Название: Diamantes para la dictadura del proletariado
Автор: Yulián Semiónov
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Hoja de Lata
isbn: 9788418918322
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—Trece mil, es fácil de comprobar en mi cuenta del banco.
—No soy de la inspección obrera, no me voy a poner a comprobar nada, confío en su palabra. ¿Qué cree usted, los bolcheviques van a quedarse mucho tiempo?
—No van a aguantar mucho tiempo.
—¿Y si encima nosotros hacemos presión? —Entonces se desmoronarán, Víktor Vitálievich. Pero solo si se ponen en serio, al pueblo no hay que enfurecerlo sin más… con azotainas y desprecio por la gente de a pie…
—Bueno, ya sabe, nadie puede garantizar que no haya errores… Rotos… nos hemos vuelto más inteligentes. A ver, veamos, por todos sus años con los sóviets recibirá cincuenta mil en oro por año. ¿Se lo pongo por escrito o le basta con mi palabra?
—No puedo regresar, no tengo fuerzas.
—Nikolái Makárych, voy a ser convincente. Escúcheme atentamente: si usted, a pesar de mi petición, insiste en su decisión de huir ahora, haré que lo entreguen: ha robado objetos muy valiosos que pertenecen al Estado, no, a nosotros, a los Vorontsov, a los Naríshkin y a los Yusúpov. Nadie le comprará las piedras, y podemos demostrar que son nuestras, bien lo sabe…
—Sí —suspiró Nikolái Makárych—, cómo no voy a saberlo…
—Y la policía lo meterá en la cárcel, y las cárceles de aquí no son ni un poquito mejores que las de Moscú. Incluso peores: aquí no hay amnistías, aquí se aprende a contar los años de condena como el dinero. Y tenga en cuenta que los gobernantes locales odian tanto como nosotros a los dueños del Kremlin, pero, además, les tienen mucho miedo y de buen grado nos entregarán a Moscú si descubren a alguno de sus porteros de las embajadas. Dentro de cinco minutos hay una parada, la gente de Litvínov vendrá y le llevará directamente a la calle Pikk. Si por el camino se le ocurre gritar o llamar a la policía, aquí mis amigos ayudarán a los chequistas que estarán custodiándolo. No va a negarse a realizar este trabajo, ¿verdad, Valentín Fránzevich?
Este asintió en silencio.
—Si acepta satisfacer nuestra petición —continuó Vorontsov—, estoy dispuesto a enseñarle su pasaporte de… ciudadano alemán. Lo recibirá aquí mismo, después de que haya hecho otros tres o cuatro viajes. Al menos entiende que no tiene más salida que aceptar mis condiciones, ¿no?
—Solo un imbécil no lo entendería —respondió Nikolái Makárych.
—Eso está bien. Mañana por la tarde venga al Corona de Oro, el que está en el sótano, yo lo buscaré allí. ¿De acuerdo?
—Sí.
—No se ponga así, no se me enfade —sonrió Vorontsov ligeramente—, con esa fortuna no habría salido adelante aquí, su cabecita no lo soportaría, no es de esa clase: recuerda con demasiada exactitud sus ingresos anuales.
—Me las habría apañado, Víktor Vitálievich, y ya me va a perdonar, pero los aristócratas que no sabían ni querían contar sus ingresos…, esos son los que condujeron a Rusia a la bancarrota. Los aristócratas tendrían que haber tenido amor platónico por Rusia y haber traspasado su administración a aquellos a los que les gustan las cifras y las recuerdan.
—¡Si ese es el programa! Ya verá, el nuevo gobierno le ofrecerá el puesto de camarada del ministro de Economía.
—¿Y el ministro, de su estamento, se pondrá otra vez a darme indicaciones? Ni que decir tiene que sería mejor que se dedicara a apostar en las carreras y a cazar, sin duda: como ordene…
—Ya basta, Nikolái Makárych, ya basta —respondió Vorontsov, y sus pómulos empezaron a rechinar—. Mi bisabuelo salió bajo las balas a la plaza del Senado,15 vale, era jugador y, aun así, tenía carruajes en propiedad. Queremos a Rusia, y el esquema solo es importante para que usted aplique su incansable fuerza. Esto es más serio. Y si se hubiera decidido a huir con esos millones del Kremlin, los chequistas lo habrían pescado de todas formas. Debe ganarse su confianza para no temer un registro en la frontera, entonces le dará piedras a Litvínov y también sacará para usted. Cuánto se va a llevar usted, es cosa suya. A mí me dará, en cada viaje, un millón. Como si usted quiere cinco, no voy a controlarlo. Hasta la vista. Mis amigos se quedan en el compartimento vecino; si pasa algo, dé una voz, lo ayudarán. Yo tampoco andaré muy lejos…
—Haced algo con el escritor, por pura tontería se me ha escapado que estaba huyendo de los sóviets…
Los tres se dieron la vuelta al momento.
—¿Qué escritor? —preguntó Vorontsov.
—No me he quedado con su nombre, solo que es literato.
—Mal hecho —dijo Vorontsov—. ¿Cómo hace esas cosas? Vorontsov sacó de su bolsillo interior un estilete alargado, presionó un ingenioso botoncito —un punzón fino surgió con gracia— y lanzó una mirada interrogante a Vlas Ígorevich. Este alargó el brazo y Vorontsov le entregó el estilete.
Vorontsov salió el último del compartimento. Entornó con cuidado la puerta, se dio la vuelta y, al ver a Nikándrov junto a la ventana, soltó el aire como dando un gemido.
—¡Dios mío, Lenia! ¡Leonid, querido mío!
Litvínov, el embajador de la RSFSR en Estonia, se levantó despacio de la mesa y salió sin prisa, con un suave contoneo, al encuentro de Pozhamchi. Lo palpó con sus fríos ojos azules, ocultos tras los gruesos cristales de las gafas, esbozó una sonrisa seca y con un gesto invitó al principal tasador del DEA de la república a una mesa pequeña, de patas raquíticas y arqueadas, puesta para dos personas.
—¿Ha llegado sin incidentes? —preguntó Litvínov.
—Sí, todo en orden, gracias a Dios. —Pozhamchi respondió sonriendo agitado y obsequioso en exceso y comprendiendo que, desde fuera, no se vería bien. Por alguna razón le parecía que ese hombre de cabeza grande al final de la conversación iba a hacerle preguntas sobre literatura y sobre su diálogo con Vorontsov en el compartimento del tren y, por eso, se sentía inseguro, como si lo observaran con un microscopio. No había tenido tiempo ni de recuperarse, de crearse una línea clara de comportamiento, porque unos diplomáticos espigados —Jrómov y Potapchuk— se sentaron en su compartimento a los tres minutos de que hubiera salido Vorontsov, y desde la estación lo llevaron enseguida a la embajada y aquí, sin dejar que se aseara y picara algo, lo invitaron a ver al embajador.
—Bueno, pues si es gracias a Dios… —Litvínov se sonrió con esa extraña sonrisa suya—, por favor, tome un café.
—Muy agradecido.
«De los suburbios casi seguro —pensó Litvínov—. ¿Por qué los suburbanos son tan tenaces en política y en las finanzas? ¿Es por un defecto en su amor propio o por un codicioso deseo de ser urbanos?».
—¿No le han pedido que me transmita nada?
—El camarada Krestinski me sancionó que le transmitiera sus saludos.
—Gracias. Qué interesante: «sancionó», puede verse al mismo tiempo como «autorizó» o como «castigó»…
—¿Quién СКАЧАТЬ