El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ aquí unas señas capaces de volver el seso á Orlando Furioso. ¿Seguiste á la dama?

      – Iba á hacerlo cuando llegó don Rodrigo. – ¿Ha salido? me preguntó. – Sí, señor. – ¿En litera? – Sí, señor. – ¿Por dónde va? – Por aquella calleja se ha metido. – Don Rodrigo tira adelante y yo detrás de él; henos aquí metidos en una aventura. Llovía…

      – Aventura completa.

      – Estaba obscuro.

      – Mejor aventura.

      – Paró la litera, y salió la dama.

      – ¿Entróse dónde?

      – Siguió adelante.

      – ¡Con lluvia y de noche, tapada y sola! Sigue, hijo, sigue. Cantas que encanta.

      – Pero de repente, al volver una esquina, hétenos á la tapada asida de un embozado.

      – ¿Lluvia y tinieblas? ¿tapada y embozado?.. buscona adobada y pollo que miente gallo.

      – Más alto debe picar, porque don Rodrigo me dijo: Juara, lance tenemos; estocadas barrunto. Espada de gavilanes traigo y daga de ganchos. No se trata de que me ayudes… ¡para un hombre otro hombre!

      – ¡Aventura con milagro!

      – ¿Qué milagro hay hasta ahora?

      – Que don Rodrigo Calderón no vea más que un hombre, cuando tiene delante un enemigo.

      – Don Rodrigo es valiente…

      – Pero más valido. Y en cuanto á valor no niego que es mucho el valimiento del tal, como que de todo se vale para valerse: ¡válame Dios con tu cuento! Pero cuenta, hijo, y ten presente de no mentir. ¿Qué hubo al cabo?

      – Hubo que don Rodrigo me dijo – : No conozco á quien la acompaña; persona debe ser cuando tan tirado platican y tan despacio caminan. Podrá suceder que cuando llegue el caso ese hombre me venza. Anda y busca una ronda, Juara.

      – ¿Y hubo lance?

      – Lance hubo.

      – ¿Hubo sangre?

      – Hubo un desarme…

      – ¿Quién mandó?

      – El embozado del portal.

      – ¡Ah! Pues no sabía yo que tenía tan buen pariente.

      – Llegué con la ronda, pero tarde: seguí á ese embozado de orden de don Rodrigo, metióse aquí, pretendió pasar de las escaleras, sin conseguirlo, y hace una hora que él está allí sentado, y que yo le estoy dando centinela.

      – Por el cuento – dijo Quevedo, sacando una moneda del bolsillo – ; porque pierdas la memoria – y sacó del bolsillo otra moneda.

      – ¿La memoria de qué? – dijo Juara.

      – De que me has visto en tu vida.

      Y sin decir más, rebozóse y se entró gentilmente por el zaguán.

      Al pasar junto al de la capa parda, se detuvo y le miró fijamente.

      – Mucho os tapáis – le dijo.

      – Hace frío – contestó el otro con mal talante.

      – Quien por damas se enzaguana – dijo don Francisco – , ó es tonto ó merece serlo.

      – Yo os conozco, ¡vive Dios! – dijo el de la capilla poniéndose de pie y dejando caer el embozo.

      – ¡Mi buen Juan! – exclamó con alegría Quevedo.

      – ¡Mi buen Quevedo! – exclamó con no menos alegría Juan Montiño, que él era.

      –Diez años me dais de vida; ¡apretad! ¡apretad recio!

      – ¡Que me place! ¡siempre el mismo!

      – No tal; contempladme espectro.

      – ¡Vos espectro!

      – Quedé pobre.

      – ¡Pobre vos!

      – Y… vedme muerto, que entre un tuvo y un no tiene, hay un mundo de por medio. En prisiones me han tenido, y hoy á la corte me vuelvo á ser pelota de tontos y pasadizo de enredos.

      – Pues en lo de hacer hablar con vos en verso al más topo cuando queréis, sois el mismísimo Quevedo de hace tres años; cinco minutos lo menos hemos estado hablando en romance.

      – ¡Ah! sí, tenéis razón; sudo para hablar en prosa, ni más ni menos que le acontece á Montalván cuando quiere hablar en verso, ó como al duque de Lerma cuando no encuentra cosa á qué echar el guante.

      – ¡Por la Virgen! ¡ved que estamos en casa del duque, y que nos escuchan sus criados!

      – ¡Pues mejor!

      – ¿Mejor? no entiendo.

      – Entendedme; las verdades, cuando las lleva un correo, llegan verdades sopladas, y ganan ciento por ciento. Pero volviendo á nosotros, ¡mal hayan, amén, los versos! se me escapan como el flato. ¡Juro á Dios!..

      – ¡Guardad, Quevedo!

      – Decís bien; no está en mi mano; es ya enfermedad de perro; comezón, archimanía. ¿Qué buscáis aquí?

      – Pretendo…

      – ¿Lo véis? vos tenéis la culpa.

      – ¿Yo la culpa?

      – Sí por cierto; me buscáis el asonante.

      – ¡Sois terrible!

      – Soy… Quevedo. ¿Habéis acompañado á una dama?

      – Sí; ¿quién os lo ha dicho?

      – Los enredos son mi sombra; en viniendo yo á la corte, se vienen á mi los tales á bandadas, y lo que es peor, enrédanme, me sofocan, me traen de acá para allá, me sudan y me trasudan, y ni con reliquias de santo que lleve encima, dejan de acometerme. Pero volviendo á vuestra aventura, «Erase una tapada…

      – Tapada era.

      – …alta y garrida…

      – ¡Sí!

      – …ancha de hombros, alta de seno, manto á los ojos, y halda hasta el suelo.»

      – ¿Conocéisla?

      – No, ¿y vos?

      – Tampoco.

      – ¿Pero no habéis reñido por ella?

      – Sí.

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