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que aceptar y se sienta vencida de antemano. El problema radica exactamente ahí: ¿cómo luchar contra el tiempo? Evidentemente no hay más que una sola fórmula: trocear el tiempo, cortarlo en espacios. Para Heidegger resulta obvio que sólo la espacialidad del ser salva al ser. Por eso le da una habitación, un habitar: la palabra poética como casa del ser. Por el contrario, en el tiempo, el ser, la verdad, carece de casa: peregrina a través de las epocalidades sin encontrar su sitio ni su figura. Es una dolencia de amor o de verdad que no se cura en el tiempo. Sólo se da rehuyéndose, ocultándose, apenas sombreando la precariedad del ente cotidiano. De pronto, como en un fulgor, un relámpago, la opacidad del tiempo se desgarra y el ser encuentra su casa, su lugar, el espacio en que mostrarse como presencia y figura, como verdad plena. Es la palabra poética la que desgarra el tiempo y con su relámpago lo detiene. Obviamente para Heidegger esto ocurre con la palabra de los presocráticos o en los poemas de Hölderlin. Cualquiera puede saberlo y no pretendo hacer una lectura heideggeriana de Aleixandre. Señalo sólo un inconsciente de época, una atmósfera vital que, curiosamente, no siempre se ha entendido bien en el caso de Aleixandre. Aleixandre desprecia la subjetivización de la Poética, como Heidegger desprecia la subjetivización de la Metafísica. Esto es lo que los une en un mismo plano. Lo cual no quiere decir que Aleixandre y Heidegger no estén hablando siempre en primera persona. Sino que buscan un yo realmente trascendental (aunque, por supuesto, esa «trascendentalidad» sea siempre mucho más terrena en Aleixandre). Es quizá lo que sucede ya en el libro Historia del corazón, y casi literalmente en el poema titulado «Entre dos oscuridades, un relámpago».7 Frente a la cita rubendariana «Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos» que está puesta a propósito al principio del poema quizás por sus reminiscencias religiosas (digamos una especie de angustia cristiana ante el sentido de la vida), la ontología laica de Aleixandre (esa especie de cosmogonía pagana) resulta taxativa. Es curioso que el poema no comience con la duda sino con la afirmación. Sólo que el pathos trágico, la sombra del viaje (del dónde del venir y el hacia dónde ir), queda perfectamente detenido aquí. Así el poema comienza diciéndonos de una vez: «Sabemos a dónde vamos y de dónde venimos». Pero tal afirmación no puede prolongarse más que de una manera: vamos de la oscuridad a la oscuridad. Y así añade Aleixandre: «Entre dos oscuridades, un relámpago». Eso es la vida, pero también puede ser la escritura: un relámpago interior que rasga la oscuridad de la página en blanco. La luz del relámpago sólo ilumina un gesto, un único gesto, nos dicen los versos, apenas una mueca iluminada, y fijémonos bien: «Por una luz de estertor». Es decir, la luz de un instante que enseguida se apaga. Sólo que ese instante, repito, es único y está detenido y brilla. Más piadoso hacia la condición humana que Heidegger y que Hölderlin, Aleixandre no aspira a la divinidad, o a la verdad total, o a la plenitud del ser. Por eso rodea al instante de contornos con límites. Dice: «Pero no nos engañemos, no nos crezcamos». Y aquí los contornos que delimitan. Es preciso acoger ese trozo de verdad que se nos entrega, pero: «Con humildad, con tristeza, con aceptación, con ternura». Es sintomático también que la metáfora del viaje y de la casa que acoge la verdad del súbito relámpago se sitúe precisamente en el espacio del desierto, es decir, en la soledad absoluta, el lugar que no empieza ni termina nunca, el lugar sin rutas hacia donde ir más allá y que borra las huellas de donde se viene: el lugar clave donde se cruzan las dos oscuridades, los dos límites. Incluso esas dos oscuridades borradas se metamorfosean en una luz dulce, la noche del desierto iluminada por la luna. A Aleixandre no le arredra utilizar la leyenda romántica: si la vida es desierto, ¿por qué no hablar del desierto? Si la luna y la noche en el desierto son una imagen legendaria de amor, ¿por qué no usar esa imagen? Puesto que la verdad del ser se da –o nos solicita– en el amor, puesto que la compañía que el relámpago nos ha traído es: «Este rostro triste que alza hacia nosotros su grandes ojos humanos / y que tiene miedo, y que nos ama», ¿por qué no decir que en el fondo ese instante de amor, o ese presente único, está iluminado por: «Una gran luna colgada que dura lo que dura la vida»? Hay que rodear con los