Название: Incursiones ontológicas VII
Автор: Varios autores
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9789566131342
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Su tendencia a complacer a los demás está motivada por la idea fija de que necesita que todo el mundo lo quiera y debe luchar por ello. Usted mide su autoestima y define su identidad basándose en lo que hace para otras personas, cuyas necesidades insiste en anteponer las propias (…) Complacer a los demás está, en gran medida, motivado por miedos emocionales: miedo al rechazo, miedo al abandono, miedo al conflicto o a la confrotación, miedo a las críticas, miedo a estar sólo y miedo a la ira (…) Primero, usted utiliza su amabilidad para desviar y eludir las emociones que los otros experimentan respecto de usted – pues mientras usted se muestre amable e intente complacerlos, ¿Por qué podrá alguien enfadarse con usted, criticarlo o rechazarlo? (Dra. Harriet B. Braiker, 2012).
Viví esos años acompañada del miedo. Miedo por lo que podría pasar. Miedo a que se separaran, a que mi papá se fuera de mi casa. Me acuerdo que yo envidiaba a mi hermano, a quien parecía no afectar la situación, y podía distraerse jugando a la nintendo, o mirando televisión. Hoy reflexiono en esto: ¿cómo es que dos personas, viviendo bajo el mismo techo y siendo espectadores de las mismas escenas, reaccionemos tan distinto? Al encender la luz ontológica, puedo resumir la capacidad que tenemos los seres humanos de observar de manera distinta las mismas situaciones. De ahí, el Primer principio de la Ontología del Lenguaje: “No sabemos cómo las cosas son. Sólo sabemos cómo las observamos y cómo las interpretamos. Vivimos en mundos interpretativos.” (Rafael Echeverría, 2006) Mientras yo observaba cómo mi primer nido se desmoraba, él parecía ignorarlo todo, mientras de fondo se escuchan los ruidos de Mario Bross.
Se hace presente la desesperación. Querer jugar, mirar televisión, pensar en otra cosa, y no poder hacerlo. Necesitaba, nuevamente, que alguien me contuviera, que alguien me arrebatara ese miedo que me invadía. Durante esos días, en donde mi casa dejaba de funcionar, yo buscaba respuestas. Le preguntaba a mi mamá qué pasaba, quería escuchar palabras de alivio de su boca, pero nunca me las supo dar. Ella sólo lloraba. Y me decía: “distráete”. También, en más de una oportunidad, tomé coraje y entré al cuarto de mis padres, y mi papá estaba en su cama, fumando, con la mirada perdida, sin registrar que yo había entrado a pedir ayuda.
Pese a este clima que se vivía en mi casa, yo iba a gusto a un colegio bilingüe. Durante el colegio primario, tuve un grupo de amigas, pero no muy estable. No tenía una mejor amiga, o más bien era amiga de todas. Pero a mis once años, hubo un hecho que marcó mi atención durante mi último año del colegio primario. Virginia, era una compañera de clase que se caracterizaba por ser la líder. Alta, buena deportista, buena alumna, desenvuelta, graciosa, la primera que había estado de novia, etc. De carácter fuerte, era admirada por sus compañeras y elegida por las maestras. Yo moría de ganas de ser su amiga. Y un día, ¡recibí el llamado en el que ella me invitaba a su casa! ¡La felicidad que tenía era enorme! ¡Se lo conté a mi mamá y a mi prima que estaban en mi casa! Ella formaba parte del grupo elite del colegio, así que pertenecer a su séquito estaba muy bien visto. Había sido elegida por “ella”. A partir de entonces, todo lo que ella me decía, yo lo hacía. Temía contradecirla y que ella se enojara conmigo. Sufría cuando percibía que me criticaba, o cuando me enteraba que había invitado a otra amiga y no a mí. Llegaba llorando a mi casa porque Virginia no me había invitado el fin de semana a su quinta, o si en una ocasión peligraba mi lugar en el grupo. Un año después, Virginia se cambió de colegio. El día que me lo dijeron, no sé por qué, pero me puse contenta. Mi mamá pensó que yo iba a estar muy angustiada, pero me sobrevino un alivio inmenso.
