Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– ¡Y hablaban de amores!
– Al principio… es decir, cuando yo llegué, no; conspiraban.
– ¡Que conspiraban!
– Contra mi padre.
– ¡Ah! – exclamó la duquesa.
– Recuerdo que su majestad estaba vestida de blanco, y que don Rodrigo tenía un bello jubón de brocado; el traje de la reina me extrañó, porque recordé que cuando entramos á desnudarla tenía un vestido negro.
– Pero… ¿cómo… á propósito de qué conspiran… la reina y don Rodrigo contra el duque Lerma?
– La reina se quejaba de que mi padre dominaba al rey; y que no se hacía más que lo que mi padre quería; que las rentas reales se iban empeñando más de día en día; que la reina estaba humillada; que nuestras armas sufrían continuos reveses; que, en fin, era necesario hacer caer á mi padre de la privanza del rey, para lo cual debían unir sus esfuerzos la reina y don Rodrigo.
– ¡Ah! ¡ah! por el amor… ¿hablaron de amor?..
– Don Rodrigo pidió una recompensa por sus sacrificios á la reina.
– Y la reina…
– La reina le dijo: ¡esperad!
– ¡Pero una esperanza!..
– Mi buena amiga: cuando una mujer pronuncia la palabra ¡esperad! como la pronunció la reina, es lo mismo que si dijese: hoy no, mañana.
– Sin embargo, la reina, por odio al duque de Lerma, ha podido bajar hasta decir á un hombre que pudiese servirla contra el duque: ¡esperad! ¡pero bajar más abajo!
– La reina tiene corazón.
– Es casada.
– Está ofendida.
– El rey la ama.
– El rey ama á cualquiera antes que á su mujer.
– Tengo pruebas del amor del rey hacia la reina; pruebas recientes.
– Lo que inspira la reina al rey no es amor, sino temor, y procura engañarla sin conseguirlo. El rey quiere á todo trance que le dejen rezar y cazar en paz, y la lucha entre la reina y mi padre le desespera.
Quedóse profundamente pensativa la duquesa.
– Os repito – dijo recayendo de nuevo en su porfía – que no tengo la más pequeña duda de que la reina inspira á su majestad un profundo amor.
– Ya os he dicho y os lo repito: no se ama á un tiempo á dos personas.
– ¿Y el rey?..
– El rey ama á una mujer que… preciso es confesarlo, por hermosa, por discreta, por honrada, merece el amor de un emperador. ¡Pero vos estáis ciega, doña Juana! ¿no habéis comprendido que el rey está enamorado hasta la locura de doña Clara Soldevilla, verdadero sol de la villa y corte, y que vale tanto más, cuanto más desdeña los amores del rey?
– ¡Pero si doña Clara es la favorita de la reina! ¿Queréis que la reina esté ciega también?
– La reina sabe que si el rey ama á doña Clara, doña Clara jamás concederá ni una sombra de favor al rey, y la reina, con el desvío de doña Clara á su majestad, se venga del desamor con que siempre su majestad la ha mirado.
– Vamos: no, no puede ser; vos os equivocáis… tenéis la imaginación demasiado viva, doña Catalina.
– Quien tiene la culpa de todo esto, es mi padre.
A esta brusca salida de asunto, ó como diría un músico, de tono, la duquesa no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.
– ¡Qué decís! – exclamó.
– Mi padre, con la manía de rodearse de gentes que le ayuden, se fía demasiado de las apariencias y comete… perdonadme, doña Juana, porque yo sé que sois muy amiga y muy antigua amiga de mi padre, pero su excelencia comete torpezas imperdonables.
– ¡Dudáis también de la penetración, de la sabiduría y de la experiencia de vuestro padre! Yo creo que si seguimos hablando mucho tiempo acabaréis por confesar que dudáis de Dios.
– Creo en Dios y en mi padre.
– Se conoce – dijo la duquesa no pudiendo ya disimular su impaciencia – que os galanteaba con una audacia infinita, antes de que os casárais, don Francisco de Quevedo.
Coloreáronse fugitivamente las mejillas de la joven.
– ¿Y en qué se conoce eso?
– En que os habéis hecho… muy sentenciosa.
– Achaques son del tiempo; hoy todo el mundo sentencia, hasta el bufón del rey; ¡y qué sentencias dice á veces el bueno del tío Manolillo! El otro día decía muy gravemente hablando con el cocinero mayor del rey: «Hoy en España se come lo que no se debe guisar»; y como el buen Montiño no le entendiese, replicó sin detenerse un punto: «por ejemplo, allá va un maestresala que lleva respetuosamente sobre las palmas de las manos un platillo de cuernos de venado para la mesa de su majestad.»1
A esta salida de la condesa, la camarera mayor no pudo contener un marcado movimiento de disgusto; reprimióse, sin embargo, y dijo procurando dar á su voz un acento conveniente:
– Vamos, se conoce que la insolencia de don Rodrigo os ha llegado al alma, porque estáis terrible, amiga mía; nada perdonáis, ni aun á vuestro padre, y voy convenciéndome de que por vengaros de ese hombre, seréis capaz de todo.
– ¿Pues no? ¿Os parece que una dama puede sufrir, sin desesperarse, insultos tan groseros?
– Confieso que tenéis razón y que en vuestro lugar…
– Vos en mi lugar, ¿qué haríais?
– Pediría consejo.
– Pues cabalmente yo no he hecho más que pedíroslo.
– ¡Ah! yo creía que sólo me habéis dado á conocer vuestras tentaciones.
– Pues de ese modo os he pedido que me aconsejéis.
Meditó de nuevo profundamente la duquesa.
– Pues bien – dijo después de algunos segundos – , voy á hacer más que aconsejaros: voy á vengaros.
– ¿A vengarme, señora?
– Voy á hacer que por lo menos destierren de la corte á don Rodrigo Calderón, y que levanten su destierro al conde de Lemos.
– Procurad lo primero y aun más si podéis – dijo con vivacidad la condesa – ; pero en cuanto al conde de Lemos, dejadle por allá: СКАЧАТЬ
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El autor se ve obligado, para que sus lectores comprendan que los cuernos de venado pueden comerse, á transcribir la siguiente manera con que dice se tienen de condimentar: Francisco Martínez Montiño, en la décimosexta impresión de su
Por lo que se ve, el cocinero de su majestad llamaba cuernos á los que en realidad sólo eran cuernos en leche; como si dijéramos, cuernos