Название: La familia de León Roch
Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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La mujer de León Roch era de gallarda estatura y de acabada gentileza en su talle y cuerpo, cuyas partes eran tan concertadas entre sí y con tan buena proporción hechas, que ningún escultor las soñara mejor. Sus cabellos eran negros y su tez blanca, linfática, con escasísimo carmín, y así se realzaba su expresión seria y apasionada en tal manera, que cuantos la veían se enamoraban y sentían envidia de su esposo. No tenía tipo español, y su perfil parecía raro en nuestras tierras, pues era el perfil de aquella Minerva ateniense que rara vez hallamos en personas vivas, si bien suele verse en España y en Madrid mismo, donde hallará el curioso un ejemplar, único, pero perfecto. Sus ojos eran rasgados, grandes, de un verde oceánico, con movible irradiación de oro, y miraban con serenidad sentimental, que podría pasar por sosa aquí donde, si se reúne mucha gente y un ejército de ojos negros, se ve un verdadero tiroteo granizado de saetazos. Pero las miradas de María no tenían fama de desabridas, sino de orgullosas. Sus labios eran tan rojos como recién abiertas heridas; su cuello airoso, su seno proporcionado y sus manos pequeñas y de dulce carne acompañadas, como las de Melibea.
Hablaba con calma y cierto dejo quejumbroso que llegaba al alma de los oyentes, y reía poco, tan poco que cada día iba creciendo su fama de orgullo, y era tan reservada en sus amistades, que en realidad no tenía amigas. Había adquirido desde su infancia tal renombre de sensatez, que sus mismos padres la diputaban como lo más selecto que la familia había dado de sí en todo el decurso de su gloriosa existencia.
Con esta belleza tan acabada que parecía sobrehumana, con esta mujer divina en cuya cara y cuerpo se reproducían, como en cifra estética, los primores de la estatuaria antigua, se casó León Roch después de diez meses de relaciones platónicas. Fue ocasión de su esclavitud un súbito enamoramiento que le sobrecogió al verla por primera vez y tratarla en una reunión de la Corte, cuando María, recién salida al mundo, se hallaba en aquel peregrino estado de pimpollo en que la belleza de la mujer se marca con un sello de inocencia y aparece matizada aún con el rocío de esa encantadora mañana que se llama infancia. Se enamoró como un pastor, vergüenza da decirlo, y él mismo se asombraba de ver que el teodolito de topógrafo y el soplete de mineralogista trocábanse en sus manos en caramillo o flauta de bucólico vagabundo.
¿Pero vio en su mujer algo más que una extraordinaria belleza? ¿Qué parte tenía su corazón en aquel delirio? Sería gracioso que se dejase arrastrar por la imaginación quien tanto se jactaba de tenerla por esclava.
Criose María en un pueblo próximo a Ávila, con su abuela materna, señora de grandísima terquedad y tiesura, que hablaba mucho de principios sin dar nunca a conocer de un modo concreto cuáles eran los suyos y en qué se distinguían de los ajenos. Al amparo de esta noble señora, que a los sesenta años tuvo la abnegación de trocar las vanidades del mundo por la estrechura de una casa rústica, el lujo y bullicio por la huraña soledad de un páramo, y la crónica escandalosa de Madrid por la chismografía de aldea, recibió María su primera instrucción. Sabía leer bien, escribir mal, y la doctrina la recitaba sin perder una coma. A excepción de algunas ideas gramaticales y geográficas que le inculcó una maestra de gran sabiduría, todo lo demás lo ignoraba. Más tarde supo María hojeando algunos libros, allegar ciertos conocimientos de esos para cuya adquisición no se necesita gran esfuerzo.
Compañero en aquel período de su vida en el páramo fue su hermano gemelo Luis Gonzaga. La abuela les quería locamente a los dos y les llamaba los ángeles de su muerte, porque decía que teniéndolos a su cabecera en la hora tremenda, le sería más fácil enderezar a Dios con devoción profunda sus últimos pensamientos. Ellos que también se amaban con toda su alma, compartían sus juegos, los trabajos de las lecciones, el pan y queso de las meriendas y los húmedos besos de su abuela. Paseaban juntos por los horribles pedregales avileses, y de noche se sentaban con la cabeza echada atrás para contar a competencia las estrellas que en aquel país se ven más claras que en ningún otro paraje del mundo. Se les oía decir:
– Cuenta tú por ese lado, que yo contaré por este… No me quites mi cielo ni te salgas del tuyo… Vaya, que lo de este lado me toca a mí… Medio cielo para cada uno.
