Название: Historia del pensamiento político del siglo XIX
Автор: Gregory Claeys
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
Серия: Universitaria
isbn: 9788446050605
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Existía una marcada diferencia en la forma en la que se elaboraban estas ideas en el Imperio otomano y en los imperios cristianos de los Habsburgo y los Romanov. Las diferencias religiosas eran mayores en el Imperio otomano (entre dos religiones monoteístas en conflicto), mientras que en otros lugares se trataba de diferencias confesionales en el seno del cristianismo. Sin embargo, el Imperio otomano garantizó mayor autonomía a los ortodoxos griegos (y a los judíos) que el Imperio Habsburgo a los no católicos o los Romanov a las confesiones no ortodoxas.
En los Imperios Habsburgo y Romanov existía una íntima conexión entre la estructura de clases y las diferencias confesionales. (Lo mismo cabe decir de Irlanda, donde el nacionalismo populista se fusionó con la religión del grupo subordinado.) No era lo que ocurría en el Imperio otomano, donde el gobierno político era un sistema burocrático-militar que dejaba a su aire a las comunidades locales mientras pagaran sus impuestos y se mostraran obedientes. Los musulmanes gozaban de ciertos privilegios, pero un sistema de millet dotaba de autonomía a las comunidades religiosas. Esta autonomía se fue incrementando a medida que el poder central se debilitaba en el siglo XIX (cfr. por ejemplo, Mazower, 2004).
La jerarquía de la Iglesia ortodoxa griega desempeñó un papel destacado en la administración del Imperio otomano en los Balcanes, lo que no favoreció la adopción de un principio nacional, ya que el vocablo «griego» hacía referencia en este caso a una amplia identidad religiosa. La nacionalidad se vinculó a la religión en instituciones semiautónomas en el seno de la ortodoxia griega, como los exarcados de Serbia y Bulgaria. Cabía expresar el nacionalismo griego en términos helénicos, muy del agrado de los europeos occidentales de formación clásica, pero también en términos de la ortodoxia griega. Ni uno ni otro tenían gran cosa que ver con la península que más tarde llegaría a llamarse Grecia.
Estas variaciones dan cuenta de las dificultades con las que se toparon los nacionalistas que querían fusionar principios religiosos y de nacionalidad[22]. Había identidades transversales (nacionalistas protestantes irlandeses, griegos ortodoxos que participaban en la administración otomana). Había comunidades laicas que no aceptaban la Iglesia «nacional» (como los conversos neoprotestantes de los territorios ortodoxos) ni la «nación sacralizada». Además, las elites eclesiales tenían una perspectiva supranacional; el papado rechazaba el nacionalismo italiano y le costaba aceptar el de católicos alemanes y polacos. Había tensiones entre las distintas elites. El clero y las elites laicas se observaban mutuamente con suspicacia debido a sus diferencias en temas relacionados con el comercio o las instituciones educativas y mediáticas. Sin embargo, en momentos de crisis se formaban coaliciones, y, a nivel popular, la identidad religiosa era el núcleo de la identidad nacional. La fusión entre religión y nacionalidad era mucho más probable allí donde un gobierno imperial actuaba en nombre de una Iglesia privilegiada frente a una cultura subordinada con diferencias sociales y religiosas.
Esta situación suscitó la cuestión del gobierno. Las naciones «históricas» disfrutaban de privilegios políticos, ya se tratara de un Estado reciente (Polonia), del gobierno de un Estado regional (alemanes, magiares) o del dominio de clase local (Italia). Los grupos culturalmente subordinados no gozaban de esos privilegios. Sin embargo, cuando los obtuvieron, algunos afirmaron tener un pasado. Los nacionalistas checos, lituanos y serbios reivindicaron los reinos y gobiernos medievales y describieron el periodo posterior como una época de derrota y declive de la nación. En algunos casos se crearon instituciones, a menudo bajo la protección de un régimen imperial, para poder debilitar a la elite regional privilegiada, como ocurrió en el caso de Croacia respecto de Hungría. Otros grupos no contaban con una historia definida ni con instituciones en las que plasmar sus nombres y símbolos, y no tuvieron más remedio que especular sobre su pasado más remoto: los rumanos desenterraron sus mitos sobre sus vínculos con el Imperio romano. Los nacionalistas eslavos aún tenían menos. En Lituania, en 1914, apenas habían empezado a investigar su historia y aún no había nada parecido a un movimiento nacionalista[23].