Mi ser adolescente
Cuando tenía quince años, comencé a tomar clases de baile contemporáneo en un instituto. Siempre me gustó bailar. La primera clase, recuerdo haber entrado al salón, vestida con unos joggins grises rectos y una remera blanca. Sin zapatillas, dado que sabia que la danza contemporánea se bailaba descalza. Timida, miedosa pero entusiasmada, me sente al fondo del salón y espere a que la clase comenzara. Y de a una fueron llegando mis compañeras. Cada una vistiendo un look muy “canchero y cool”. Remeras de colores, zapatillas especiales, propias para el tipo de danza que tomábamos. Algunas de ellas se movían y hablaban muy sueltas. Se podía detectar fácilmente quiénes eran las líderes del grupo (aquellas que bailaban al lado de la profesora, en primera fila, y a quienes todas seguíamos y copiabamos). Y es en ese momento en donde se enciende el “radar”. Hacia allí yo iría. Durante las clases siguientes, las observaba, mientras me mimetizaba con su forma de caminar, vestirse, hablar. De vez en cuando, las observaba más de cerca, buscando que me miraran, que se rieran conmigo. Me reía de sus chistes, compartía mi botella de agua, o me quedaba más tiempo en el vestuario, mientras ellas buscaban sus bolsos. Y así de a poco, cada una me iba saludando, yo sintiéndome más segura en mis pasos de baile, acercándome cada vez más a la primera fila. Pero no sólo busqué que ellas me “fagocitaran” en su subgrupo, sino que también buscaba ser aprobada por la profesora, quien, cuando veía que te destacabas, te pedía que vayas fueras al frente para que el resto te copiara. Me esforce días y días, horas y horas de práctica, vi videos, practiqué frente al espejo, para poder llegar ahí. Ser una de las “mejores” y formar parte del grupo que mejor baila bailaba, me garantizaba que nadie me iría a correr de ese lugar. “Si no estás conmigo, eres mi enemigo” (Brené Brown, 2017).
Mi ser adulta joven
Siguiendo la línea de tiempo en mi historia personal, estudié Psicología y comencé a trabajar enseguida, haciendo una pasantia en una empresa de retail. El equipo de HR estaba conformado por siete mujeres y su líder. Yo reportaba a la Jefa de Talent y mi trabajo consistía en realizar tareas administrativas, completar formularios, e y enviar información a las tiendas. La presión de hacer las cosas bien crecía en intensidad, mientras pasaban los días. Eran siete mujeres, quienes, a los ojos de su Jefe (quien era mujer también), competían por hacer las cosas bien. En ese entonces, mi observador intuía que no era aceptado aquel que no era capaz y que cometía errores. Y fue entonces cuando, una vez por error, envié un formulario a una Tienda que no tendría que haber enviado. Mi jefa me llamó a mi celular (ese día yo no había ido a trabajar, tenía examen en la facultad) y me contó lo sucedido, marcando mi error y posibles formas de solucionarlo. Sentí mucha vergüenza, miedo, angustia. En un principio, calor en mi rostro, mi corazón latía muy fuerte, pero luego, mucho miedo por lo que pudieran pensar los demás acerca de este error. Conversaba con mi novio en ese momento y me salía decirle: -“Yo no sirvo para este trabajo. Estas mujeres son muy inteligentes. Yo no soy como ellas”. Pasaron los años, y renuncié allí, porque me ofrecieron una mejor propuesta laboral en otra empresa multinacional, en la cual trabajé catorce años. En mi último año allí, ingresó un nuevo Director de HR, cuya personalidad (según mi observador) era muy fuerte, agresiva y me desafiaba constantemente con su forma poco sutil de decirme las cosas. Yo buscaba que me aceptara, que me quisiera, dado que él, rapidamente formó su grupo de colaboradores selectos, en los cuales él confiaba. Se me viene la sensación de anhlear su protección y cuidado, o ser su preferida y su elegida, mientras que, por otro lado, temía que él no me aprobara. Tenía celos y envidia de todos aquellos a los que él elogiaba. De hecho, buscaba encontrar la manera de despretigiarlos. -“No entiendo por qué Roberto lo quiere tanto. Trabaja muy mal.” El ser dejada de lado de su equipo de gente de confianza, me aterraba, me quitaba el sueño. Me desvelaba pensando posibles conversaciones con él. Me convertí en creadora de buscar momentos para entablar confianza. Por ejemplo: había dejado de fumar hacia 5 cinco años. Roberto se tomaba unos recreos e iba a la terraza del edificio a fumar. Yo sabía que había charlas interesantes y confidenciales en sus ratos de “cigarrillo”. Así que, retomé a ese mal hábito para poder “ganármelo”. Sin lograr mi cometido, yo veía que nada de lo que hacía lograba que él me validara. Aceptaba trabajos adicionales, trabajaba excesivamente, armando presentaciones para destacarme, y siempre recibía críticas y a veces, de malas formas, agresivas, despectivas. Creo haber llegado al punto de dejar de lado mi dignidado persiguiendo el fin de ser aceptada. Un día, después de haber trabajado noches seguidas, haber dejado de lado tiempo con mis hijos, tuve una reunión en donde le presentaría el plan para el Programa de СКАЧАТЬ