Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Cuentos de Asia, Europa & América - Tessa Hadley страница 33

Название: Cuentos de Asia, Europa & América

Автор: Tessa Hadley

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Fondo Universidad de Guadalajara

isbn: 9786075712680

isbn:

СКАЧАТЬ suelas de hule. A veinte dólares. Siempre sabía, siempre venía cuando Araceli y Elpidia dejaban de trabajar y empezaban a platicar, como si una mosca hubiera ido volando a su cubículo cerca de la lavandería para avisarle.

      «Go», le dijo a Araceli, señalando el número ١٤.

      «Do not», replicó Araceli, señalando el letrero.

      Luz puso una mano sobre su cadera y levantó tres dedos de la otra mano. Lentamente, le dijo en español y en voz alta: «La mujer se fue. Hace tres días. Límpialo».

      Cuando Luz siguió caminando por el pasillo, después de echar un vistazo al trabajo de Elpidia a través de la puerta abierta del número 3, Elpidia puso los ojos en blanco y metió la mano en el bolsillo de su uniforme. Sacó un «saladito», se lo dio en la mano a Araceli, y Araceli chupó la ciruela seca y salada durante un momento, sintiendo las arrugas con su lengua, antes de meter su llave en la cerradura.

      La niñita yacía en el centro de la gran cama, perfectamente tendida: no había alterado nada. No podía. Aún no tenía la edad suficiente como para voltearse. No era una recién nacida, observó Araceli, acercándose. Tendría unos dos meses. Su pelo era delgado, ralo y rojizo como las espinas de algunos cactus.

      Estaba muerta. Tenía cerrados los ojos, hundidos en la cabeza como hoyuelos. De su vestido rosa pálido, con encaje en el cuello y mangas ahuecadas, salían sus delgadas piernas, grises como el cemento. Tenía puestas unas botitas color de rosa. Su cara estaba tirante y tiesa, y su nariz parecía un nudillo blanco saliéndole de la piel.

      La ciruela salada saltó y se revolcó en la boca de Araceli; ella la escupió en su mano, donde se quedó húmeda y ahora hinchada por la saliva. Tragó saliva una y otra vez, encorvándose, hasta que pudo respirar mejor y enderezarse. Ya había visto antes niños muertos, de la misma edad, en San Cristóbal. La diarrea los había consumido. Tenían la misma cara reducida y apergaminada de las ancianas.

      Araceli hizo un esfuerzo para no vomitar. Puso su dedo en el pañal desechable, no hinchado como debería esperarse. Seco y pequeño como un puño blanco bajo el vestido. Esta niña no había tenido diarrea. Se había muerto de hambre. De su vestido rosa pálido, con encaje en el cuello y mangas ahuecadas, salían sus delgadas piernas, grises como el cemento. Tenía puestas unas botitas color de rosa.

      Tiró la ciruela en la bolsa de la basura de su carrito, se cercioró de que no viniera nadie por el corredor y luego tomó una toalla limpia de la pila que llevaba y vaciló, recordando que había oído ese ruido sordo y áspero característico de los chapulines tras la gruesa puerta de madera. Puso la mano en el picaporte de hierro forjado. No había sido un chapulín. Se recargó en la puerta, sintiéndose débil por un momento, y luego se metió y puso el cerrojo.

      Luz podía venir. Haría un escándalo y correría a la administración, donde los dueños del hotel y la clínica fruncirían el ceño. Vendrían por el pasillo, tomarían a la niña o simplemente la moverían con sus dedos llenos de anillos. Llamarían a la policía, que se llevaría a la niña a sus instalaciones. Tratarían de encontrar a la madre, la pelirroja que sólo tenía dos arrugas en el rabillo de cada ojo, como dos pestañas sueltas incrustadas en la piel.

      Araceli permaneció de pie junto a la niña. Su cuerpo estaba esquinado en la cama, como si hubiera logrado moverse unos doce centímetros a la izquierda durante los tres o cuatro días que llevaba ahí. ¿Para qué tratarían de encontrar a la madre?, pensó Araceli, con la garganta seca y la lengua escaldada por la sal. La madre se había ido. La madre había dejado a esta niña llore y llore, moviendo sus manitas hacia delante y hacia atrás sobre la colcha blanca, enojada, furiosa, desesperada. Las piernas de la niña aún estaban encorvadas, alzadas en óvalo, aún sin enderezarse como las de las niñas más crecidas.