– Todo será para entrambos – les decía una clueca voz desde la ventana alta. – Vaya, angelitos míos, venid a cenar que es tarde.
Leían a menudo vidas de santos, única lectura que en aquellas soledades era posible; y tan a pechos tomaron ambos niños las estupendas historias de padecimientos, trabajos y martirios, que sintieron deseo de que les martirizaran también a ellos, y ocurrioles la misma idea que cuenta Santa Teresa en el relato de su infancia, cuando ella y su hermanito discurrieron ir a tierra de infieles para que les cortaran la cabeza. María y Luisito salieron una mañana por aquellas áridas tierras, resueltos a no detenerse hasta que no les deparase Dios un par de moros que los descuartizaran. Quedáronse dormidos al amparo de una peña, y allí el Autor de todas las cosas, Dios omnipotente, les dio un beso y les entregó a la Guardia civil. Recogidos por la pareja, fueron llevados a la casa.
Vivían en un país casi desértico, lejos de todo humano comercio. El cura les llamaba los niños del yermo, y les sentaba sobre sus rodillas para entretenerse con ellos en el juego de los dedos, en el cual cada uno de los de la mano es un personaje figurado y entre todos representan una especie de comedia o pasillo, verbi gratia: el dedo gordo es un frailazo que llega a la puerta de un convento de monjas, llama con gruesa voz, y al punto contesta el dedo anular con voz de tiple. «Tan, tan. – ¿Quién…? – El fraile que quiere entrar». Todo se reduce a que fray Pedro va en busca de unas coles, que las monjas le dan de palos y él se retira refunfuñando. Con esto se reían mucho los dos gemelos, en edad en que los chicos apetecen por lo común los muñecos más divertidos que sus propios dedos.
Crecieron, y sus juegos iban siendo menos primitivos; sus lecturas las mismas y sus caracteres muy serios y formales. Luis Gonzaga cautivaba a todos por su índole reservada y juiciosa, así como por su incapacidad para travesuras. Únicamente le reprendían su afán de vagar solo por las soledades pedregosas, aspirando el ambiente fino y helado que sin cesar bate las inmensas moles graníticas, semejantes a ruinas de una colosal arquitectura, o a osamenta de un mundo cuya carne se han llevado las aguas. Gustaba de estar solo, ambicionaba apacentar las cabras sedientas y flacas que saltan de hueso en hueso sobre aquel esqueleto de una Arcadia muerta ya y seca. Despreciaba el frío, despreciaba el calor. Un día le encontraron tendido a la sombra de un pino, único ejemplar allí existente de la familia arbórea, y que triste, pelado y vacilante, parecía decir, como el cartujo: «De morir tenemos». Luis Gonzaga escribía cosas en un papel, valiéndose de un lápiz trompudo, sin cesar mojado en saliva. Sorprendido por el cura, arrebatole este el escrito, y vio unos renglones desiguales sin rima, sin numen, sin gramática ni ortografía, que le causaron risa, porque él también entendía un poco de humanidades.
– Ni esto es verso – le dijo – ni es tampoco prosa.
No era verso ni prosa, pero era poesía; eran estrofas, renglones bíblicos, que expresaban las agitaciones de un alma contemplativa. ¡Cómo se reía el cura leyendo: «Llega el oscuro de la noche, y las ovejas del cielo se extienden por el grandísimo campo azul, guardadas por los ángeles bonitos… El Señor ha pasado ayer en un carro de truenos, del que tiraban relámpagos, que resollaban con granizo y sudaban con lluvia… Yo temblé como llama en el viento, y di mil vueltas en mi idea, como la piedrecilla arrastrada por el río… ¡Soy como el cardo seco a quien se pega fuego haciéndome humo, suelto mi ceniza y subo al cielo!».
Un día la abuelita se levantó más tarde que СКАЧАТЬ