Название: Olvidar es morir
Автор: Sergio Arlandis López
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Oberta
isbn: 9788437082707
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En Retratos con nombre nos vuelve a sorprender el poema «A mi perro», Sirio, el inolvidable perro (o perros), que los versos saben situar precisamente en la delimitación de su espacio (los perros delimitan su territorio) frente a la indefensión del poeta ante la invasión del tiempo que pasa a través de él: «Pero yo pasé, transcurrí, y tú, oh gran perro mío, persistes (...)». ¿Cómo persiste el perro? De manera magistral nos lo dice Aleixandre: «Un instante parado a tu vera».19 El instante se ha convertido de nuevo en espacio lumínico, el perro en su propio espacio único e instantáneo. Sirio, el perro, tiene nombre, pero ¿lo tiene la voz que habita estos versos? Ni una sola vez. O mejor dicho: en «Ropa y serpiente», otro poema en prosa de Pasión de la tierra, sí que nos había aparecido el nombre de la voz. Pero fijémonos de qué forma: «(...) Ni a mí que me llamo Súbito, Repentino, o acaso Retrasado, o acaso Inexistente. Que me llamo con el más bello nombre que yo encuentro, para responderme: ¿Quéeeeeee? (...)».20 Es obvio que ese «que» larguísimo supone desde el origen la falta de respuesta. Sólo el eco responde. El nombre no existe porque la interrogación sobre el «sí mismo» continúa siempre. Y sólo puede alcanzar significado en el reconocimiento de la otredad. Pero la otredad parece muda: sólo puede responder qué o cómo... Quizá la otredad sí pueda tener nombre («Hoy tu nombre está aquí», se nos dice en Historia del corazón). Pero, de cualquier modo, parece como si hasta lo otro careciera de nombre. Así, en el libro Nacimiento último,21 que es un canto a la muerte y a la fuerza del amor o del nombre ajeno perdido para siempre: «Para borrar tu nombre, / (...) aquí te nombro». O bien cuando el nombre del amigo se transforma sintomáticamente en sombra, se transforma en «El Moribundo» (dedicado a Alfonso Costafreda), un poema con una lógica interna implacable, en tanto que se nos divide en dos partes necesarias. Por un lado la primera parte que se titula «Palabras», o sea: «Él decía palabras. / Quiero decir palabras, todavía palabras»; pero a la vez, por otro lado, la sombra de la palabra, su imposibilidad ante la muerte, la segunda parte que se titula «El Silencio»: «Oidme. Y se oyó puro, cristalino el silencio».22 Es la misma dialéctica que se observa en el poema titulado «Las Barandas», un texto dedicado a Julio Herrera y Reissig, el poeta modernista hispanoamericano, quizá uno de los textos que más me han impresionado siempre en la producción de Aleixandre. Un texto donde mano y nombre se mezclan de manera asombrosa, hasta comprobar que se convierten en dos signos básicos de la poética que venimos leyendo:
Un hombre largo, enlevitado y solo
mira brillar su anillo complicado.
Su mano exangüe pende en las barandas,
mano que amaron vírgenes dormidas.
(...)
Duramente vestido el hombre mira
por las barandas una lluvia mágica.
Suena una selva, un huracán, un cosmos.
Pálido lleva su mano hasta el pecho.23
Aunque recuerda, obviamente, a Manuel Machado, lo que me parece genial en este poema es la relación dialéctica que se establece entre la mirada y el anillo, y más genial, si cabe, el movimiento final de la mano: el cuerpo vive en el silencio, en el deslizarse mínimo, ni siquiera hacen falta las palabras. Así como en el comienzo de los tres poemas dedicados a la muerte de Miguel Hernández: el silencio vuelve a brotar otra vez, incluso en el lugar más inesperado, en el silencio de la música. Un crimen auténtico necesita un réquiem auténtico. Dice Aleixandre: «No lo sé. Fue sin música».24
Palabras y silencios, manos que viven (¡qué obsesión la de las manos en Aleixandre!), cuerpos que habitan el espacio y se desvanecen en el tiempo. Y nombres que se consumen –pues en verdad nunca han existido– como se consumen los años. Ahora bien, ¿por qué renunciar a la propia vida vivida, a la historia de uno y de todos?
Quizá los libros con menos conciencia de la sombra trágica sean precisamente los dos últimos, los que ya la han asumido plenamente. Por supuesto me refiero a los Poemas de la consumación25 y a Diálogos del conocimiento. La consumación de los años, el triunfo definitivo del tiempo, me parece básico en este sentido en el poema titulado precisamente «Los años», de Poemas de la consumación, donde la dialéctica se juega aquí entre el peso del tiempo y el paso del tiempo. La historia ha sido real, la vida sigue siendo real. De ahí la pregunta decisiva que inaugura el poema: «¿Son los años su peso o son su historia?».26 La relación estar/ser que habíamos observado siempre en Aleixandre se nos presenta ahora a través de un cristal absolutamente irónico y a la vez plácido. No hay derrota ni victoria, mientras lo vivo permanezca aunque sea sólo en el recuerdo que revive. Esta ironía calma no tiene nada que ver ya con el desgarro de Pasión de la tierra o de Historia del corazón. Escribe Aleixandre, riéndose, de nuevo, de los lugares comunes del lenguaje cotidiano: «¡Ah, cuán joven estás (...)». Para añadir enseguida: «¿Estar, no ser?». La contraposición entre el estar y el ser del cuerpo se presenta aquí de una manera ya inevitablemente directa y literal. Ya no hay anverso ni reverso. Parecería una propuesta de destierro amargado de la vida, pero este Aleixandre último es demasiado lúcido y demasiado sabio. Por eso vuelve a utilizar el lugar común de la frase hecha para apostillar: «La lengua es justa». No es que se haya perdido el deseo, puesto que el ojo aún mira –y la influencia de la mirada fenomenológica, según venimos diciendo, es siempre clave en Aleixandre–, sino que la voz del viejo sabio quizás de pronto «sabe» que la renuncia al deseo apenas cuesta, puesto que el deseo jamás se ha alcanzado, siempre ha estado ahí flotando. Esta conciencia triste («Lo que más cuesta es irse») es sencillamente, o acaso, una reconciliación con la propia sombra. Si el deseo es fantasmal, sólo queda decir, como nos dice el texto: «Con dignidad murió. Su sombra cruza». Y por supuesto lo que leemos en Diálogos del conocimiento: «Calla. Quien habla escucha. Y quien calló ya ha hablado». O bien el apóstrofe final de «Quien baila se consuma» con que se cierra el libro de los Diálogos...:
Es el fin. Yo he dormido mientras bailaba, o sueño.
Soy leve como un ángel que unos labios pronuncian.
Con la rosa en la mano adelanto mi vida
y lo que ofrezco es oro o es un puñal, o un muerto.27
Pero indudablemente es en el comienzo de esta VII y última parte de los Diálogos del conocimiento28 (en el poema titulado precisamente «La Sombra»)29 donde Aleixandre nos plantea como nunca –porque este libro es único– toda la serie de cuestiones que venimos rastreando. El diálogo entre el Niño y el Padre (que no es un diálogo, sino más bien monólogos que se entrecruzan, como ocurre en el resto del libro) resulta impresionante: antes de nacer se es la vida toda, sin límites, sin su límite pobre. Pero se nace despacio, como el Todo que acaece, como la vida misma. El Niño se imagina haber estado previamente en la conciencia de alguien, y ser ese Todo previo. Entonces la pregunta por el nacer es un desgarro, es ese por qué estoy aquí con СКАЧАТЬ