Название: Al hilo del tiempo
Автор: Dámaso de Lario Ramírez
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Oberta
isbn: 9788437093703
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Ahora bien, los intentos de ruptura del equilibrio de poder monarquía-Parlamento habían producido una revuelta frustrada en Aragón y otra, lograda, en Cataluña. En Valencia, sin embargo, no se pasó del conato de revuelta.38
Las Cortes de 1645 reflejan ya el cambio de dominium producido en el Reino. El monarca obtuvo en ellas un cuantioso servicio, aprobando tarde y sólo parcialmente los aspectos de los fueros con los que había manifestado su conformidad (las decretatas).39
A partir de esta última convocatoria, las Cortes valencianas no volvieron a reunirse ya. Los representantes del poder real en Valencia lograron que, en lo sucesivo, los estamentos concedieran los servicios «voluntarios» y «extraordinarios» que la monarquía precisaba, sin necesidad de convocar las Cortes. Cuando en el siglo XVIII, con la publicación de los Decretos de Nueva Planta, Felipe V abole los fueros y privilegios del Reino, éstos –a diferencia de lo sucedido en Cataluña y Aragón– no vuelven a ser recuperados. Lo que podríamos calificar de dominium quasi-regale, se había implantado así en Valencia.
CONCLUSIONES
A la vista de los caracteres y evolución del equilibrio de poder entre monarquías y parlamentos en España a lo largo de la época moderna, tal vez resulte oportuno intentar extraer algunas conclusiones dentro de la óptica apuntada al principio de este capítulo.
(i) Dominium politicum et regale, si bien fue la regla en España en las distintas entidades políticas de la Corona de Aragón, no lo fue en Castilla, donde, tanto de iure como de facto, existió un dominium regale.
(ii) A lo largo de la época moderna persistió de manera constante una tendencia a quebrar el equilibrio de poder existente por parte de las fuerzas socio-políticas en presencia, ya fuera en la dirección del dominium politicum et regale, como acontece en Castilla, o en la del dominium regale, como sucede en la Corona de Aragón.
(iii) Esos intentos de quiebra se producen siempre de manera no consensuada, mediante actos de violencia física o de violencia moral, dirigidos contra elementos o instituciones esenciales al mantenimiento del equilibrio de poder actuante.
(iv) Las necesidades financieras de la monarquía española fueron una de las razones principales para afianzar el dominium regale en Castilla y forzar la ruptura del dominium politicum et regale en la Corona de Aragón.
(v) La quiebra y deterioro posterior del pactismo catalano-aragonés, con la desaparición y, en el mejor de los casos, el menoscabo de las leyes e instituciones representativas que aquél comportaba, constituiría un factor decisivo en la implantación del centralismo borbónico.
No se ha pretendido, a lo largo de estas páginas, cuestionar las tesis y modelos que Helmut G. Koenigsberger presenta en su lección inaugural de 1975. Tan sólo se ha intentado recoger sus sugerencias con el fin de intentar explicar los procesos operados en los cambios de distribución de poder entre reyes y parlamentos en la España Moderna, a la luz de sus planteamientos. Queda todavía un largo camino por recorrer, antes de poder recoger en bloque el reto que el profesor de Londres plantea, y presentar siquiera una aproximación a esa apasionante teoría general que nuestro autor sugiere.
El período que abarca los siglos XIII al XVIII corresponde a una era en que los países eran normalmente gobernados por un monarca, que mandaba sobre una sociedad dominada por órdenes, corporaciones, grupos profesionales y sociedades.
Cada uno de estos grupos, para poder ejercer adecuadamente los importantes deberes y privilegios que poseía, tenía que ponerse de acuerdo con el monarca. De hecho, la tradición medieval confería una acusada personalidad jurídico-política a la comunidad y ésta, en su calidad de unidad corporativa, se expresaba como sujeto político en las asambleas representativas, ya desde los siglos XII y XIII. La idea de representación corporativa, central en este terreno, descansaba en el principio, ampliamente definido, de que «lo que atañe a todos es comprobado por todos»; y fue mediante este principio como se articuló la presencia de los gobernados en las tareas de gobierno.1
En Europa, los miembros de esas Asambleas, que representaron por lo general los distintos órdenes o estados de la sociedad, se agruparon en tres estamentos:
El eclesiástico, considerado el primero de todos, al representar la primacía de la esfera espiritual, estaba formado por arzobispos, obispos y demás jerarquías de la Iglesia.
El nobiliario, a veces dividido en dos (alta y baja nobleza), estaba compuesto por los nobles del reino.
El estamento de las ciudades, que agrupaba a representantes de ciudades y villas con privilegios especiales y, en ocasiones, de todos aquellos grupos con poder y privilegios que defender.
Esos tres estamentos eran el reflejo de la sociedad de órdenes, jerarquizada y reglada, típica de la sociedad feudal en que se desenvolvían, y de sus instituciones. En el ámbito parlamentario marcaron un período, desde finales del siglo XIII a finales del XVIII, gráficamente descrito por Myers como la era de los estados (o de los estamentos).2
Los primeros parlamentos –o asambleas representativas– de Europa surgieron claramente a fines del siglo XII en el Reino de León y, a lo largo del siglo XIII, en Castilla, la Corona de Aragón, Portugal y otros estados europeos. En la doctrina política medieval el rey, con el parlamento, constituía, de hecho y simbólicamente, la encarnación del conjunto del cuerpo político. Aliado a esta imagen de unidad estaba presente también cierto planteamiento dualista de sus integrantes. Sin embargo, dualismo no significaba paridad, pues, desde la Baja Edad Media, el poder de reyes y príncipes venía siendo casi por todas partes más activo e importante que el ejercido por las asambleas representativas. El rey pedía la colaboración de los parlamentos pero, en última instancia, la facultad de convocatoria residía en el monarca, y era la voluntad real lo que confería autoridad a las decisiones alcanzadas. Sería erróneo sobrevalorar la capacidad operativa de los organismos representativos.
Con todo, lo que dotó de una importancia destacada a las tareas parlamentarias fue que en ellas se debatieron, al menos, dos de los aspectos clave de gobierno: legislación y fiscalidad.
Para poder ocuparse de ambos aspectos adecuadamente, lo deseable y necesario, tanto para el rey como para el parlamento, era una colaboración armónica. La ausencia de ésta resultaba perjudicial para las dos partes, pues ambas pertenecían, no sólo a la tradición constitucional de los reinos, sino también a la maquinaria de gobierno. El punto de inflexión de la historia constitucional de cada país ocurre, precisamente, cuando desaparece la idea de armonía y ambas partes consideran a la otra más como un obstáculo que como una ayuda para conseguir sus objetivos.
Sir John Fortescue, un distinguido magistrado inglés, en su obra, ya citada, The Governance of England, había calificado esa colaboración armónica de dominium politicum et regale, y señalaba que, en la Baja Edad Media europea, ésta era la norma y no la excepción. Inglaterra, como se recordará, era el ejemplo paradigmático de esta situación.3
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