Diamantes para la dictadura del proletariado. Yulián Semiónov
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Название: Diamantes para la dictadura del proletariado

Автор: Yulián Semiónov

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918322

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СКАЧАТЬ pequeño te confesabas a un viejo bondadoso, ¿en casa es igual de terrible que antes? ¿Como en el dieciocho?

      —Para mí que es peor. Han llevado al aldeano a la extenuación total. Nuestra aldea les da igual… Ellos quieren al proletariado urbano… Resulta que han decidido destruir el sistema campesino, hacer que los aldeanos se marchen a la ciudad, que se conviertan en fuerza trabajadora gratuita para construir fábricas: según su esquema, sin fábricas no habrá felicidad ni en la vida ni en la revolución mundial. Un esquema cruel, y en ese esquema nosotros solo somos componentes inanimados, llamémoslo así, elementos transferibles de la sociedad…

       revel, para román.

      Es imprescindible averiguar cuál de los colaboradores de nuestra embajada tiene contacto con gente de las representaciones extranjeras acreditadas en Estonia. Por cuanto los informes proporcionados por nuestra fuente están sujetos a comprobación, le pedimos que mantenga excepcional cautela y tacto.

       Boki

      ___________

      LA DISTRIBUCIÓN DE FUERZAS

      Päts, jefe del Estado estonio, salió rápidamente al encuentro de Litvínov por una alfombra gruesa que disimulaba el sonido de los pasos.

      Al principio no había alfombra y había que salir al encuentro de los embajadores atravesando una sala enorme, cuyo parqué se expresaba de una forma especial, resonante a más no poder, y al presidente lo alteraba ese estruendo soldadesco cuyo eco resonante golpeteaba por toda la sala, aunque él intentara que sus pasos fueran suaves, de puntillas.

      —Buenas tardes, señor presidente…

      —Buenas tardes, disculpe que le haya hecho esperar… Päts hizo una pausa creyendo que Litvínov respondería lo obligado en este caso, algo tipo «comprendo lo ocupado que está», pero el embajador no respondió nada, la pausa se alargaba y el presidente, extendiendo el brazo izquierdo, indicó dos sillones junto a la chimenea:

      —Por favor.

      —Gracias.

      Como si fuera a embestir, Litvínov bajó la cabeza —en ese momento al presidente le pareció que era enorme, más grande que el cuerpo del embajador—, adelantó un poco el cuerpo y empezó a hablar:

      —A pesar de nuestras repetidas peticiones, la policía estonia no ha dado ningún paso en contra de los grupos de delincuentes que, con base en Revel, realizan incursiones en ciudades y poblaciones ubicadas en nuestra república, donde se dedican a saquear, asesinar y violar.

      —Por favor, hechos, señor embajador. La falta de pruebas en una cuestión así puede ser interpretada simplemente como un intento de injerencia en nuestros asuntos internos.

      —Creo que, si empezamos a citar hechos, el cuadro puede ser justo el inverso. No somos nosotros quienes injerimos, sino que en nuestros asuntos internos hay injerencias: desde el territorio de Estonia se trasladan a Rusia grupos de delincuentes, aquí encuentran protección.

      —Me veo obligado a repetirme: la base para debatir esta cuestión solo pueden ser hechos rigurosamente documentados.

      Litvínov extrajo del bolsillo de la chaqueta varias hojitas de papel. Las fue sacando despacio, torpemente, y lo hizo de forma calculada y alegre: el presidente nunca habría pensado que traería un documento oficial en el bolsillo en lugar de en una carpeta. El embajador se permitía gastar bromas, a veces tenían su riesgo, pero siempre eran precisas y ganadoras.