En la primera mitad del siglo XIX se elaboraron muchas historias nacionales que amalgamaban lengua, cultura, religión y estatalidad, y, curiosamente, diversas naciones que se consideraban únicas acabaron teniendo historias muy parecidas. La constatación empírica de que un grupo constituía una nacionalidad estaba vinculada a la proclamación normativa de que se trataba de una nacionalidad digna de ser reconocida y a la que se podía ser leal. En todas estas proclamaciones se recurría a la historia, a la cultura y a otros marcadores para convertir a una clase, grupo o sector en un grupo «cerrado» que se imaginaba a sí mismo autosuficiente y completo.
Monika Baar ha identificado las estrategias de cinco eruditos que escribieron la historia de naciones concretas. Dos de ellos eligieron el pasado de «naciones históricas», el polaco Joachim Lelewel (1786-1861) y el húngaro Mihály Horváth (1804-1878), y Baar demuestra que recurrieron a las mismas estrategias intelectuales que los historiadores de los tres grupos subordinados, a saber, Simonas Daukantas (lituano, 1793-1864), František Palacký (checo) y Mihail Kogălniceanu (rumano, 1818-1891). Muy influidos por la Ilustración escocesa y los escritos históricos románticos de la Restauración francesa[24], estos hombres escribían
una historia completa de su propia nación, desde sus orígenes hasta tiempos recientes, desde una perspectiva novedosa que «democratizaba» todo aspecto de la historiografía: el sujeto, el medio y la audiencia (Baar, 2010, p. 47).
La nación reemplazó a la dinastía como sujeto principal, aunque la historia que se escribía narrara las gestas de una dinastía. La historia se escribía en la lengua «nacional», lo que a menudo suponía olvidarse del lenguaje académico adquirido y trabajar en la lengua «nacional» para convertirla en el vehículo de la historia «nacional». Palacký empezó su carrera narrando la historia en alemán, pero luego pasó al checo. Al final, estos académicos acabaron escribiendo para una audiencia nacional. Su grado de éxito dependió de la nueva formación de las elites. Palacký tuvo una audiencia mucho mayor a mediados de siglo que Daukantas o Kogălniceanu.
El giro hacia una lengua «nacional» dependió de los esfuerzos de los movimientos que defendían la reforma de su lengua. A veces contaban con la ayuda de nuevos emperadores que fomentaban el uso de las lenguas vernáculas, en parte por motivos utilitarios (por ejemplo, el emperador austríaco Francisco José quería elevar los niveles educativos) y en parte para socavar a la cultura local dominante (como cuando Rusia favorecía el lituano en vez del polaco).
La escritura de la historia nacional se vio limitada por las fuentes disponibles, pues se privilegiaba a la historia «científica» basada en fuentes originales. Era una limitación negativa contra la que se luchaba aduciendo argumentos sobre la falsedad o autenticidad de los documentos sin entrar en su contenido. Por ejemplo, se describía a los eslavos como pueblos pacíficos y trabajadores sometidos al expolio de depredadores como los alemanes o los magiares.
Baar analiza qué preocupaba a estos historiadores. En primer lugar, constataban la existencia de un origen de ancestros grecorromanos o germánicos, que a menudo se esgrimía contra los grupos dominantes[25]. Luego contaban relatos sobre épocas doradas (la época husita en el caso de los checos, la pagana para los lituanos, la época de Dacia para los rumanos), tras la cual llegaba la caída, descrita como el inicio del feudalismo y de las conquistas dinásticas. El feudalismo había convertido a la nación en una clase subordinada. La democratización y la emancipación de los campesinos, puntos cruciales en los programas nacionalistas, suponían una vuelta a la época dorada. A veces, las conquistas dinásticas se consideraban una etapa en sí, la época moderna tras el fin del feudalismo, con los tres imperios dinásticos de Europa Oriental asentando su dominio. En el СКАЧАТЬ