Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
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Название: Cuentos de Asia, Europa & América

Автор: Tessa Hadley

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Fondo Universidad de Guadalajara

isbn: 9786075712680

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СКАЧАТЬ uno de los hombres señaló a los cuervos que alzaban el vuelo sobre el campamento, pero Araceli sentía a la niña apretada contra su pecho. Su abuela le había dicho que sus senos crecerían hasta alcanzar su tamaño definitivo cuando tuviera un niño. «Cuando te cases», había dicho su abuela. «Tal vez el próximo año. Apenas tienes diecisiete».

      La madre de Araceli había muerto poco tiempo después de dar a luz. Su padre se había ido a Estados Unidos dos años más tarde. Luego de unas cuantas cartas con dinero, desde Washington, nunca volvieron a saber de él.

      La camioneta se detuvo en el lugar donde dejaban los tráilers, y Araceli se bajó sintiéndose incómoda, abrazándose con su abrigo. «No hace tanto frío», dijo Rodolfo, y Elpidia se rio.

      Los hombres empezaron a lavarse en la toma de agua que había ahí afuera, y Elpidia desapareció dentro del pequeño tráiler que compartía con Araceli. Araceli tocó el papel que llevaba en su bolsillo, y caminó por la carretera de terracería que había entre los tráilers hacia la administración.

      Emiliano hablaba mixteco, español e inglés. Llevaba ahí diez años, en el desierto que rodeaba a Indio. Cuando ella le entregó la nota y le preguntó qué decía, él le vio el pecho y Araceli apretó su abrigo. «¿En dónde encontraste esto?».

      «En un cuarto. Me dio curiosidad». Araceli estaba sudando bajo el abrigo, y sintió la mano izquierda de la niña como una piedra de molcajete contra su piel.

      Él leyó: «Quiero que me devuelvan mis...». Emiliano frunció el ceño y ahuecó las manos sobre su camisa. «Apenas me los pusieron el año pasado. Eran míos».

      Pechos. Araceli vio que él bajaba las manos, sin decir la palabra. Luego, frunció más el ceño y dijo: «¿Qué clase de nota es ésta?». Le devolvió a Araceli la hoja y regresó a su tráiler, cerrando la puerta metálica.

      Pechos. Quería que le devolvieran sus pechos. Le pusieron nuevos pechos en el hotel. No quería dárselos a la niña. La niña está seca por dentro, su piel es como pergamino y su corazón como una ciruela. Araceli caminó apresuradamente dentro de los naranjales en los que la fruta colgaba como cientos de rabiosos soles del desierto y los azahares ya habían florecido; parecían de cera, y eran blancos y perfumados. La niña se sacudía con los pasos apresurados de Araceli, y cuando ésta por fin llegó a la orilla del naranjal, se detuvo en el claro arenoso. Se desabotonó el abrigo y la niña rodó, con la cabeza colgando, hacia sus brazos. Araceli sintió que estaba a punto de llorar, y se imaginó las profundas cuencas de su propio cráneo.

      La torre de riego, de concreto y achaparrada como el castillo de un niño, podía servirle de señal. Podría venir después, en noviembre, a dejarle una ofrenda por el Día de los Muertos. Las almas de los niños venían primero, de visita, y Araceli podía dejarle un humeante atole de leche con canela y azúcar. Los dedos de la niña como varas de canela, los ojos de la niña cerrados herméticamente, el pelo de la niña rojo y escaso como las espinas de algunos cactus que Araceli raspaba con un cuchillo.

      Cavó con sus manos la tierra blanda, en la que ya podía olerse la noche. Unos cuantos chapulines empezaron a chirriar en el naranjal, y ella se estremeció. No pensaba en el sonido, ni en su garganta. La tierra estaba tan seca. No había la neblina apropiada aquí. Quizás Araceli no volvería a ese lugar, con una taza de atole para la niña; tal vez tendría que salir corriendo esa noche, si la migra llegaba, o la semana siguiente, si se aparecían por el hotel. Elpidia podía casarse con el guapo Amadeo, y se irían a un mejor lugar. Pero también podía quedarse aquí Araceli para siempre, en el tráiler metálico, ayudándole a Elpidia a mandar dinero a su madre y sus hermanas más chicas.

