Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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La duquesa, después de leer esta carta, se quedó muda de sorpresa.
– Esta carta – dijo al fin – merece…
– Merece una estocada – dijo la joven.
– No por cierto: esta carta merece una paliza.
– ¿Pero de quién me valgo yo? ¿á quién confío yo…?
– Mostrad esa carta á vuestro padre.
– Mi padre necesita á ese infame: además, ésta no es la letra de don Rodrigo; se disculpará, dirá que se le calumnia.
– ¡Esperad!
– ¿Que espere?.. ¡bah!, no señor; yo he de vengarme, y he aquí mis tentaciones.
– Pero ¿qué tentaciones han sido esas?
– Primero, irme en derechura al cuarto de su majestad.
– ¡Cómo!
– Decirle sin rodeos que estoy enamorada del príncipe.
– ¡Doña Catalina!
– Que valgo infinitamente más que otra cualquiera para querida de su alteza.
– ¿Y seríais capaz?..
– ¿De vengarme?.. ya lo creo.
– ¿De vengaros deshonrándoos?
– Un esposo como el mío, que se confunde con la plebe, merece que se le iguale con la generalidad de los maridos.
– Vos meditaréis.
– Ya lo creo… y porque medito me vengaré del rey, que no ha sabido tener personas dignas al lado de su hijo, mortificándole; del príncipe, enamorándole y burlándole…
– ¡Ah! burlándole… es decir…
– ¡Pues qué! ¿había yo de sacrificarme hasta el punto de deshonrarme ante mis propios ojos?.. no… que el mundo me crea deshonrada, me importa poco: ya lo estoy bastante sólo con estar casada con el conde de Lemos; un marido que de tal modo calumnia, solo merece el desprecio.
– ¡Cómo se conoce, doña Catalina, que sólo tenéis veinticuatro años y que no habéis sufrido contrariedades!
– ¡Ah, sí! – dijo suspirando la condesa.
– ¿Pero supongo que no cederéis á la tentación?
– Necesario es que yo me acuerde de lo que soy y de donde vengo, para no echarlo todo á rodar: ¡escribirme á mí esta carta!
Y la condesa estrujó entre sus pequeñas manos la carta que la había devuelto la camarera mayor.
– ¡Y si este hombre estuviese enamorado de mí, sería disculpable! pero lo hace por venganza.
– ¡Por venganza!
– Contra mi marido, porque al procurar un entretenimiento al príncipe, no ha tenido á mano otra cosa que la querida de don Rodrigo Calderón.
– Tal vez os ame… y aunque esto no es disculpa…
– Don Rodrigo no me ama… porque…
– ¿Por qué?
– Porque no se ama más que á una mujer, y don Rodrigo está enamorado de…
– ¿De quién? – exclamó la duquesa, cuya curiosidad estaba sobreexcitada.
La de Lemos se acercó á la camarera mayor hasta casi tocar con los labios sus oídos, y la dijo en voz muy baja:
– Don Rodrigo está enamorado de su majestad.
– ¡Explicáos, explicáos bien, doña Catalina!
– Ya sé, ya sé que un ambicioso puede estar enamorado de un rey, mirando en su favor el logro de su ambición; pero no he querido jugar del vocablo; no: don Rodrigo está enamorado de su majestad… la reina.
– ¡Ved lo que decís!.. ¡ved lo que decís, doña Carolina! – exclamó la camarera mayor anonadada por aquella imprudente revelación, y creyendo encontrar en la misma una causa hipotética de la desaparición de la reina de sus habitaciones.
– A nadie lo diría más que á vos, señora – dijo con una profunda seriedad la joven ni os lo diría á vos, si hasta cierto punto no tuviese pruebas.
– ¡Pruebas!
– Oíd: hace dos años, cuando estuvimos en Balsaín, solía yo bajar de noche, sola, á los jardines.
– ¡Sola!
– En el palacio hacía demasiado calor. Acontecía además, para obligarme á bajar al jardín, que… en las tapias había una reja.
– ¡Ah!
– Una reja bastante alta, para que pueda confesar sin temor que por aquella reja hablaba con un caballero, más discreto por cierto, más agudo, y más valiente y honrado que el conde de Lemos.
– Sin embargo, creo que hace dos años ya estábais casada.
– ¿Y qué importa? yo no amaba á aquel caballero, ni aquel caballero me amaba á mí.
– Os creo, pero no comprendo…
– Pero comprenderéis que cuando os confieso esto, os lo confesaría todo.
– ¿Pero cómo podías bajar á los jardines?
– Por un pasadizo que empezaba en la recámara de la reina, y terminaba en una escalera que iba á dar en los jardines.
– ¡Ah! ¡también hay pasadizos en el palacio de Balsaín!
– Un pasadizo de servicio, que todo el mundo conoce.
– ¡Ah! ¡sí! ¡es verdad!
– Pues bien: la noche que me tocaba de guardia en la recámara de la reina, cuando su majestad se había acostado; abría silenciosamente la puerta de aquel pasadizo y me iba… á la reja.
– Hacíais mal, muy mal.
– No se trata de si hacía mal ó bien, sino de que sepáis de qué modo he podido tener pruebas… de los amores ó al menos de la intimidad de don Rodrigo Calderón con la reina.
– ¡Amores ó intimidad!.. – murmuró la duquesa – ¡Dios mío! ¿pero estáis segura?
– ¿Que СКАЧАТЬ