El pasado cambiante. José María Gómez Herráez
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Название: El pasado cambiante

Автор: José María Gómez Herráez

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Oberta

isbn: 9788437084275

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СКАЧАТЬ y en los conflictos psíquicos la importancia de las normas interiorizadas, de las vivencias del pasado y de su sello en el inconsciente (categoría no delimitada orgánicamente, pero tampoco de base inmaterial, contra lo que Bunge señala). La economía marxista, y también, en parte, algunas líneas conectadas a la neoclásica, no dejaron de inspirar pronto nuevos enfoques, muy distintos entre sí y alumbrados por ideologías contrapuestas, que recogían aspectos como el peso de la gran empresa, el desarrollo de nuevos desequilibrios y el papel del Estado. La alternativa de Bunge (1985a, 1985b) de observar la realidad económica y aplicar unas técnicas apropiadas de planificación, reservando cierto papel a la competencia, no deja de aparecer también condicionada por sus propias pautas ideológicas –en un contexto preciso– y hallará frente a sí criterios distintos. Contra lo que advierte en otros escritos (Bunge, 2000: 229), tampoco la idea de un Estado del Bienestar constituye una propuesta neutral, libre de connotaciones ideológicas, que pueda superar en sí misma las posiciones enfrentadas en la lucha de clases, como han revelado tanto sus valoraciones como instrumento al servicio del sistema capitalista como, en sentido muy diferente, las críticas neoliberales contra el mismo. Más allá de esa hipotética neutralidad y de esa armonía resultante, un autor como C. Offe (1990: 142) resaltaría la contradicción que el capitalismo encuentra bajo el Estado del Bienestar: si por un lado la política social y asistencial desalienta la acumulación privada de capital y las ventajas empresariales en el uso de la mano de obra, por otro las condiciones económicas y sociales de la economía industrial requieren su desarrollo y harían que su desaparición tuviera efectos explosivos y paralizantes.

      Pero aquí, obviamente, nos interesan los comentarios de este autor (Bunge, 1985a: 71-74; 1985b: 97-107; 2000: capítulos 8-10) contra el relativismo y, sobre todo, contra lo que llama posturas «sociologistas», que él de antemano desautoriza alegando que, como sofistas dispuestos a discutir temas que no conocen, suponen una fórmula cómoda de profesión y de crítica sin aprender previamente ninguna ciencia y sin seguir los dictados de la razón. Es cierto que las visiones relativistas se han afincado como líneas de investigación capaces de ofrecer sus propias simplificaciones y de garantizar salidas profesionales, pero, mediante ello, no dejan de comportarse como las demás especialidades. Ya J. M. López Piñero (1976: 149-150), al observar la polémica entre «internalistas» y «externalistas» en el estudio de la actividad científica, identificaba las distintas vías interpretativas con lo que, ante todo, serían distintas líneas de especialización en marcha. La sociología del conocimiento científico constituye, en este sentido, una línea ya altamente asentada que cuenta con sus propios esquemas previos para afrontar el análisis. Pero, aun así, las perspectivas relativistas se enfrentan a particulares inconvenientes por su choque con las visiones más difundidas y legitimadoras sobre la ciencia, que Bunge tan bien representa y que colman en mejor medida las esperanzas de la población. Por otro lado, aparte de que las ciencias impregnan tantas facetas de la sociedad que permiten forjarse juicios diversos a los no especialistas en ellas, entre los investigadores relativistas se ha extendido la obligación de penetrar a fondo en áreas muy distintas a aquéllas en que se han formado, por lo que no cabe considerarlos meros especuladores oportunistas y acomodaticios.

      Aunque bajo advertencias, argumentos y grados distintos, la propuesta final de muchos relativistas –incluyendo en cierto grado al propio Feyerabend– no dista tanto de la que planteaba Bunge (1985b: 196-204) al reclamar un protagonismo efectivo de los científicos en las políticas de desarrollo. Unos y otros, al menos, coinciden en presentar al científico como una de las voces autorizadas para debatir sobre problemas, pero sin excluir la participación de otros elementos sociales, como premisa para un funcionamiento democrático efectivo. Bunge no deja de valorar la responsabilidad personal del científico, que debe sustraerse a presiones éticamente reprobables, así como la necesidad, para que las investigaciones resulten provechosas, de que se ejerza el control adecuado y se aplique «una dosis de tecnología social». Considera que esto exige una reorientación ideológica y una mayor participación popular en la administración pública, pero elude prácticamente, señalando «que no viene al caso», el hecho de que existan intereses que se opondrán a esa reorientación.