      Araceli se quitó la playera, la primera cosa que había comprado aquí en California, en El Rey, el mercadito de Indio. Era de color azul pálido. Al envolver a la niña en la playera, con las mangas cortas dobladas sobre el diminuto pecho de la niña, Araceli sintió ganas de llorar. Pero no pudo, ni cuando depositó a la niña en el hoyo, ni cuando se dio cuenta de que la playera no bastaba. Sacó a la niña y la envolvió en su abrigo, hasta que un capullo de nailon color café cubrió todo. Entonces echó la tierra sobre el abrigo, oyendo el susurro de la tela. Puso pedazos de cemento roto sobre la tierra, luego piedras y guijarros. Pero el túmulo más bien parecía un montón desordenado de basura. Vestida únicamente con su brasier y su falda, se arrodilló y trató de pensar en la oración que decían las mujeres de su pueblo cuando se había muerto un niño. Le rezaban a la Virgen de la Soledad. Araceli no escuchó palabras en su cabeza, sólo el tintineo lejano de metal desde los tráilers, gritos distantes de hombres y el murmullo del tráfico en la carretera. Alzó la cabeza, con los labios aún cerrados. Caminó de regreso a los naranjales con las muñecas tan apretadas contra su brasier que podía sentir los pequeños alambres contra sus costillas, contra su piel desnuda.

      Traducción de Luis Zapata

      Danpatra, acta de donación

      amar mitra

      india

      Acta de donación (redactada por Sahebmari Baske)

      Donatario: Sahebmari Baske, hijo del difunto Muchiram Baske, de la tribu santhal, indio en el sentido extenso, domicilio en el distrito de Sonari Mara, República de la India.

      Donante: Sahebmari Baske, hijo del difunto Muchiram Baske, misma tribu y domicilio que el beneficiario, cuya propiedad legítima, casa ancestral y tierras de labranza invadidas y más, a consideración de los intereses de la familia, mi deber social propio, de la región Santhalibasan, relación de propiedades de la República de la India [...].

      Así es. Todas las responsabilidades que esta tierra ha acumulado ahora te pertenecen. Soy Sahebmari Baske, tu abuelo; conoces muy bien la terrible historia de mi vida. Ha llegado mi ocaso; mi cuerpo está enfermo y el don de la vista está por dejarme. Ya no tengo posibilidad de hacer todas las cosas que habría querido en mi vida, mas no he perdido la esperanza. Por eso escribo esta acta. Espero que toda actividad que la misma te permita y te invite a hacer me brinde felicidad en los días que me quedan. Mis ojos resplandecerán y este cuerpo volverá a sentir el calor de la vida. La solidez y fuerza de los árboles apoyarán mis jorobas y nudos antes de que parta a Sermapuri, la morada de los dioses.

      Puede que surjan confusiones por nuestras identidades y eso podría ser causa de alegría para algunos, pero esa alegría se puede convertir en nuestra miseria. Por lo tanto, es esencial que dejemos todo claro y protejamos nuestro futuro.

      Si hablamos de tribus, somos de los santhal, de complexión negra. A mí, el donante, me falta una mano. Ya hablaré de eso. Tú, Sahebmari Baske, mi donatario, mi heredero, recuerda que esta tierra india, esta República de la India, es el lugar donde naciste. Tus ancestros fueron los primeros habitantes de este país y de ahí surge mi derecho a redactar un acta. Tendrás felicidad si la aceptas.

      Al ser mi nieto, heredaste mi nombre igual que yo el de mi abuelo. Así recordamos nuestro pasado. СКАЧАТЬ