Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– ¡Ah! ¡no!
– ¿Y no habéis vislumbrado quién ella sea?
– La tengo por principal.
– Dios os libre de un portento embozado, de un lucero entre nubes, de una mano entre rendijas, de un envido de buscona, y sobre todo, de un quiero. Desconfiad de carta de dueña como de pastel de hostería, y sobre todo, recibidme por maestro. ¿Dónde vivís?
– No lo sé aún; ¿y vos?
– Yo… vivo aquí.
– ¿Acabáis de llegar?
– Ya os lo dije; torno á esta tierra, de un destierro.
– Y yo acabo de llegar de Navalcarnero. Fuí á buscar á mi tío á palacio; llovieron sobre mí aventuras y desventuras, porque esos porteros, á quienes Dios confunda, no han querido avisar de mi llegada á mi tío.
– ¿Y quién es ese vuestro tío?
– El cocinero de su majestad.
– ¡Francisco Martínez Montiño! pues me alegro, ¡hombre sois!
– ¡Cómo!
– ¡Ahí es nada! ¡con tío en palacio, cocinero de su majestad y enredador, avaro y celoso! ¡cuando os digo que habéis hecho suerte! ya veréis; ahora, si os importa ver vuestro tío, seguid á mi lado, ni más ni menos que si no os hubiesen negado la entrada; alta la cabeza, fruncido el ceño, y por no dar, que el dar daña, no les deis ni las buenas noches.
Y Quevedo tiró hacia las escaleras, desde en medio del portal donde había estado hablando con Juan Montiño.
Al ver acercarse á un caballero del hábito de Santiago, á quien habían oído hablar mal de su señor, porque Quevedo había levantado la voz para llamar ladrón al duque, los porteros le tuvieron, sin duda, por tan amigo de Lerma, que le dejaron franco el paso inclinándose, y sin duda también porque el caballero de Santiago se mostraba amigo del de la capilla parda, no se les ocurrió ni una palabra que decirle.
Entre tanto murmuraba Quevedo, subiendo lentamente las escaleras:
– Para entrar en todas partes, sirve una cruz sobre el pecho; mas para salir de algunas, sólo sirve cruz de acero.
– ¿Qué decís? – le preguntó Juan Montiño.
– Digo que al entrar aquí, no somos hombres.
– ¿Pues qué somos?
– Ratones.
– ¿Supongo que mi tío no será el gato?
– No, porque vuestro tío es comadreja.
– ¿Dónde vais, caballero? – dijo á Quevedo un criado de escalera arriba.
Quevedo no contestó, y siguió andando.
– ¿No oís? ¿dónde vais? – repitió el sirviente.
– ¿No lo veis? voy adelante – contestó sin volver siquiera la cabeza Quevedo.
– Perdonad – dijo el lacayo, que alcanzó á ver en aquel momento la cruz de Santiago en el ferreruelo de don Francisco.
Entraron en una magnífica antecámara estrellada de luces y llena de lacayos.
El lujo de aquella antecámara en la casa de un ministro, era escandaloso: alfombras, cuadros de Tiziano, de Rafael, de Pantoja, del Giotto; tapicerías flamencas; lámparas admirables; puertas de las maderas más preciosas, incrustadas de metales; estatuas antiguas; un tesoro, en fin, invertido en objetos artísticos.
Una antecámara alhajada de tal modo, era un deslumbrante prólogo que hacía presentir verdaderas maravillas en las habitaciones principales.
– ¡He aquí, he aquí el sumidero de España! – murmuró entre su embozo Quevedo – ; ¡ah don ladrón ministro! ¡ah sanguijuela rabiosa! ¡Tántalo de oro! ¡chupador eterno! ¡para qué se han hecho los dogales!
Y adelantó.
– Oíd – dijo Quevedo á uno que atravesaba la antecámara, llevando una fuente vacía.
– ¿Qué me mandáis, señor? – contestó deteniéndose el lacayo.
– Llevad á este hidalgo á donde está su tío.
– Perdonad, señor; pero ¿quién es el tío de este hidalgo?
– El cocinero del rey.
– Seguidme – dijo el joven á Quevedo, estrechándole la mano.
– Nos veremos – contestó Quevedo.
– ¿Dónde?
– Adiós.
– ¿Pero dónde?
– Nos veremos.
Y volviendo la espalda al sobrino de su tío, se embozó en su ferreruelo, y se fué derecho á un maestresala que cruzaba por la antecámara.
Al ver el maestresala que se le venía encima una figura negra y embozada, donde todos estaban descubiertos, dió un paso atrás.
– No soy dueña – dijo Quevedo.
– ¿Qué queréis? – dijo el maestresala con acento destemplado.
– Decid á su excelencia, vuestro amo, que soy la duquesa de Gandía.
Dió otro paso atrás el maestresala.
– Mirad – dijo Quevedo ganando aquel paso.
Y mostró al maestresala el sobrescrito de la carta que le había dado la de Lemos.
– Acabáramos – dijo el maestresala – ; con haber dicho que teníais que entregar á su excelencia en propia mano…
– Esta carta viene sola.
Miró con una creciente extrañeza el maestresala al bulto que tenía delante, y se entró por una puerta inmediata.
Poco después volvió y dijo á Quevedo:
– Podéis seguirme.
– Sí puedo – dijo don Francisco; y tiró adelante, siguiendo al maestresala, que después de haber atravesado algunas habitaciones más suntuosas y mejor alhajadas que las de palacio, abrió con un llavín una mampara, y dijo á Quevedo:
– Pasad y esperad; mi señor me manda rogaros le perdonéis si tardare.
Y el maestresala cerró la mampara.
– ¡Perdonar! veré si perdono – dijo Quevedo adelantando, meditabundo, en la habitación donde le habían dejado encerrado – ; ¡esperar! sí… tal vez… espero… espero… he entrado con buena suerte en Madrid… y vamos… СКАЧАТЬ