La familia de León Roch. Benito Pérez Galdós
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Название: La familia de León Roch

Автор: Benito Pérez Galdós

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ la repetición constante de los despropósitos, sin ningún intervalo de discreción. Cuando el cura le tomaba el pulso, la señora se agarró de su brazo, después de echarse un mantón por los hombros, y riendo con estupidez delirante, gritó:

      – Al baile… ¡señor cura, vamos al baile!

      Hizo dar dos vueltas al reverendo y después cayó como un plomo. No le alcanzó más que la Extremaunción. Muerta y enterrada, los dos gemelos volvieron a la casa de sus padres, que estaban entonces en un período de grandísima escasez y apretura. Luis Gonzaga fue mandado a Carrión de los Condes, de donde pasó a Francia; y María, que afligió a la familia por su estado cerril, fue llevada a un establecimiento de esos que llevan el nombre de colegio. Salió de él a los dos años con el barniz que en tales casas se da, y su madre la presentó a los amigos; entonces la familia de Tellería principió a salir del abatimiento y oscuridad en que estaba, a causa de un cambio favorable en su fortuna; al fin la marquesa abandonó aquel apartamiento que tanto le repugnaba, y durante algún tiempo se vio a madre e hija discurrir por las varias esferas de la sociedad distinguida y andar en lenguas de aduladores como en plumas de revisteros, y hartarse de palco y landó, y eclipsarse en los veranos para reaparecer en los inviernos con nuevo brillo. Por último, vino un día deseado y María se casó.

      Fue considerado este matrimonio como un golpe de suerte para los Tellerías, nobles de segunda fila y cuyo bienestar material no era a propósito para inspirarles grandes escrúpulos en la elección de maridos. Dígase lo que se quiera, las familias nobles del día no profesan a sus pergaminos un culto fanático, y si se exceptúan media docena de nombres que unen a su resonancia histórica un caudal sano, aquellas no vacilan en aceptar las alianzas convenientes y sustanciosas, fundiendo la nobleza con el dinero; y así vemos todos los días que las doncellas de ilustre cuna dan la mano, y la dan con gusto, a los marqueses de nuevo cuño hechos al minuto, a los condes haitianos, a los políticos afortunados, a los militares distinguidos y aun a los hijos de los industriales. La sociedad moderna tiene en su favor el don del olvido, y se borran con prontitud los orígenes oscuros o plebeyos. El mérito personal unas veces y otras la fortuna, nivelan, nivelan, nivelan con incansable ardor, y nuestra sociedad camina con pasos de gigante a la igualdad de apellidos. No hay país ninguno entre los históricos que esté más próximo a quedarse sin aristocracia. A esto contribuyen, por un lado, el negocio, haciéndoles a todos plebeyos, y por otro el gobierno, haciéndolos a todos nobles.

      La felicidad de los dos esposos no tuvo en los primeros meses otras contrariedades que la sombra que proyectaban a veces sobre ellos los parientes de María. Pasado algún tiempo, León empezó a creer que se prolongaba más de lo regular la ternura apasionada, inquieta y quisquillosa de su mujer. Esto no hubiera sido alarmante si con ello no coincidiera una resistencia acerada a plegarse a ciertas ideas y sentimientos de su marido. Grandísima tristeza tuvo León cuando vio que, sin dejar de amarle arrebatadamente, María no iba en camino de someterse a sus enseñanzas, que no eran ciertamente del orden religioso, pues en esto el discreto marido respetaba la conciencia de su mujer. ¡Estupendo chasco! No era un carácter embrionario, era un carácter formado y duro; no era barro flexible, pronto a tomar la forma que quieran darle las hábiles manos, sino bronce ya fundido y frío, que lastimaba los dedos, sin ceder jamás a su presión.

      Una noche, al año de casados, estaban solos en su gabinete. Habían hablado larga y cariñosamente de la conformidad de pensamientos como base inquebrantable de los matrimonios pacíficos. Agotada la conversación, el uno había tomado un libro para hojearlo junto a la chimenea, y la otra rezaba. De repente María Egipcíaca dejó el reclinatorio, y acercándose a su marido, le puso la mano en el hombro.

      – Tengo una idea – le dijo clavando en él su misteriosa mirada verde, que tenía entonces, con los reflejos de esmeralda y oro, dulzura extraordinaria, sin duda porque sus ojos volvían de ver a Dios-; tengo una idea que me enorgullece, León.

