El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ ó si Lerma no creyera que la reina le quiere mal, aunque en ese caso, para nada necesitaba yo de pasadizos.

      – Pero, señor, para mí, vuestra majestad, después de Dios, es lo primero.

      – Sí, sí, lo creo… pero… estoy seguro de que… me opondréis dificultades.

      – ¡Dificultades! ¡á qué!

      – Mirad, doña Juana, yo amo á la reina.

      – Digna de ser amada y respetada es su majestad, por hermosa y por discreta.

      – La amo más de lo que podéis creer, y vos y Lerma me separáis de ella.

      – ¡Yo, señor!..

      – Siempre que he pretendido atraeros á mi bando, á mi pacífico bando, os habéis disculpado con las obligaciones de vuestro cargo, con que necesitábais llenar las fórmulas, con que la etiqueta no permite al rey ver á su consorte, como otro cualquier hombre… y yo quiero verla con la libertad que cualquiera de mis vasallos ve á su mujer… ¿lo entendéis?

      – Sí; sí, señor, pero…

      – Os prometo que nadie lo sabrá: que ese pasadizo permanecerá desconocido para todo el mundo; que aunque la reina quiera hablarme de asuntos de Estado…

      – ¿Vuestra majestad me manda, señor, que le anuncie á su majestad la reina? – dijo la duquesa levantándose.

      – No, no es eso… no me habéis entendido, doña Juana; yo no os mando, os suplico…

      – Señor – dijo la duquesa inclinándose profundamente.

      – Sí, sí, os suplico; quiero que reservada, que secretamente, me procuréis la felicidad que tiene el último de mis vasallos: la de poder amar sin obstáculo á su familia; mirad, hablaremos muy bajo la reina y yo… no os comprometeremos…

      – Vuestra majestad no puede comprometer á nadie, porque vuestra majestad en sus reinos es el único señor, el único árbitro á quien todos sus vasallos tienen obligación de obedecer y de respetar.

      – Pero si no se trata de obediencias, ni de respeto, ni de que toméis ese tono tan grave; lo veo: estáis entregada en cuerpo y alma á Lerma, le teméis; le teméis más que á mí; ¿será cierto lo que dicen acerca de que don Francisco de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, duque de Lerma, por nuestra gracia, es más rey que el rey en los reinos de España?

      Estremecióse doña Juana, porque Felipe III se había levantado de su indolencia y de su nulidad habituales, en uno de sus rasgos en que, como en lúcidos intervalos, dejaba adivinar la raza de donde provenía.

      Tanto se turbó la duquesa, de tal modo tartamudeó, que Felipe III se vió obligado á apearse de su pasajera majestad.

      – Os suplico, bella duquesa – la dijo asiéndola una mano y besándosela, como hubiera podido hacerlo un caballero particular – que seáis mi amiga.

      – ¿Vuestra majestad desea ver á la reina? – dijo toda azorada doña Juana.

      – Deseo más.

      – ¿Y qué más desea vuestra majestad?

      – Deseo… que… que esto se quede entre nosotros.

      – Yo jamás faltaré á lo que debo á mi lealtad, señor.

      – Bien, bien; pues ya que soy tan feliz que logro reduciros, id y decid á mi esposa… á la reina… que yo…

      – Voy á anunciar á su majestad, la venida de vuestra majestad.

      El rey se quedó removiendo el brasero y murmurando:

      – Creo, Dios me perdone, que la duquesa me teme: bien haya el que me ha mostrado el camino; pero ¿quién será?¿El padre Aliaga?¡Bah! el padre Aliaga no se anda conmigo con misterios… ¿quién será?¿Quién será?

      Abrióse la puerta por donde había entrado poco antes la duquesa, y el rey se calló.

      Adelantó doña Juana, pero pálida y convulsa.

      – ¿Qué tenéis, duquesa? – dijo el rey, que no pudo menos de notar la turbación de la camarera mayor.

      – Tengo… señor… que vuestra majestad va á creer que no quiero obedecerle.

      – ¡Cómo!

      – Me es imposible anunciar á vuestra majestad.

      – ¡Imposible!

      – Sí; sí, señor, imposible de todo punto.

      – Pero y ¿por qué?..

      – Porque… porque su majestad no está sola.

      – ¿Que no está sola la reina? ¡Otra desgracia!.. ¿Pero quién está con la reina?

      – Está… esa doña Clara Soldevilla; esa menina á quien tanto quiere, á quien tanto favorece, de la cual apenas se separa la reina mi señora… esa mujer á quien no ha sido posible arrancar del lado de su majestad.

      – ¡Doña Clara Soldevilla! – dijo el rey palideciendo más de lo que estaba – ; ¿será necesario…?

      – Sí; sí, señor; será necesario expulsarla á todo trance de palacio… es… perdone vuestra majestad… una intriganta… una enemiga á muerte del duque de Lerma, de ese grande hombre, del mejor vasallo de vuestra majestad.

      – Pero en resumen… ¿el estar la reina con esa mujer impide…? ¿No es éste un refugio vuestro, doña Juana?

      – Juro á vuestra majestad por mi honor y por el honor de mis hijos, que me es imposible, imposible de todo punto anunciar á vuestra majestad… á no ser que vuestra majestad quiera que lo sepa doña Clara…

      – ¡Ciertamente que soy muy desgraciado!..

      – Juro á vuestra majestad, que en el momento en que la reina mi señora quede sola… yo misma… por ese pasadizo, iré á avisar á vuestra majestad…

      – ¡Cuando haya vuelto Lerma…! ¡Cuando…! no, no, doña Juana, yo volveré; yo volveré… esta noche á la media noche… esperadme… y yo, yo, Felipe de Austria, no el rey, os lo agradecerá.

      Y Felipe III, como quien escapa, se dirigió á la puerta secreta, desapareció por ella y cerró.

      La duquesa viuda de Gandía volvió á quedarse sola.

      Durante algunos segundos permaneció de pie, inmóvil, anonadada, trémula.

      – ¡Pero Dios mío! ¿Qué es esto? – exclamó con la voz temblorosa – . ¿Dónde está la reina? ¿Dónde está su majestad?

      Y saliendo de su inacción, se precipitó de nuevo en la recámara de la reina.

      Ni en ésta, ni en el dormitorio, ni el oratorio había nadie.

      La reina, á juzgar por las apariencias, no estaba en el alcázar; al menos no estaba en las únicas СКАЧАТЬ