos caballeros se habían distanciado de él y hasta se habían burlado de él a sus espaldas (pues nadie se atrevía a hacerlo en su cara). Pero ahora que habían pasado los años, ahora que se veían débiles y su fama se había extendido, él era el que era solicitado por reyes mientras los otros estaban olvidados. Porque lo que sus hermanos nunca habían entendido es que la caballerosidad no hacía a los reyes reyes. Era la violencia desagradable y brutal, el miedo, la eliminación de tus enemigos uno a uno, la horrible matanza que nadie más quería hacer lo que los hacía reyes. Y era a él a quien todos acudían cuando querían que el verdadero trabajo de rey se realizara.
Con cada golpe de su bastón, Merk recordaba a una de sus víctimas. Había matado a los peores enemigos del Rey—sin usar veneno—, para eso trajeron a los pequeños asesinos, los boticarios, las seductoras. A los peores por lo regular querían que los mataran mandando un mensaje, y para esto lo necesitaban a él. Algo horrible, algo público: una daga en el ojo; un cuerpo destrozado en la plaza, colgando de una ventana para que todos lo vieran al siguiente día, para que todos pensaran quién se había atrevido a oponerse al Rey.
Cuando el viejo Rey Tarnis entregó el reino abriéndole las puertas a Pandesia, Merk se sintió decepcionado, sin propósito por primera vez en su vida. Sin un Rey a quien servir se sentía a la deriva. Algo que había estado creciendo dentro de él había salido a la superficie, y por una razón que no pudo entender comenzó a pensar sobre la vida. Toda su vida había estado obsesionado con la muerte, con matar, con quitar vidas. Se había vuelto muy fácil. Pero ahora, algo dentro de él estaba cambiando; era como si apenas pudiera sentir el suelo estable bajo sus pies. Siempre había sabido de primera mano lo frágil que era la vida, lo fácil que era quitarla, pero ahora se preguntaba cómo preservarla. La vida era muy frágil, ¿no era el preservarla un desafío más grande que quitarla?
Y a pesar de sí mismo, empezó a preguntarse: ¿qué era eso que le estaba quitando a otros?
Merk no sabía qué había empezado toda esta reflexión, pero esto lo puso muy incómodo. Algo había surgido dentro de él, un gran mareo, y ahora le desagradaba el matar—ahora su desagrado por hacerlo era tan grande como solía agradarle con anterioridad. Deseaba poder descubrir qué era lo que estaba desencadenando todo esto—tal vez el haber matado a una persona en particular—pero no podía. Simplemente había aparecido sin causa. Y eso era lo que más le perturbaba.
A diferencia de otros mercenarios, Merk sólo tomaba causas en las que creía. Fue hasta después en su vida, cuando se volvió muy bueno en lo que hacía, cuando los pagos se volvieron muy grandes, con personas muy importantes solicitándolo, que empezó a saltarse algunas líneas aceptando pagos por matar a personas que no tenían tanta culpa; o tal vez ninguna. Y esto era lo que lo estaba molestando.
Merk desarrolló una pasión igual de fuerte por deshacer todo lo que había hecho, por probarles a los demás que podía cambiar. Quería borrar su pasado, borrar todo lo que había hecho, hacer penitencia. Había hecho un voto solemne consigo mismo de nunca volver a matar; de nunca levantar un dedo contra otra persona; de pasar el resto de sus días buscando el perdón de Dios; de dedicarse a ayudar a otros; de convertirse en mejor persona. Y era esto lo que lo había llevado hasta esta vereda del bosque por la que pasaba con cada golpe de us bastón.
Merk vio la vereda del bosque elevarse y luego sumergirse, brillando con la hojas blancas, y volteó de nuevo al horizonte hacia la Torre de Ur. Aún no había señal de ella. Sabía que eventualmente esta vereda lo llevaría ahí, con esta peregrinación que había estado llamándolo desde hace meses. Desde que era un niño había estado cautivado con cuentos hacerca de los Observadores, una orden secreta de monjes/caballeros mitad hombre y mitad algo más cuyo trabajo era residir en las dos torres—la Torre de Ur en el noroeste y la Torre de Kos en el sudeste—y cuidar de la reliquia más valiosa del Reino: la Espada de Fuego. La leyenda decía que era la Espada de Fuego lo que le daba vida a Las Flamas. Nadie sabía con certeza en cual de las torres estaba, ya que era un secreto muy cuidado que sólo conocían los más antiguos Observadores. Si algún día era movida o robada, Las Flamas se perderían para siempre—y Escalon quedaría vulnerable a un ataque.
Se decía que velar por las torres era un gran llamado, un trabajo sagrado y honorable—si eras aceptado por los Observadores. Merk siempre soñaba con los Observadores cuando era niño, yendo a la cama de noche preguntándose cómo sería el unirse a sus filas. Quería perderse a sí mismo en la soledad, en el servicio, en reflexión, y sabía que no había mejor manera que convertirse en Observador. Merk se sentía listo. Había cambiado su cota de malla por cuero, su espada por un bastón y, por primera vez en su vida, había pasado toda una luna sin matar o cazar un alma. Empezaba a sentirse bien.
Mientras Merk pasaba una pequeña colina, levantó la vista esperanzado al igual que lo había hecho por días esperando que por fin se revelara la Torre de Ur en el horizonte. Pero aún no encontraba nada—nada más que bosque hasta donde se podía observar. Pero aun así sabía que se estaba acercando—después de tantos días de caminar, la torre no podía estar muy lejos.
Merk continuó bajando por la vereda con el bosque volviéndose cada vez más denso hasta que, en el fondo, se topó con un gran árbol caído que bloqueaba el camino. Se detuvo y lo observó admirando su tamaño, debatiendo cómo poder pasarlo.
“Yo diría que ya has ido lo suficientemente lejos,” dijo una voz siniestra.
Merk de inmediato reconoció las intenciones oscuras de la voz, algo en lo que ya era experto, y ni siquiera necesitó voltear para saber lo que se avecinaba. Escuchó hojas crujiendo todo alrededor, y del bosque salieron rostros que encajaban con la voz: degolladores, cada uno más desesperado que el anterior. Eran los rostros de hombres que mataban sin razón. Los rostros de ladrones comunes y asesinos que cazaban a los débiles con violencia sin sentido. СКАЧАТЬ