Название: En el principio... la palabra
Автор: Antonio Pavía Martín-Ambrosio
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Mambré
isbn: 9788428561839
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Mirad que llega la hora en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo ( Jn 16,32a).
Repito, es nuestra inclinación moralista la que hace aflorar la duda, el interrogante. ¿Cómo puede Jesús decir a estos hombres «estáis conmigo», expresión que indica adhesión y fidelidad, para añadir más adelante «os dispersaréis y me dejaréis solo, me abandonaréis a mi suerte»? ¿Estamos ante una contradicción de Jesús o será que su forma de pensar y juzgar, así como la de su Padre, está a años luz de la nuestra? (Is 55,8-9).
Nos encontramos, pues, ante una contradicción que se agudiza si nos hacemos eco de estas otras palabras dichas por el Hijo de Dios a sus discípulos, también a lo largo de la Última Cena y recogidas por Lucas:
Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas (Lc 22,28).
Si anteriormente nos asaltó la duda, ahora nos quedamos realmente perplejos. En el mismo ambiente tenso dada la inminencia de su huida y abandono al que siempre han llamado Maestro y Señor, este les elogia por haber perseverado-permanecido con él en sus pruebas.
Es evidente que el juicio y alcance de la mirada de Jesús es bastante diferente al de los nuestros. Él, que les ha llamado, sabe perfectamente hasta dónde podían llegar haciendo acopio de amores, adhesiones y generosidades; y hasta ahí llegaron, hasta las líneas rojas que daban paso a su pasión. Líneas rojas que solamente les será posible traspasar por la fuerza del Espíritu Santo enviado por el Hijo de Dios, una vez vencido el estigma y el abismo infranqueable de la muerte.
El caso es que hasta darse de bruces con el dique de las líneas rojas, los apóstoles hicieron suyas, al menos en parte, las afrentas con las que afrentaron a Jesucristo como había sido profetizado (Sal 69,10). Es cierto, le amaban y le eran fieles hasta donde llegaban sus fuerzas, y Jesús no les pedía más. Dieron pruebas de su amor no solo cuando fueron testigos de sus milagros, sino también cuando ante sus ojos fue rechazado, insultado, despreciado, etc. Recordemos que fue tachado de ignorante, loco, embaucador, blasfemo, y aun así seguían con él. Por eso les dijo «habéis estado conmigo en mis pruebas».
Fidelidad que abre puertas
Jesús entró solo con su Padre en la muerte. Resucitado, absorbió las líneas rojas que impedían a sus discípulos perseverar en su seguimiento. Fue entonces cuando cobraron actualidad, la actualidad de lo que es eterno, su testificación: «vosotros estáis conmigo desde el principio». No hay duda, estos hombres son eternos porque su nueva creación pertenece –hablando en términos científicos– a un nuevo eón que trasciende por completo la cosmología narrada por el Génesis.
Al absorber las líneas rojas que configuran nuestras limitaciones ético-morales, el Hijo de Dios mostró a la humanidad entera –estamos hablando de manifestación universal– la nueva y definitiva dimensión del amor, y la estamos manifestando justamente desde su fuente: Dios que es amor (1Jn 4,16).
Ante esta nueva concepción vital del amor todo cambia en la relación del hombre con Dios. Me estoy refiriendo al amor en cuanto que vivifica al ser amado, vivifica lo que está muerto. Nada hay que mate más el amor que la infidelidad. El amor de Dios rompe los moldes de nuestra fragilidad, de nuestra querencia a ser infieles no solo con Él, sino con todos los que nos relacionamos. Pablo, sin duda que pensando en sí mismo y también en la historia de los demás apóstoles, nos dejó esta nota magistral acerca del amor desconocido, el de Dios, manifestado por medio de su Hijo:
Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo (2Tim 2,13).