      Antes —tanto deportado como emigrado—, Litvínov tenía una remota idea sobre la diplomacia. Esta idea es imposible de cambiar hasta que una persona no se convierte ella misma en diplomático. Solo entonces comprende que la diplomacia es una de las variantes del comercio internacional y que es, a su vez, parecida al comercio común y corriente, aunque en los momentos de mayor peligro para el mundo recuerde al comercio de los bazares, donde vence el más tranquilo, fuerte y, obligatoriamente, honrado: la mercancía mala te pringa los morros y te difama por mucho tiempo, no es tan fácil recuperarse…

      Litvínov había aprendido mucho de Chicherin, Krasin y Vorovski.

      El estilo de estos hombres era magnífico: tirando a seco, sin emoción alguna, las cartas sobre la mesa, el trabajo es el trabajo, nada de bullicio y un elevado sentimiento de autoestima; no estaban representando a cualquier potencia, sino a la primera socialista en el mundo.

      Una vez Litvínov le dijo al vicecomisario Karaján:

      —Estoy convencido de que tarde o temprano llegaremos a resolver un problema importantísimo —todavía no nos hemos acercado, y cómo acercarse a él es la cuestión de las cuestiones, porque puede liarse pero bien—, me refiero al problema de extirpar de la conciencia de la intelectualidad rusa ese sentimiento que tiene de ser de segunda categoría.

      —¿Cómo? —Karaján no lo había comprendido—. Eso nos devuelve al chovinismo de las grandes potencias.

      —Ni mucho menos —replicó Litvínov—, de devolvernos a algo, sería al orgullo nacional de la Gran Rus. Adoro a Byron, ¡pero Rusia ha dado al mundo a Pushkin! ¿Maupassant? Admirable, ¡pero nosotros tenemos a Chéjov! ¿Flaubert, Zola, Dickens? Cierto, sin ellos el mundo no sería mundo. Pero ¿y sin Tolstói, Dostoievski, Turguénev, Schedrín o Lérmontov? ¿Verdi? Bien, ¿y Chaikovski, Rimski-Kórsakov, Músorgski…? ¿Cómo vivir sin ellos?

      —¿Se ha dado cuenta —se sonrió Karaján— de que nuestra revolución ha despertado tanto en mí, armenio, como en usted, judío, el sublime sentimiento del patriotismo de la Gran Rus socialista?

      —Sí —Litvínov estuvo de acuerdo—, y por eso durante las conversaciones no es conveniente poner los pies encima de la mesa, pero sí se debe recordar siempre que vivimos bajo el techo de la gran cultura rusa y que es posible que en el mundo no haya cultura más poderosa… Aunque luego a cualquier sueco u holandés le estrechamos la mano y le sonreímos solo porque incluso en su propia casa se comporta con educación, como si fuera extranjero.

      … Habiendo sacado del bolsillo las hojitas de papel, Litvínov las estiró sobre las rodillas y empezó a leer tranquilamente:

      —El 5, el 12, el 13, el 16 y el 23 de febrero de 1921 se re alizaron doce intentos de violación de las fronteras estatales, además durante el intercambio de disparos que tuvo lugar el 23 de febrero fueron heridos dos soldados fronterizos soviéticos y uno estonio. Durante un tiroteo el 2 de marzo murió un oficial blanco, el capitán ayudante Piotr Vasílievich von Bromberg. En el muerto se descubrió una importante cantidad de dinero y un paquete de documentos soviéticos falsos. Von Bromberg residía en Revel con el líder de los delincuentes monárquicos blancos, el conde Vorontsov. El 14 de febrero del presente año la embajada de la República Soviética notificó a los órganos correspondientes estonios dónde residen y dónde se reúnen los representantes de los grupos de delincuentes emigrados…

      Litvínov siguió leyendo un documento que nadie podía refutar, y el presidente, escuchándolo, pensaba triste y serio: «Nuestra única culpa es ser un país pequeño. ¡Qué trágico es el papel de los países pequeños en este gran mundo! ¿A quién echar la culpa de que Dios nos instalara en esta tierra pedregosa, bella, estéril pero tan querida?».

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