El doctor Thorne. Anthony Trollope
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Название: El doctor Thorne

Автор: Anthony Trollope

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ópera magna

isbn: 9788432160806

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СКАЧАТЬ Augusta Gresham. La institutriz francesa se había opuesto a que lo llevara en clase y lo había mandado de vuelta a la habitación por medio de una joven criada, hija de un granjero de la hacienda. Había desaparecido el guardapelo y, al cabo de poco, después de haberse armado considerable alboroto, se encontró, por diligencia de la institutriz, en algún sitio entre las pertenencias de la criada inglesa. Grande fue el enojo de Lady Arabella, altas fueron las protestas de la muchacha, muda fue la aflicción de su padre, piadosas las lágrimas de la madre, inexorable el juicio de los habitantes de Greshamsbury. No obstante, ocurrió algo, no importa el qué, que apartó a Mary de la opinión general. Habló claro y acusó del robo en su misma cara a la institutriz. Dos días estuvo en desgracia Mary, casi tanto como la hija del granjero. Pero en su desgracia no estaba ni callada ni muda. Como Lady Arabella no la escuchaba, acudió al señor Gresham. Obligó a su tío a intervenir en el asunto. Puso de su parte, uno a uno, a la gente importante de la parroquia y acabó por hacer arrodillar a Mam’selle Larron con la confesión de los hechos. A partir de entonces Mary Thorne fue muy querida entre los terratenientes de Greshamsbury y, en especial, en una pequeña casa, donde un inculto padre de familia declaraba que por la señorita Mary Thorne se enfrentaría con un hombre o con un magistrado, con un duque o con el diablo.

      Y así creció Mary Thorne bajo la supervisión del médico. Al principio de nuestro cuento era una de las invitadas reunidas en Greshamsbury con motivo de la mayoría de edad del heredero, habiendo ella llegado a la misma edad.

      [1] Es la única de las cuatro revistas mencionadas que existe en la realidad.

      [2] De Las alegres casadas de Windsor, II, ii, 2-3.

      [3] Véase Proverbios 23, 24: «Mucho se alegrará el padre del justo/ y el que engendró a un sabio se gozará en él».

      Era el uno de julio, cumpleaños del joven Frank Gresham. No había terminado la temporada de Londres; sin embargo, Lady de Courcy había logrado ir al campo para honrar la mayoría de edad del heredero, llevando consigo a todas las ladies, Amelia, Rosina, Margaretta y Alexandrina, junto con los honorables John y George, reunidos para la ocasión.

      Lady Arabella había planeado pasar este año diez semanas en la ciudad, lo cual, alargándolo un poco, podía pasar como la temporada. Más aún, había conseguido al fin amueblar, magníficamente, el salón de Portman Square. Había viajado a Londres con el pretexto, imperioso, de los dientes de Augusta —la dentadura de las jóvenes es frecuentemente valiosa para estos casos— y, como había obtenido permiso para comprar una nueva alfombra, que era muy necesaria, hizo tan hábil uso de la autorización como para acudir corriendo al tapicero por culpa de una factura de seiscientas o setecientas libras. Había dispuesto, como es natural, de carruaje y caballos, las muchachas habían tenido que salir, había sido de lo más necesario recibir amigos en Portman Square y, en total, las diez semanas no habían sido ni desagradables ni baratas.

      En unos minutos de confidencias anteriores a la cena, Lady de Courcy y su cuñada estaban sentadas juntas en el vestidor de esta última, discutiendo la irracionabilidad del hacendado, que se había expresado con más amargura de lo corriente acerca de la locura —probablemente usó una palabra más fuerte— de tal proceder en Londres.

      —¡Santo cielo! —exclamó la condesa, con impaciencia—. ¿Y qué se puede esperar? ¿Qué es lo que quiere que hagas?

      —Le gustaría vender la casa de Londres y enterrarnos aquí para siempre. Fíjate: sólo he estado allí diez semanas.

      —¡Apenas el tiempo necesario para que examinen los dientes de las muchachas! Pero, Arabella, ¿qué te dice? —a Lady de Courcy le preocupaba aprender la exacta verdad del asunto y enterarse, si podía, de si el señor Gresham era realmente tan pobre como pretendía.

      —Ayer me dijo que ya no va a haber más viajes a la ciudad, que apenas puede pagar las facturas ni mantener esta casa y que no...

      —¿No qué? —quiso saber la condesa.

      —Dijo que no arruinaría del todo al pobre Frank.

      —¡Arruinar a Frank!

      —Es lo que dijo.

      —Pero, Arabella, seguramente no está tan mal como dice. ¿Qué razón puede haber para que esté endeudado?

      —Siempre habla de las elecciones.

      —Pero, querida, Boxall Hill saldó el gasto. Claro que Frank no recibirá tantos ingresos como cuando tú te casaste y entraste en esta familia, todos lo sabemos. ¿Y a quién se lo tendrá que agradecer sino a su padre? Pero si Boxall Hill saldó esa deuda, ¿por qué tiene que haber problemas ahora?

      —Fueron los dichosos perros, Rosina —contestó Lady Arabella casi con lágrimas.

      —Bien, enseguida me opuse a que trajeran los perros a Greshamsbury. Cuando se han puesto en juego las propiedades, no hay que incurrir en gastos que no sean absolutamente necesarios. Es una regla de oro que debería recordar el señor Gresham. En realidad casi se lo dije a él con estas palabras, pero el señor Gresham nunca ha recibido ni nunca recibirá con sentido común nada que venga de mí.

      —Ya sé, Rosina, que es así. ¿Qué habría sido de él si no fuera por los De Courcy?

      Esto preguntó, llena de gratitud, Lady Arabella. En honor a la verdad, sin embargo, si no fuera por los De Courcy, el señor Gresham estaría en estos momentos al frente de Boxall Hill, monarca de todo cuanto se dominaba con la vista.

      —Como te decía —continuó la condesa—, nunca aprobé que vinieran los perros a Greshamsbury; pero, aun así, querida, los perros no se lo pueden haber comido todo. Alguien con diez mil al año debería ser capaz de mantener a los perros, sobre todo recibiendo unas cuotas de los demás.

      —Dice que las cuotas eran poco o nada.

      —Tonterías, querida. Veamos, Arabella, ¿qué hace con el dinero? Esa es la cuestión. ¿Juega?

      —Bueno —dijo Lady Arabella, con mucha lentitud— no lo creo. —Si jugaba lo debía de hacer muy disimuladamente, porque rara vez se ausentaba de Greshamsbury y, en verdad, pocas personas con aspecto de jugadores solían venir como invitados—. No creo que juegue —Lady Arabella hizo énfasis en la palabra «juegue», como si su marido, tal vez, por caridad, desconocedor de dicho vicio, fuera verdaderamente culpable de cualquier otro conocido en el mundo civilizado.

      —Sé que solía hacerlo —dijo Lady de Courcy, con aspecto de persona sabia y llena de suspicacia. Tenía suficientes motivos domésticos para que le disgustara tal propensión—. Sé que solía hacerlo y, cuando se empieza, apenas se puede curar.

      —Pues si lo hace, no lo sé —dijo Lady Arabella.

      —El dinero, querida, debe de irse por algún lado. ¿Qué excusa te da cuando le dices que quieres esto y lo otro, todas las necesidades comunes de la vida a la que estás acostumbrada?

      —No me da ninguna excusa. A veces dice que la familia es muy grande.

      —¡Tonterías! Las muchachas no cuestan nada. Sólo está Frank, y aún no le cuesta nada. ¿Puede estar ahorrando dinero para recuperar Boxall Hill?

      —¡Oh, СКАЧАТЬ