Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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Juan no había tenido ocasión de ver aquellas prendas, que pesaban en su bolsillo, y que representaban para él todo un mundo de esperanzas; pero cuando se encontró sólo, arrastró la silla en que estaba sentado, se volvió de espaldas á la puerta para cubrir con su cuerpo las alhajas de la vista de alguno que pudiese entrar de repente, y sacó aquellas joyas.
Por el momento le deslumbró el brillo del brazalete; estaba cuajado de diamantes; su valor debía subir á muchos miles de reales; Juan Montiño se aterró.
– ¡Oh! ¿qué es esto, señor? ¿qué es esto? – dijo – ; ¿qué dama es esa que tan ricas, tan magníficas joyas usa? ¿y dónde iba esa dama tan engalanada? ¡oh, Dios mío! ¡y qué pensará de mi esa dama! ¡si al echar de menos esta prenda me tomase por un ladrón!..
La frente del joven se cubrió de sudor frió y se sintió malo.
– Pero si estos diamantes fueran falsos… puede ser muy bien… si no lo fueran esa dama debía ser… veamos; examinemos bien esta alhaja.
Y Juan Montiño miró de nuevo y de una manera ansiosa el brazalete.
Entonces la sangre se heló en sus venas, pasando instantáneamente del frío á la fiebre, como si su sangre se hubiera convertido en la lava de un volcán. Sintió un zumbido sordo en sus oídos, y delante de sus ojos una nube turbia que los empañaba. Había visto en el centro del brazalete una placa de oro, y sobre ella, esmaltadas y entrelazadas, las armas reales de España y las imperiales de Austria.
Aquella prenda era efectivamente de gran valor; pertenecía, á no dudarlo, á las alhajas de la corona.
Al reparar en aquellos dos blasones, una sospecha tremenda asaltó la imaginación de Juan Montiño:
– ¿Sería la tapada que se amparó de mí la reina?
Juan Montiño había oído hablar muchas veces á Quevedo, tres años antes, en ocasión en que andaba huído en Navalcarnero, por cierta muerte que había causado en riña, muchas y picantes aventuras acontecidas en la corte: sabía que la corrupción de las costumbres había llegado en ella al último límite, que las damas más principales solían verse muchas veces, á consecuencia de sus galanteos y de sus intrigas, en situaciones extraordinariamente extrañas y comprometidas; ¡pero la reina!.. la lengua de Quevedo, que nada respetaba, había respetado siempre á las damas de la familia real; acaso el gran mordedor, el gran satírico, había guardado silencio por consideración, por afecto, por un galante respeto, acerca de la reina y de las infantas… pero…
Estos peros habían hecho una devanadera de la cabeza de Juan Montiño.
No podía tener duda de que aquel brazalete era una prenda real, que había quedado por un acaso en su mano, al desasir de ella violentamente su brazo la tapada; ¿por qué la tapada llevaba aquel brazalete si no era la reina? y si era la reina, ¿por qué le había dejado voluntariamente otra prenda, la sortija?
El joven examinó la sortija.
Era de oro con una esmeralda, y muy bella, pero no podía ni remotamente compararse su valor con el del brazalete. No importaba; la reina podía llevar por capricho aquella sortija: la mano de la dama tapada, estaba cuajada de ellas; Juan Montiño lo recordaba; había visto un momento aquella hermosa mano arreglando el manto, á la última luz del crepúsculo. ¿Había elegido con intención la dama, entre todas sus sortijas, para dejarle una señal, la que tenía una esmeralda como en representación de una esperanza?
Juan Montiño se volvía loco.
Sumido se hallaba en una confusión de pensamientos á cual más descabellados, cuando una voz que resonó á sus espaldas le hizo guardar apresuradamente el brazalete y la sortija.
– ¡Señor Juan Montiño! – había dicho aquella voz.
Volvióse el joven, y vió un paje que traía ropa de mesa, terciada en un brazo, en la una mano algunos platos, y en la otra dos botellas asidas por el cuello.
– ¿Sois vos, señor, el sobrino del señor Francisco Montiño? – dijo el paje.
– Ciertamente, yo soy.
– Pues bien, á vos vengo.
– ¿Y á qué venís?
– A serviros de cenar.
– ¡Ah!
– Sí, por cierto; el señor Francisco Montiño me ha dicho: Gonzalvillo, hijo, ve á aquel aposento, y lleva, á un hidalgo que encontrarás en él, y que es mi sobrino, una empanada de olla podrida, un capón de leche, un besugo fresco cocido, un pastel hojaldrado, frutas, confituras y dos botellas del bueno, de Pinto. Sírvele bien, y si quisiere otras cosas, téngalas; como si se tratara de mí mismo.
Y el paje salió y entró repetidas veces, y acabó de cubrir la mesa en silencio y con sumo respeto, quedando atrás dos pasos é inmóvil después de llenar la copa, como si se hubiera tratado del mismo duque de Lerma, su señor.
Es de advertir que la vajilla era de plata cincelada.
– ¿Qué habrá encontrado mi tío Francisco en la carta de mi tío Pedro que así se ablanda de repente, y así me trata? – dijo el joven, que había comprendido lo bastante el carácter de su tío para extrañar aquel brillante exabrupto – ; por darme de comer, mi tío me hubiera enviado un pote cualquiera, en un plato de Alcorcón; ¡pero esta vajilla! ¡estas velas de cera perfumada!.. ¡estos candeleros de plata!.. Vamos, mi tío tiene sin duda sus razones para adularme, y me adula á costa del duque de Lerma. ¿En qué vendrá á parar tanto misterio?
Y el joven siguió comiendo y bebiendo gentilmente, porque á los veinticuatro años los cuidados no quitan el apetito.
CAPÍTULO VI
POR QUÉ EL TÍO DABA DE COMER DE AQUELLA MANERA AL SOBRINO
Ansioso de conocer el contenido de la voluminosa carta de su hermano, apenas se separó de su sobrino, Francisco Montiño, cuando contra su costumbre, su vocación y su conciencia, dejó encargado el servicio de la tercera vianda, de los postres y de los licores y vinos generosos á uno de sus oficiales de la cocina del rey, que le había acompañado, y se encerró en un aposentillo semejante á aquel en que había dejado esperando á su sobrino.
Una vez allí, solo y seguro de toda sorpresa y de toda impertinencia, sacó de su bolsillo una caja de tafilete, de ella unas antiparras montadas en plata, se las acomodó en las narices, acercó á sí las dos bujías, sacó la carta, rompió su nema, desdobló los tres grandes pliegos de que la carta constaba y los extendió delante de sí.
– Mucho ha escrito mi hermano en una sola noche, para tan enfermo como dice mi sobrino que se halla – murmuró limpiándose cuidadosamente las narices – ; leamos ahora – añadió después de haber doblado y guardado su enorme pañuelo blanco.
He aquí la carta, á cuya cabeza había una cruz, y debajo las tres iniciales de Jesús, María y José.
«Navalcarnero, á 30 de Noviembre del año del Señor de 1610.»
– ¡Ah! – СКАЧАТЬ