El Despertar de los Dragones . Морган Райс
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СКАЧАТЬ era una regla no escrita. Nadie quería provocar la furia de Pandesia.

      “Hasta donde yo sé, nadie te ha ofrecido un regalo,” dijo con una voz de acero, “o a tu Señor Gobernador.”

      La multitud creció con cientos de aldeanos acercándose a ver el tenso momento, sintiendo que venía un enfrentamiento. Al mismo tiempo, otros se alejaron creando espacio alrededor de los dos hombres mientras la tensión en el aire se volvía más intensa.

      Kyra sentía latir su corazón. De manera inconsciente apretó más su arco sabiendo que esto estaba creciendo. A pesar de lo mucho que deseaba pelear y conseguir libertad, también sabía que su gente no se podía permitir provocar la furia del Señor Gobernador; incluso si por un milagro los derrotaban, el Imperio Pandesiano estaba detrás de ellos. Podían llamar a divisiones de hombres tan vastas como el mar.

      Pero, al mismo tiempo, Kyra estaba orgullosa de Anvin por enfrentarlos. Finalmente alguien lo había hecho.

      El soldado frunció el ceño mientras examinaba a Anvin.

      “¿Te atreves a desafiar a tu Señor Gobernador?” preguntó.

      Anvin no se movió.

      “Ese jabalí es nuestro, nadie te lo está dando,” dijo Anvin.

      “Era suyo,” lo corrigió el soldado, “y ahora nos pertenece.” Volteó hacia sus hombres. “Tomen el jabalí,” les ordenó.

      Los Hombres del Señor se acercaron, y mientras lo hacían, una docena de los hombres de su padre se acercaron, apoyando a Anvin y Vidar y obstruyendo el camino de los Hombres del Señor con sus armas en mano.

      La tensión creció aún más, Kyra apretó su arco hasta que sus nudillos se pusieron blancos y mientras estaba ahí se sintió muy mal, como si todo lo que estaba pasando fuera su culpa ya que ella había matado al jabalí. Sintió que algo muy malo estaba a punto de pasar, y maldijo a sus hermanos por traer este mal presagio a la aldea, especialmente durante la Luna de Invierno. Siempre pasan cosas raras en las festividades, periodos místicos en los que se decía los muertos podían pasar de un mundo hacia el otro. ¿Por qué tuvieron que provocar sus hermanos a los espíritus de esta manera?

      Mientras los hombres se encaraban y con los hombres de su padre preparados para sacar sus espadas, todos a punto de derramar sangre, una voz de autoridad repentinamente cortó por el aire retumbando en el silencio.

      “¡La presa es de la chica!” dijo la voz.

      Fue una voz fuerte, llena de confianza, una voz que ordenaba atención, una voz que Kyra admiraba y respetaba más que cualquier otra en el mundo: la de su padre. Era el Comandante Duncan.

      Todos los ojos volteaban mientras su padre se acercaba, y la multitud abría paso dándole una gran cantidad de respeto. Ahí se detuvo, un hombre que parecía una montaña, el doble de alto que los otros, con hombros el doble de anchos, una barba castaña salvaje y pelo marrón bastante largo, veteado de gris, portando pieles en sus hombros y dos espadas largas en su cinturón y una lanza en su espalda. Su armadura, el negro de Volis, tenía un dragón tallado en la coraza, el símbolo de su casa. Sus armas tenían signos de muchas batallas y proyectaba experiencia. Era un hombre que debía ser temido, admirado, un hombre que todos sabían era recto y justo. Un hombre amado y, sobre todo, respetado.

      “Es la presa de Kyra,” repitió, al mismo tiempo dando una mirada de desaprobación a sus hermanos y después volteando hacia Kyra ignorando a los Hombres del Señor. “Ella es la que decidirá su suerte.”

      Kyra se sorprendió por las palabras de su padre. Nunca se habría esperado esto, que pusiera tanta responsabilidad sobre sus hombros, que le dejara una decisión tan importante. Pues ambos sabían esta no sólo era una decisión sobre el jabalí, sino sobre el futuro de su gente.

