Название: En el principio... la palabra
Автор: Antonio Pavía Martín-Ambrosio
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Mambré
isbn: 9788428561839
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En tus manos, en tu fuerza, en ti que eres la vida. En realidad toda muerte del creyente es una integración con Dios, su Padre. En la gloriosa madrugada de su resurrección, los que lo vieron aquel día, los que lo siguieron viendo de generación en generación y los que lo vemos hoy no nos extrañamos en absoluto cuando oímos a nuestro Señor proclamar «el Padre y yo somos uno» ( Jn 10,30).
Volvemos al texto de Jeremías. En el cumplimiento de esta profecía Dios acercó hacia sí a su Hijo por medio de la Palabra que le susurraba y, con su acogida, el Hijo se hizo uno con Él. Nunca la carne fue tan elevada, nunca el Espíritu y Vida propios de la Palabra ( Jn 6,63) se entrelazaron con tanta plenitud en la carne. Así pues, el Padre hizo al Hijo acercarse, llegarse hasta Él, haciendo caer estrepitosamente el miedo irracional del hombre a la muerte. El Hijo creó –podemos, sí, utilizar este verbo– la libertad; sí, la libertad para jugarse la vida a fin de que esta alcanzase el apelativo de Vida.
Agonizante en la cruz llenó de luz los túneles oscuros que discurrían por las mentes y corazones presentes ante lo que Lucas llamó «ese espectáculo». En su proclamación victoriosa de la que ya hemos hecho mención («Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»), la muerte dio un paso atrás, también los miedos y las debilidades del hombre. Los hasta entonces aliados con los sumos sacerdotes y Pilatos dieron rienda suelta a su libertad confesándose tan pecadores y asesinos como ellos:
Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: Ciertamente este hombre era justo.Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho (Lc 23,47-48).
Creo que lo que hasta ahora hemos leído acerca de Jesús y su estar en el Padre hasta llegar a ser uno con Él nos podría impresionar, maravillar y hasta dejar asombrados; pero poco provecho sacaríamos de ello si no revertiera a nuestro favor, es decir, si no se cumpliese también en nosotros. A alguno o a muchos esto les parecerá una locura; pero el caso es que la obra por excelencia de Dios con el hombre es justamente que llegue, por medio de su Hijo, a ser partícipe de su divinidad. Seguramente que a los apóstoles también les pareció una locura, pero tuvieron que rendirse a la evidencia, y nos lo dieron a conocer como confesión y testimonio de fe.
Hijos por su gracia
A continuación oiremos los testimonios de Juan y también de Pedro. Vamos al de Juan:
Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! [...] Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,1-2).
Por su parte, Pablo testifica que los creyentes hemos sido bendecidos por Dios, elegidos para ser sus hijos, a causa de Jesucristo, conforme a la riqueza de su gracia:
[...] por cuanto nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo (Ef 1,4-5).
Santo Tomás de Aquino, inspirándose en este y otros textos semejantes neotestamentarios, nos dice que «la gracia de Jesucristo nos diviniza».
El hecho es que Jesús confiere a sus discípulos la cercanía y aproximación que tiene con su Padre. Se acercó, llamó a unos hombres concretos «para que –como puntualiza Marcos– estuvieran con él« (Mc 3,13-14a). «Y la Palabra estaba con Dios», y los discípulos de la Palabra hecha carne también por el hecho de estar con el Hijo. Justamente por llegarse junto al Hijo de Dios, utilizando la expresión de Jeremías, y desde la confianza, la sabiduría y la fuerza recibida por el Señor y Maestro, revestidos del Espíritu Santo, pudieron jugarse la vida por él y por su Evangelio. Como vemos, el cumplimiento de la profecía de Jeremías alcanza no solo al Señor Jesús sino también a los suyos.
Por supuesto que, como todo judío, los apóstoles conocían las profecías de Jeremías, pero, como ocurre normalmente en estos casos, nunca les dio por pensar que les alcanzara a ellos. El Señor se lo había recordado como parte esencial de su llamada-misión:
[...] quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? (Mc 8,35-36).
Nos imaginamos a estos hombres asombrándose de la sabiduría y buen hablar de su Maestro pero sin moverse un milímetro de su tesis: no hay duda de que estas palabras de Jesús no van con nosotros. Efectivamente, una cosa era seguir a Jesús, y otra hacerle caso en todas y cada una de sus palabras. No sabían estos pobres discípulos que su Señor les estaba ofreciendo una promesa que se haría efectiva en su entrega de la vida por ellos.
Lo entendieron cuando su impotencia ató sus corazones a la realidad: en su arresto, juicio y condena a muerte no fueron ni mejores ni más generosos que el resto de Israel. Solo a la luz del Espíritu Santo recibido fueron entendiendo gradualmente que el seguimiento era la forma de estar con el Hijo de Dios, y que podían seguir sus pasos porque estaba con ellos en su andadura.
Fue entonces cuando comprendieron que eran hijos de la Palabra y que, por medio de la misma, se cumplía en cada uno de ellos la revelación que el Espíritu Santo había hecho a Juan: «[...] y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios». Se sabían en Dios por medio de su Señor y Maestro porque su Palabra acogida se había adueñado de ellos hasta el punto de «recibir el poder de llegar a ser hijos de Dios» ( Jn 1,12). De ello hablaremos en profundidad y con detenimiento cuando, si Dios quiere, interpretemos catequéticamente este versículo del Prólogo. A estas alturas solo me queda añadir la felicísima definición que hace Pablo del Evangelio de Jesús, lo llama «el Evangelio de la gracia» (He 20,24).
Solo así, entendido como gracia y promesa, puede el hombre, todo hombre, por supuesto también nosotros, pasar del primer escepticismo de los apóstoles –recordemos: «estas palabras de Jesús no van con nosotros»a abrazarnos a ellas con el gozo del Espíritu Santo como los creyentes de Tesalónica, los que acogieron la predicación de Pablo:
Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones (1Tes 1,6).
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Vosotros estáis conmigo
Ella estaba en el principio con Dios ( Jn 1,2).
Pasamos ahora a enlazar catequéticamente el hecho de que la Palabra está en el principio, es decir, antes de los siglos en Dios, con la nueva creación del hombre en Jesucristo de la que nos habla el apóstol Pablo:
El que está en Cristo, es una nueva creación (2Cor 5,17a).
Sirviéndonos de la analogía, podemos decir que Dios crea a sus hijos por medio de la Palabra ( Jn 1,12) en una dimensión atemporal; por eso, creados por la Palabra eterna, sus hijos llevan en sí el sello eterno. Nos atrevemos a afirmar entonces que en este sentido Jesús les dice a sus discípulos que están con él desde el principio ( Jn 15,26-27). Se trata de la nueva creación, de la nueva dimensión del tiempo proyectada por el Eterno a lo eterno. Así son los hijos de Dios desde el principio por su nueva creación.
Sin embargo, a todo corazón y mente moralista, como son los nuestros, les asalta СКАЧАТЬ