Название: El sexo oculto del dinero
Автор: Clara Coria
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
Серия: Androginias 21
isbn: 9788412469066
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De generación en generación, de madres a hijas, de maestras a alumnos, fueron transmitiéndose los modelos de feminidad que incluían —necesariamente— la subordinación de la mujer al hombre12.
La lucha de muchas mujeres y de algunos hombres que rechazan la explotación y la discriminación entre seres humanos, ha promovido cambios tendientes a la igualdad.
Se modificaron algunas legislaciones, se abrieron posibilidades laborales, se permitió a las mujeres acceder al conocimiento y finalmente en algunas sociedades (no muchas) y ciertas clases sociales (no todas) algunas mujeres llegaron a disponer de iguales posibilidades de desarrollo que los varones. En el mundo actual la mujer accedió al ámbito público, al trabajo remunerado y por lo tanto al dinero… Sin embargo, las mujeres siguen perpetuando actitudes de subordinación económica.
La independencia económica que algunas de ellas lograron no ha sido en absoluto garantía de autonomía. En algunos casos han llegado a renegar de una independencia que les agrega jornadas de trabajo13.
Sería ingenuo pensar que el problema de la dependencia en las mujeres (y en particular la económica) se acaba con el acceso al dinero.
No sólo hay que poder acceder al dinero (cosa nada fácil) sino también hay que poder sentirse con derecho a poseerlo y libre de culpas por administrarlo y tomar decisiones según los propios criterios.
Y esto último no es lo que ocurre con mayor frecuencia. A pesar de! «mal negocio» que termina siendo la dependencia económica para las mujeres, resulta sorprendente constatar las reticencias de las propias mujeres a promover un cambio en este sentido.
Estas reticencias para el cambio estarían relacionadas —entre otras cosas, y desde una perspectiva psicológico-social—, con lo que denomino el «fantasma de la prostitución»14.
Este fantasma sintetiza y condensa una cantidad de inquietudes, pensamientos, vivencias y situaciones que reiteradamente surgían en los grupos de reflexión con mujeres.
Este fantasma, junto con otros dos —el de la «mala madre» y el de la «feminidad dudosa»— son la expresión de una mentalidad patriarcal y contribuye a favorecer y perpetuar la dependencia económica.
El fantasma de la prostitución
El dinero, en calidad de moneda y valor de cambio, se ha caracterizado por circular fundamentalmente fuera de lo familiar. Ha estado siempre asociado al ámbito público y se ha constituido en el intermediario preferencial del intercambio económico.
Históricamente, dicho intercambio ha estado en forma casi exclusiva en manos de los hombres. Los hombres, poseedores del dinero, accedían a las mercancías deseadas, comprando y recibiendo a cambio de su dinero cosas o personas. La esclavitud es el ejemplo más contundente de cómo las personas transformadas en objeto, son adquiridas a cambio de dinero. Dentro de esta categoría podría ser ubicada la prostitución. Una particular manera de comprar y de vender un servicio personal que previamente ha sido «cosificado» y transformado en objeto, factible de ser entregado y adquirido a cambio de dinero.
No voy a referirme en esta oportunidad a la prostitución en sí como fenómeno psicosocial, político-económico e ideológico, temas de por sí harto complejos. Voy a referirme a la prostitución en tanto ha sido una actividad siempre presente, constitutiva de la cultura occidental judeocristiana, desde los albores de la historia e íntimamente ligada a la mujer y el dinero.
La prostitución aparece como una actividad ligada fundamentalmente a la mujer, en donde se focaliza a aquel individuo que entrega algo personal «cosificado» a cambio de dinero, dejando fuera de foco al otro de la transacción: el que da el dinero.
Si bien resulta obvio que toda transacción implica y compromete a todos los que participan de la misma, en el caso particular de la prostitución se enfatiza exclusivamente a aquél que entrega su sexualidad a cambio de dinero. Si bien existe también prostitución masculina, es necesario destacar que los hombres, como objeto sexual, no han sido objeto de compras y ventas masivas, de reclusión en prostíbulos o de envíos —al igual que ganado— como actualmente aún se realiza con las mujeres.
Además, como el dinero tradicionalmente ha estado casi con exclusividad en manos de hombres, la prostitución ha sido considerada sinónimo de «mujer que vende su sexualidad» omitiendo, curiosamente, al «hombre que compra sexualidad».
Por lo tanto sexualidad y dinero tienden a identificarse mucho más con prostituta que con «hombre que paga por el intercambio sexual». ¿Cómo se le dice a este hombre? Por mucho que busquemos resulta difícil encontrar la palabra que lo identifique. No existe. ¿Es que acaso el lenguaje la ha omitido? ¿Es esa una manera de dejarlo fuera de foco y hacerlo pasar desapercibido? Tal vez sea esta una de las maneras utilizadas para reafirmar y avalar la creencia de que la prostitución sólo tiene que ver con las mujeres.
No es casual que el idioma no disponga de una palabra que enuncie (¿denuncie?) este aspecto de la realidad. Darle un nombre es darle existencia. Y esto no es inocuo. El lenguaje es uno de los dispositivos de poder. A través de la inexistencia de esta palabra se contribuye a falsear la realidad, haciendo caer todo el peso de una actividad denigrada —la prostitución— sobre la mujer. El hombre, partícipe ineludible de la prostitución (que la hace posible porque dispone del dinero y genera la demanda) es omitido en el lenguaje, con lo cual, entre otras cosas, queda a salvo «su buen nombre y honor»15.
Curiosamente —y esto merece ser pensado con mayor profundidad— el lenguaje dispone de palabras que registran a aquél que usufructúa —generalmente un hombre— de los beneficios económicos de la prostitución. Proxeneta, cafishio16, son realidades sociales que no se ocultan. Si bien también existen las madamas, son sólo comerciantes menores que en general quedan excluidas de los negocios de envergadura. Cuando los prostíbulos son significativamente redituables, y/o forman parte de una «cadena comercial», siempre están en manos de los hombres.
Es así como encontramos al proxeneta (encubierto en una tradición cultural) tanto en el milenario Japón, que dispone de una magistral organización para controlar y usufructuar la actividad de miles de mujeres que, en su carrera de geishas, son ofrecidas como mercancía incluso en las casas de té actuales, como en los empresarios cinematográficos que inventan mujeres-objeto para su propio beneficio económico.
Tal vez debamos pensar que no es necesario ocultar la existencia de proxenetas, cafishios o empresarios de la prostitución porque ello no resulta ni vergonzoso ni denigrante. El poder que deriva del dinero que obtienen los desagravia sobradamente.
Pagar por obtener una experiencia sexual es, en última instancia, un atentado al narcisismo masculino (pues gracias al dinero el hombre obtiene lo que no puede conseguir sin el). En cambio, hacer ostentación de usufructo económico por usar a la mujer como un objeto-fuente de ingresos, parece halagar su capacidad de poder.
¿Acaso los diccionarios, construidos por Reales Academias, intentan a través de la omisión de ciertas palabras eludir aquellas realidades que hagan mella en la imagen masculina?
El concepto popular de prostitución quedaría incompleto si, además de sexualidad y dinero, excluimos el ámbito público.
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