Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– Venid, venid acá, sobrino – dijo ya con menos tiesura, llevándole á un aposentillo situado cerca de la repostería, en el que se encerraron. He servido ya la segunda vianda, y hasta que sea necesario servir la tercera pasará un buen espacio. No extrañéis el que yo os haya prestado poca atención; con señores como el duque de Lerma, que gozan del favor de su majestad, hasta el punto de que su majestad se quede un día sin cocinero, porque su cocinero les sirva, toda diligencia es poca. Me alegro mucho de conoceros. Sois un gentil mozo, aunque no os parecéis ni á vuestro padre ni á vuestra madre; mi hermano era así poco más ó menos como yo, lo que no impedía que fuese un valiente soldado del rey, y mi cuñada, vuestra madre, fué en sus mocedades un tanto cuanto oronda y frescota, pero era fea y morena que no había más que pedir; vos sois muy gentil hombre, blanco y rubio, como si dijéramos, la honra de la familia, porque ya me estáis viendo y ya sabéis lo que fué vuestro padre y lo que es vuestro tío Pedro.
– ¡Ah! – dijo el joven, á quien desarmó completamente la insidiosa charla de su tío Francisco – ; vuestro pobre hermano, señor, acaso estará en estos momentos en la presencia de Dios.
Púsose notablemente pálido el señor Francisco, lo que demostraba que amaba á su hermano.
– ¡Cómo! – dijo – . ¿Pues tan enfermo se halla?
– Tan enfermo, que esta mañana, después de haber hecho testamento, me llamó y me dijo: – Juan, es necesario que te vayas á Madrid en busca de tu tío Francisco, yo me muero; es necesario que antes de que yo muera reciba mi hermano esta carta, que he escrito con mucho trabajo esta noche. – Y sacó de debajo de la almohada esta carta cerrada y sellada que me entregó.
El joven sacó del bolsillo interior de su ropilla una gruesa carta cuadrada, en la que fijó una mirada ansiosa, pero rápida, imperceptible, el cocinero del rey.
– A vos está dirigida esta carta por mi tío moribundo – dijo el joven con voz conmovida – , y á vos la entrego. Mi buen tío Pedro, á pesar del deplorable estado en que se encontraba, me encomendó tanto que era necesario que recibierais cuanto antes esta carta, que ensillé á Cascabel, creyendo que podría tirar todavía de una jornada, y á duras penas he podido llegar al obscurecer. ¡El pobre jaco está tan viejo!
– ¿Y cuándo salísteis de Navalcarnero, sobrino?
– Antes del amanecer.
– ¡Diez horas para cinco leguas!
– Todo lo que había en casa muere; sólo quedamos vos y yo.
– ¡Bah! ¡bah! – dijo Montiño guardando en los bolsillos de sus gregüescos la carta de su hermano – , no nos aflijamos antes de tiempo; vuestro tío Pedro ha estado dos veces á la muerte, y una de ellas oleado y con el rostro cubierto.
– Pero á la tercera va la vencida – dijo el joven.
– A la tercera…
Al pronunciar Francisco Montiño estas palabras, tenía el pensamiento en la carta de su hermano.
– ¿Quién sabe? ¿quién sabe? – añadió Montiño – ; ya es viejo, como que nació diez años antes que yo, y he cumplido ya los cincuenta y cinco. Pero ¿qué le hemos de hacer? ¿Y vos?.. ¿qué sois vos?.. soldado, ¿eh?
– No, señor; soy licenciado…
– ¡Licenciado!.. ¡no entiendo!.. ¿de qué licencias habláis?..
– He estudiado teología y derecho en la Universidad de Alcalá.
– ¡Ah!
– Muchas veces heme dicho: tengo un tío en palacio… bien pudiera mi tío procurarme un oficio de alcalde ó corregidor.
Fruncióse un tanto el gesto del cocinero del rey.
– Pero no he querido incomodaros – añadió el joven.
– Habéis pensado prudentemente, sobrino, porque me hubiera incomodado mucho no haber podido serviros.
– Sea como Dios quiera – dijo Juan Montiño.
La conversación había entrado en un terreno sumamente escabroso para el cocinero mayor.
– Sobrino – le dijo – , me es forzoso dejaros; ya es tiempo de servir la tercera vianda. ¿Dónde tenéis vuestra posada, á fin de que yo pueda veros?
– En ninguna parte, señor.
– ¡Cómo! ¿pues dónde habéis dejado vuestro caballo?
– En las caballerizas de su majestad.
– ¡Diablo!
– Y contaba también con vivir en palacio, puesto que vos vivís en él.
– ¡En mi cuarto! – exclamó todo hosco el señor Francisco – ; ¡con una hija de diez y seis años, y una esposa de veinte, y vos joven!.. ¡exponerme á las murmuraciones! no puede ser; buscad una posada.
– Es el caso, que no he traído dinero.
–¿Pero cómo os ha enviado así mi hermano? ¡vamos! las gentes de los pueblos se creen que Madrid es las Indias.
– Vuestro pobre hermano, señor, aunque nada os haya dicho, vive en la miseria, atenido á la limosna de tal cual misa, y á lo poco que yo gano enseñando latín. Pero en la enfermedad de mi tío se han ido nuestros últimos maravedises; ni aun maleta he podido traer… porque… toda mi hacienda la llevo encima.
– ¡Diablo! ¡Diablo! pero vos os volveréis al pueblo.
– ¿Y qué he de hacer allí después de muerto mi tío, por quien únicamente permanecía en el pueblo?
– De modo, que…
– Aquí me estaré.
– ¡Y os venís así á la corte, sin dinero… y aun sin camisas!
– Tío, enseñando latín se gana muy poco.
– Pero ese caballo… vendiéndolo…
– ¡Cascabel! En primer lugar, que yo quiero mucho á Cascabel, porque desde su juventud, que es ya remota, ha servido buena y lealmente á mi padre; en segundo, que no habría nadie que diese un ducado por Cascabel, porque ni el pellejo aprovecha.
– ¡Diablo! ¡diablo! ¡diablo! – murmuró Francisco Montiño – ; pues bien, esperadme aquí, y después… después veremos cómo podemos salir de este compromiso en que СКАЧАТЬ