      León aguardó un rato, por no dejar interrumpido el párrafo, y después oyó a su mujer.

      – Voy a manifestarte mi idea – añadió ella. – Yo, mujer débil, inferior a ti en muchas cosas y principalmente en saber y experiencia, lograré un triunfo que jamás alcanzará tu orgullosa superioridad.

      León le tomó su mano y se la besó tres veces diciéndole:

      – Yo no soy superior a nadie, y menos a ti.

      – Sí lo eres: esto aumenta mi gozo y me empeña más en mi empresa… Tú, con tu juicio que crees tan fuerte, aspiras a cambiar mi carácter. Yo, con mi amor, que es más grande que todos los juicios, aspiro a conquistar el juicio tuyo, haciéndote a mi imagen y semejanza. ¡Qué batalla y qué victoria tan grande!

      – ¿Cómo lograrás eso? – dijo León riendo y rodeando con el brazo su cintura.

      – No sé si intentarlo poco a poco… ¡o así!

      Al decir así, María arrebató violentamente el libro de las manos de su esposo y lo arrojó a la chimenea, que ardía con viva llama.

      – ¡María! – gritó León aturdido y desconcertado, alargando la mano para salvar al pobre hereje.

      Ella le estrechó en sus brazos, impidiéndole todo movimiento; le besó en la frente, y después volvió al reclinatorio, donde se puso a rezar de nuevo.

      ¿Qué decía el libro?, ¿qué decía el rezo?

      Capítulo IX. La marquesa de Tellería

      Los marqueses de Tellería vivían en el principal de su casa. León Roch, atento a que entre la vivienda de sus suegros y la suya hubiese la mayor extensión posible de superficie terráquea, había alquilado una hermosa casa en lo más apartado de la zona del Este. Allí le encontraremos dos años después de su boda.

      – Buenos días, León… ¿Estás solo? ¿Y Mariquilla?… ¡Ah!, estará en misa: yo pensaba ir también; pero ya es tarde… Alcanzaré la de once de San Prudencio… ¿Qué tienes?… estás pálido. ¿Habéis reñido?… Pero me sentaré… Dime ¿cuánto te han costado esas estatuas? Son hermosísimas. Tienes una linda colección de bronces… Pero dime, ¿todavía vas a meter más libros en este despacho? Esto es la biblioteca de Alejandría. ¡Oh!, ¡no es como tú toda la juventud de estos tiempos!… ¡Qué chicos los de hoy! Yo no sé qué será del mundo cuando llegue a la edad madura esa multitud de jóvenes viciosos, ociosos y enfermos que hoy son el adorno principal de esta sociedad… Pues todavía hay un mal mucho peor. Pase que los muchachos sean casquivanos y sin sustancia… pero los viejos son más viciosos, más frívolos, más disipadores, más holgazanes que los chicos… He llegado al asunto delicadísimo de que quiero hablarte, querido hijo. Siéntate y atiéndeme un poco.

      La marquesa azotó con su hermosa mano el brazo de la butaca más próxima, y sentado en ella León, dispúsose a oír a su madre política. Era esta una dama de gentil porte, bruscamente desmejorada después de un larguísima juventud, por repentinas dolencias que se habían presentado cual acreedores, tanto más implacables cuanto más rezagados. Y sin embargo, aún la hermosura de la dama prevalecía resplandeciendo débilmente en su cara, y descendía hacia el horizonte entre las caliginosas brumas de un blanquete no siempre aplicado con comedimiento y habilidad. Aquella puesta de sol no era de las más espléndidas. Su cuerpo airoso, y antaño lleno de majestad, se inclinaba ya como presintiendo su bajada a las frías honduras del sepulcro, si bien el férreo costillaje del corsé mantenía en aparente estado de firmeza y redondez aquella desplomada arquitectura. Sus ojos, negros y hermosos, eran lo menos muerto de aquel conjunto moribundo, y a veces se abrillantaban con gracia y embeleso semejando a un sesgo de inspiración en medio de la oda académica llena de imágenes arcaicas y manoseadas. Su cabello, que del negro andaluz había pasado al rubio veneciano en otros días, pasaba ahora del rubio veneciano a un plateado indeciso y pulverulento.

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