brazos esa mirada triste y temblar: «Sobre la vasta llanura sin término donde sólo brilla la luna del estertor». Resulta obligatorio recordarlo. La casa del ser, la casa del amor, dura sólo lo que dura la luna (que es como decir lo que dura la vida: sólo el instante es vida), esa luna que también tiene –y por segunda vez en el poema– una luz de estertor, de muerte; incluso la misma casa es apenas una «tienda de campaña», como nos señala el texto, otra imagen del desierto mordida por el viento desde las profundidades del caos. La pareja humana, tú y yo, ha recorrido las vastas llanuras, quizá juntos, aunque seguramente solos, con el rostro invisible y cansado desde el origen. Y cuando la luna se apague habrá que seguir andando, o juntos o solos, quizá por las mismas arenas. Pero ahora lo que importa es el instante, el momento detenido e iluminado por la luna, ese tiempo roto y quieto tras el relámpago. Dice el texto: «Pero ahora la luna colgada, la luna como estrangulada, por un momento brilla». Es el momento exacto de mirar lo otro: «Mi reposo instantáneo, mi reconocimiento expreso donde yo me siento y me soy». Y besar esa frente y dormir –sólo un momento– «sobre tu pecho como tú sobre el mío». Y Aleixandre culmina el poema insistiendo en ese instante de luna que también mira y es piadosa y ayuda a dormir. O como dice literalmente el texto: «Mientras la instantánea luna larga nos mira y con piadosa luz nos cierra los ojos».
Es casi increíble el paralelismo existencial que late entre esta interpretación del relámpago del ser que hace Aleixandre y el relámpago del ser del que nos habla Heidegger respecto a la palabra poética. Pero se trata sólo de un instante. Puesto que este poema (donde hasta la luna nos ha aparecido como estrangulada o ahorcada) nos remite de algún modo a otro poema de Historia del corazón que semeja ser exactamente su reverso, la sombra de esa mirada y de ese reconocimiento en el amor. Quizá este otro poema se titule por eso «Mirada final» y se subtitule «Muerte y reconocimiento». Se trata evidentemente de un lugar donde lo uno y lo otro se despiertan como caídos, una mañana en que los ojos se abren con absoluta soledad en la misma cama, en la que el reconocimiento es imposible. Ese despertar caídos en la soledad es la sombra, decimos, del reconocimiento pleno del instante de amor que acabamos de ver, es en verdad casi un estar enterrados, un caer en la tierra, en la hondonada, y sólo ahí, en esa especie de lugar bajo tierra, los ojos y el alma vuelven a mirarse y a reconocerse, más allá o más acá de la sombra de la muerte. Se ha estado bajo la tierra como las pupilas bajo los párpados, sólo que el cielo vuelve a ser piadoso y brilla: «cuando (...) contemple con tus pupilas, con las solas pupilas que siento bajo los párpados, en el fin el cielo piadosamente brillar».8
De cualquier modo detener el tiempo, esa lucha continua contra el decaer de las hojas y de los años, se nos presenta en esta Historia del corazón más lúcida que nunca quizá porque es un libro «trascendentalmente» subjetivo, donde el amor necesita fijarse. Quizá también por eso Aleixandre recurre aquí a la escritura que actúa como fijación, la palabra poética como lo que detiene, ese fulgor que congela el brillo de la luna, que rasga el tiempo hasta convertirlo en espacio (sólo que siempre con sombra: un espacio que se sabe instante). Esto, insisto, es Heidegger puro, como podríamos decir que Pasión de la tierra o La destrucción o el amor intentan espacializarse a partir de una imagen materialista que podríamos remitir a Spinoza: por un lado el Deus sive Natura, o sea, la naturaleza concebida como el único dios vivo, carente de tiempo en su propia permanencia, como es obvio que ocurre en La destrucción; o bien a través de las afecciones, de las pasiones que afectan al cuerpo y que lo constituyen como tal cuerpo, al modo del spinozismo de Pasión de la tierra. Claro que no se trata de un Heidegger en estricto y mucho menos de un spinozismo igualmente en estricto. Se trata, más bien, de la absorción del spinozismo que ejerce la atmósfera de lo que hemos llamado «vitalismo fenomenológico» de la época (donde, por supuesto, también se inscriben Heidegger u Ortega), una atmósfera fenomenológica que he analizado con detenimiento en mi libro La norma literaria:9 por ejemplo, la imagen básica de la forma como vaso, de la que nos habla Aleixandre, o del necesario reconocimiento en el «otro», etc.
Ahora bien: hay otro tipo de espacio, y es ya un lugar
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