En el principio... la palabra. Antonio Pavía Martín-Ambrosio
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Название: En el principio... la palabra

Автор: Antonio Pavía Martín-Ambrosio

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Mambré

isbn: 9788428561839

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СКАЧАТЬ oír al débil pidiendo clemencia. No sabía Trajano a quién tenía delante, alguien que había vencido toda tiranía, incluida la del que necesita de la violencia para hacer valer su autoridad. Tenía ante sus ojos a un hombre entero, un hombre que tenía su propia autoridad conferida por Dios, pero era suya; sí, la autoridad para confesar, al igual que Pablo, «por este motivo estoy soportando estos sufrimientos; pero no me avergüenzo, porque yo sé bien en quién tengo puesta mi fe» (2Tim 1,12).

      No me resisto a transcribir la respuesta que dio al emperador cuando este, creyéndose importante y con toda la prepotencia que rebosa de estos pobres hombres, inició su interrogatorio con la insolencia propia de quien usa el poder cínicamente: «¿Eres tú, demonio miserable, que te empeñas en transgredir mis mandatos, después de persuadir a los demás a que hagan lo mismo?». Ignacio, con la dignidad de los que se saben eternamente vivos, se limitó a responderle: «Nadie puede llamar demonio miserable a quien es Portador de Dios».

      Orgulloso estaba de su sobrenombre nuestro testigo. No hablamos de un orgullo gratuito o pernicioso, sino del que emerge glorioso de su entereza y su fidelidad al Señor Jesús. Su vida y obras testificaban que había sido, era y será por siempre Portador de Dios, con Él estaba y a Él llevaba allá donde su pasión por el Evangelio dirigía sus pasos. Sí, era su ministerio de la evangelización lo que confería autoridad a su sobrenombre: Portador de Dios.

      3

      El hacer de Dios

      Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe ( Jn 1,3).

      Con estas palabras parece como si Juan estuviese cerrando con broche de oro el canto de la creación, canto que el pueblo de Israel repite una y otra vez a lo largo de tantos salmos, himnos y elegías en sus liturgias. Una especie de estribillo acompaña todas estas aclamaciones al Dios creador: «Todo es obra de sus manos».

      Aun así, vemos necesario puntualizar, al menos en parte, el proceso creador de Dios. Al mismo tiempo que Israel admira las maravillas creadas por Dios, se va deslizando en su conciencia que esta es una primera creación a la espera de la plena y definitiva. Algo así como que Dios creó el mundo con un margen temporal pensando en una segunda y conclusiva creación. Esta conllevaría unos nuevos cielos y una nueva tierra que permanecerán por siempre en presencia del Creador:

      Porque así como los cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecen en mi presencia, dice Yavé, así permanecerá vuestra raza y vuestro nombre (Is 66,22).

      Recordemos que Dios había puesto en sus bocas esta profecía:

      He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no serán mentados los primeros ni vendrán a la memoria; antes habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que voy a crear (Is 65, 17-18).

      Conviene hacer una interpretación, desde la espiritualidad bíblica, respecto de esta y otras profecías acerca de este tema. No se trata de que Dios se haya arrepentido de su primera creación, algo así como si estuviera defraudado del hombre y que, despechado por tanta maldad imperante, decidiera darle carpetazo como si hubiera sido un mal ensayo, y se «pusiera a crear de nuevo».

      No es esa, en absoluto, una interpretación que se pueda desprender de la Escritura. Hemos de ver el paso de la primera a la segunda creación en términos evolutivos. Digamos que la primera creación se expande –igual que el universo– hacia la segunda, en la que el hombre, recogido por la Palabra hecha carne, llega o alcanza a ser hijo de Dios:

      Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de la carne, ni de la sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros ( Jn 1,12-14).

      Tenemos motivos serios y fundamentados para pensar que Juan tiene en mente –su experiencia del Señor Jesús lo avala– esta nueva creación por la Palabra hecha carne. Pensando sobre sí mismo, sabe que es hijo de la primera creación y que cruzó el umbral hacia la segunda el día en que dejó la barca y las redes al pie de playa, y siguió la llamada de Jesús (Mt 4,18-22).

      Sin ella, sin la Palabra, no se hizo nada de cuanto existe, nos dice Juan; y nos parece un dato autobiográfico. Sabe lo que el Hijo de Dios ha hecho con él, y sabe también que la llamada recibida tiene consistencia eterna; se siente eterno por aquel que le llamó con palabras no humanas sino de las alturas, del Padre, que contienen espíritu y vida ( Jn 6,63b).

       Nuestro barro en sus manos

      Juan se intuye proyectado hacia una existencia eterna. Como todo judío, tiene en su corazón la enseñanza de los profetas que, de una forma u otra, dicen que el mundo actual tiene fecha de caducidad. Basta tener presente, por ejemplo, al profeta Daniel (7) el cual, con su lenguaje apocalíptico, anunció el fin de todo reino, que alegóricamente representa al mundo en general.

      Lo sorprendente es que Daniel, al mismo tiempo que anuncia la destrucción del mundo con sus imperios y poderes, anuncia proféticamente al Mesías, cuyo reino será eterno e indestructible:

      Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre [...]. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás (Dan 7,13-14).

      Juan habla en términos de la nueva creación en Jesucristo. Es, a partir de su llamada, un nuevo nacimiento con semillas de inmortalidad, un hijo de Dios que no puede morir. Si Juan no creyera esto firmemente, nunca se hubiera atrevido a escribir:

      Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! [...] Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, pues le veremos tal cual es (1Jn 3,1-2).

      Encontramos superabundancia de nobleza, integridad y verdad en este hombre como para mentirse a sí mismo y a sus ovejas.

      He dicho que la segunda creación no se opone a la primera, que no existe ruptura alguna entre ellas, de la misma forma que no la hay entre el Nuevo y el Antiguo Testamento. Cuando el evangelista dice que sin la Palabra no se hizo nada de cuanto existe, se está refiriendo a la plenitud de la Palabra no sujeta ya al velo del Antiguo Testamento, como dice Pablo (2Cor 3,14), lo que no quiere decir en absoluto que se prescinda de él.

      En su dejarse hacer por el Hijo de Dios, alcanzan total plenitud las palabras del salmista: «Tus manos me hicieron y me formaron» (Sal 119,73). No hay duda, no podemos prescindir del Antiguo Testamento si queremos apreciar la explosión gloriosa del Nuevo. A la luz del testimonio del salmista, nuestra mente se eleva hacia Dios bajo la figura del gran Alfarero que con sus manos moldea sus obras buscando el acabado perfecto. Sus hijos son perfectos por eternos, y eternos por perfectos; y, como dice Pablo, todo es gracia –don suyo– para que nadie se engría; así pues, insiste el apóstol: «El que se gloríe, que se gloríe en el Señor» (1Cor 1,31).

      Nos acercamos a Isaías quien nos presenta a Israel pleiteando contra su Hacedor, la arcilla contra su Alfarero:

      ¡Qué error el vuestro! ¿Es el alfarero como la arcilla, para que diga la obra a su hacedor: No me ha hecho, y la vasija diga de su alfarero: No entiende el oficio? (Is 29,16).

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