      Araceli pasó la mano por el algodón de la colcha. Los dedos de la niña estaban tiesos como varas de canela; las uñas de sus dedos eran como los pellejos transparentes del maíz recién lavado.

      Araceli temblaba, y la espalda le dolía. Agarró la toalla. No en una bolsa. No iba a poner a la niña en una bolsa de plástico. «Do not».

      Deslizando las palmas de las manos por debajo de la niña, se mordió los labios hasta que la sal de la ciruela entró a su sangre. Alzó la columna vertebral, los hombros, la pesada cabeza, y depositó el cuerpo en la toalla de baño. Luego, dobló los lados de la toalla sobre el cuerpo y envolvió el bulto, apretándolo como si la toalla fuera un rebozo de los que cuelgan las mujeres sobre sus espaldas, con las niñas dormitando contra los omóplatos de sus madres.

      Puso la toalla en la bolsa de la lavandería, delicadamente, y rodeó el bulto con las toallas mojadas que había sacado del cuarto anterior. Elpidia salió y sacó otra ciruela, morada y brillando al sol, y Araceli se forzó a sonreír. Negó con la cabeza y regresó al número 14.

      En el tocador, junto a los claveles marchitos, había una nota. Araceli vio la escritura clara, tres frases en la hoja con el membrete del hotel. La guardó en su bolsillo, y recorrió con la mirada el cuarto. No habían dejado nada más, ni en el baño ni en el clóset. Ni siquiera un rastro de maquillaje o un periódico. Tampoco había pañuelos desechables humedecidos por las lágrimas en el cubo de la basura. Sólo dos latas vacías de refresco y la cajita de unicel de una comida que la mujer habría dejado en la puerta si hubiera dicho «Do not».

      Sabían que las recamareras vivían en tráilers, y los del hotel vigilaban las toallas. Araceli pasó un trapo húmedo por los tocadores, sacó el pelo de las tinas y limpió los relucientes espejos. Puso toallas en la bolsa de la lavandería, acomodando cuidadosamente a la niña cada vez para que quedara casi hasta arriba. Entre cada cuarto, Elpidia le decía en voz baja: Rodolfo iba a traer a unos amigos que trabajaban en otro hotel, iban a comprar puerco y a hacer una salsa verde con yerba santa que ella cultivaba en una lata de café. Uno de los amigos se llamaba Amadeo; a lo mejor era más guapo que el Amadeo de su pueblo.

      Araceli no podía oler a la niña. Empujó el carrito hacia la lavandería cuando terminó de hacer los cuartos. El carrito iba dando tumbos por el corredor de losetas rojas y luego en el embaldosado que conducía al ala principal del hotel. Araceli empezó a aterrarse. Ni siquiera a Elpidia quería decirle. Elpidia gritaría y le diría «Dale la niña a Luz o nos meteremos en problemas; van a llamar a la policía y nos van a mandar de regreso a México. Al pueblo». «Nunca voy a regresar al pueblo», decía Elpidia siempre, como si cantara un versículo en la iglesia. «Nunca voy a regresar al pueblo».

      Araceli se detuvo ante el enorme contenedor azul, cerca del estacionamiento. Alzó la bolsa negra de la basura, llena de pelo, y la dejó caer dentro del cavernoso basurero metálico. ¿Qué podría rescatar ella? No podían tomar nada del hotel. Nada. Sintió la hoja de papel, lo único que llevaba en la bolsa de su uniforme. ¿Qué diría la nota? Empujó su carrito lentamente hacia el cuarto del aseo. Su uniforme le quedaba grande. Se había puesto un abrigo en la mañana, para la neblina que llegaba por la noche a este lugar desértico. No era como la bruma de su pueblo, que dejaba gotas de rocío en la milpa y en las plantas de café. No había humedad en esta neblina, que era sólo un velo seco como vapor sobre las dunas y colinas y edificios de estuco, una bufanda grisácea que desaparecía a la hora de la comida. Ahora eran las seis, y el cielo que se veía tras la silueta del hotel tenía un color azul oscuro.

      Tomó a la niña envuelta en la toalla tan rápidamente como pudo y entró al baño del personal de servicio; oyó crujir el carrito de Elpidia, que se acercaba.

      En la camioneta de Rodolfo, los hombres olían a pasto recién cortado y gasolina. En el asiento trasero, Elpidia festejaba con risas todo lo que ellos decían. Araceli sentía a la niña, que descansaba sobre su pecho como una bolsa de arroz robada. Araceli protegía la cabeza de la niña СКАЧАТЬ