Si somos infieles, Él mantiene su fidelidad. Fiel se mantuvo Jesús a su elección, a sus promesas aun cuando ellos fueron infieles. Cuando se les apareció repetidamente tras su resurrección y reafirmó su llamada, fue como si les dijera: Ya no hay líneas rojas, podéis ser fieles al seguimiento hasta la muerte. Ya nada os podrá separar de mí; os llamé desde un principio eterno para que estuvieseis conmigo, y lo seguiréis estando cuando la muerte venga a cobrar su tributo en vuestra carne: «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» ( Jn 14,3).
A estas alturas consideramos importantísimo sacar a la luz la conciencia diáfana que tenían las primeas generaciones de discípulos de que Dios estaba con ellos y ellos con Dios de una forma análoga a la que Jesús, palabra de Vida, estaba con el Padre y viceversa. Los primeros cristianos eran conscientes de que estaban con Dios. Multitud de testimonios lo confirman. Nos quedamos con uno de Juan que es además como el broche de oro con el que culmina su primera carta:
Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado sabiduría para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero, en su hijo Jesucristo (1Jn 5,20).
Conocemos al Verdadero porque somos sus ovejas, parece decirnos el apóstol recordando las palabras de Jesús: «Yo soy el Buen Pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí» ( Jn 10,14). Es un conocer de pertenencia. Juan sabe que ha llegado a ser un solo corazón con su Señor; por eso no hace distinción entre conocer, pertenecer y estar. Sin duda, toda esta riqueza de la Palabra, manantial de vida eterna, corrían por las venas de su alma y le movieron a escribir «y la Palabra estaba desde el principio con Dios» con la certeza de que también él, desde su principio, experimentó en su llamada la fidelidad y misericordia del Hijo de Dios.
Un emperador se tambalea
He afirmado que las primeras generaciones de cristianos tenían conciencia, sabían desde su alma, que estaban con Dios. Era un estar dinámico hasta el punto de que se reconocían como teofóros, que significa «portadores de Dios». Este era, por ejemplo, el sobrenombre con que era conocido san Ignacio de Antioquía, discípulo de san Juan. Hasta tal punto apreciaba su sobrenombre que solía introducir las cartas que escribió a sus comunidades de esta forma: «Ignacio, de sobrenombre Teóforo, es decir, portador de Dios, a la Iglesia de Dios Padre». Su estar en Jesucristo, y por medio de él en el Padre, era para Ignacio algo tan real que, ante la perspectiva de su ya próxima muerte –había sido condenado por el emperador Trajano– y sabiendo que alcanzaba la plenitud de su creación, nos dejó el testimonio indeleble de su integración en Dios por medio de la Palabra, digamos mejor que en su libertad dio amplios poderes a la Palabra para hacerse en él hasta el punto de que en su carta a los romanos llegó a decir: «yo me convertiré en Palabra».
Nos podríamos preguntar qué pasó por la mente del venerable mártir, pletórico de vida y dignidad, al encontrarse ante un hombre como Trajano, tan poca cosa él a pesar de estar encumbrado en lo más alto del poder de este mundo. Me da por pensar que vio en el emperador una marioneta de la diosa Vanidad. Sin duda, al emperador se le podían aplicar las palabras que el salmista, movido por el Espíritu Santo, escribió acerca de estos pobres hombres: «[...] el orgullo es su collar, la violencia el vestido que les cubre; la malicia les cunde de la grasa; su corazón desborda de artimañas. Se sonríen, pregonan la maldad, hablan altivamente de violencia» (Sal 73,6-8).
Es cierto, estos pobres hombres están tan alienados y hasta subyugados por el pedestal en el que están elevados que son incapaces de tomar conciencia de que ese mismo pedestal les tiene aprisionados por los pies, impidiéndoles encaminarse hacia la libertad. Por eso y cautivos de la inercia, no se dan cuenta de que en un cierto momento, tal y como añade el salmista, «quedan hechos un horror, desaparecen sumidos en pavores. Como en un sueño al despertar, Señor, cuando tú te levantas, desprecias su imagen» (Sal 73,19-20).
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