      Soldados tensos se alinearon a cada lado, todos con sus manos en las espadas, y mientras ella observaba los rostros que la miraban esperando una respuesta, sabía que su siguiente decisión, sus siguientes palabras, serían las más importantes que jamás había dicho.

      CAPÍTULO CUATRO

      Merk pasaba despacio por la vereda del bosque, abriéndose camino pasando por Bosque Blanco mientras reflexionaba en su vida. Sus cuarenta años habían sido muy duros; nunca antes se había dado tiempo para pasear por el bosque, para admirar su belleza. Miró hacia abajo hacia las hojas blancas que se quebraban bajo sus pies, rematadas por el sonido de su bastón que golpeaba el suave suelo del bosque; volteó hacia arriba, admirando la belleza de los árboles de Aesop con sus brillantes hojas blancas y deslumbrantes ramas rojas resplandeciendo en el sol matutino. Cayeron algunas hojas sobre él dando la apariencia de nieve y, por primera vez en su vida, sintió verdadera paz.

      Siendo de altura y complexión promedio, cabello negro oscuro, un rostro nunca afeitado, mandíbula amplia, pómulos alargados y grandes ojos negros rodeados de círculos negros, Merk siempre se miraba como si no hubiera dormido en días. Y así se sentía. Excepto hoy. Hoy por fin se sentía descansado. Aquí, en Ur, en la punta noroeste de Escalon, no caía nieve. Las brisas templadas del océano a un día de distancia hacia el oeste garantizaban un clima cálido y permitían que florecieran hojas de todos colores. También le permitían a Merk peregrinar llevando sólo un manto, sin temer a vientos helados como lo hacían en muchas partes de Escalon. Todavía estaba acostumbrándose a la idea de llevar un manto en lugar de armadura, de portar un bastón en lugar de una espada, de romper hojas con su bastón en vez de atravesar enemigos con una daga. Todo era nuevo para él. Estaba tratando de ver lo que se sentía convertirse en esta nueva persona que tanto añoraba. Se sentía tranquilo, pero raro. Era como si pretendiera ser alguien que no era.

      Pues Merk no era ningún viajante o monje, y tampoco un hombre pacífico. Dentro de él, aún era un guerrero. Y no cualquier guerrero; era un hombre que peleaba bajo sus propias reglas y que nunca había perdido una pelea. Era un hombre que no temía llevar sus peleas de la línea de batalla a los callejones traseros de las tabernas que tanto frecuentaba. Era lo que muchas personas llamarían un mercenario. Un asesino. Una espada a sueldo. Tenía muchos calificativos, algunos menos halagadores, pero a Merk no le importaban las etiquetas o lo que pensaran otras personas. Todo lo que le importaba es que era uno de los mejores.

      Merk, como siguiendo esta tendencia, había tenido muchos nombres, cambiándolos a su capricho. No le gustaba el nombre que le había dado su padre—de hecho, tampoco le agradaba su padre—y él no iba a ir por la vida con el nombre que otra persona escogió para él. Merk era uno de los nombres más frecuentes, y por ahora le gustaba. No le importaba cómo otras personas lo llamaban. Sólo le importaban dos cosas en la vida: encontrar el lugar exacto para la punta de su daga, y que sus empleadores le pagaran con oro recién acuñado—y en grandes cantidades.

      Merk descubrió a temprana edad que tenía un don natural, que era superior a los demás en lo que hacía. Sus hermanos, al igual que su padre y todos sus afamados ancestros, eran orgullosos y nobles caballeros que portaban las mejores armaduras, llevaban el mejor acero, cabalgaban en sus caballos, agitaban sus banderas con su pelo florido y ganaban competencias mientras las mujeres arrojaban flores a sus pies. No podían enorgullecerse más de sí mismos.

      Pero a Merk le desagradaba ser el centro de atención. Todos esos caballeros parecían ser torpes para matar, altamente ineficientes, y Merk no los respetaba. Tampoco necesitaba el reconocimiento, las insignias, las banderas o los escudos de armas que los caballeros tanto ansían. Eso era para las personas a las que les faltaba lo más importante: la habilidad para quitarle la vida a un hombre de forma rápida, silenciosa y eficiente. Para él, no había nada más de qué hablar.

      Cuando era más joven y sus amigos muy СКАЧАТЬ