Название: Historia del pensamiento político del siglo XIX
Автор: Gregory Claeys
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
Серия: Universitaria
isbn: 9788446050605
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El censor francés permito a Fichte pronunciar sus conferencias ante una audiencia cerrada, de elite, ante las que habló de educación y de reforma de la lengua, no de guerrillas ni de insurrecciones populares. Tuvo poca influencia en su época. Las ideas de Herder, con su hincapié en la cultura popular, los campesinos y los artesanos, tuvieron una influencia mayor en el nacionalismo de pueblo pequeño. En Alemania fue la amalgama liberal de progreso y nacionalidad cultural lo que dominó el discurso nacionalista durante gran parte del siglo.
Gran Bretaña: más civilización que nacionalidad
En la Europa posterior a 1815 primaba el principio nacional liberal y su combinación de alta cultura, propiedad individual y gobierno constitucional. Cabría pensar que esto sería tanto más así en Gran Bretaña, donde las instituciones respondían más claramente a estos principios. Pero, aunque el nacionalismo liberal francés se expresó en un lenguaje combativo contra las amenazas de la revolución y la contrarrevolución, en Gran Bretaña retuvo el carácter empírico que le imprimiera David Hume. El pensamiento político británico hacía hincapié en los logros civilizatorios a los que había dado lugar la formación del carácter de las elites (Mandler, 2006, esp. la «Introducción»). La idea nacional era demasiado envolvente, demasiado inclusiva y democrática, demasiado continental. Tras 1848, los pensadores políticos británicos afirmaron que el genio nacional residía en una conducta empírica, basada en el sentido común, y en una reforma cuestión a cuestión (Grainger, 1979). Fue el resultado de una comparación autocomplaciente entre el estallido de la revolución en el continente y el fracaso del reto cartista en 1848[9]. Carlyle formuló una visión de la nacionalidad alternativa, inclusiva, pero expresada a través de líderes heroicos. Tuvo poca influencia, excepto por el hecho de que suscitó gran admiración hacia líderes del nacionalismo extranjero como Kossuth y Garibaldi[10]. Esta perspectiva explica también la falta de interés por los asuntos constitucionales: el diseño detallado era algo continental, inferior a una constitución «no escrita». Los argumentos políticos de corte moral procedían en la Inglaterra victoriana del radicalismo y del cristianismo evangélico, no del nacionalismo (Mandler, 2000). A medida que los grupos excluidos de la «nación» (es decir, sin derecho a voto) fueran adquiriendo las cualidades empíricas de las clases superiores podrían ser admitidos en su seno. De manera que en los debates sobre el sufragio se hablaba en términos de «respetabilidad». La democratización se inscribió en la historia en forma de progreso nacional, pero se evitó el uso de un lenguaje doctrinario o que pudiera plantear conflictos. Hubo autores que criticaron estos valores por autocomplacientes, enmarañados y etnocéntricos, como John Stuart Mill, George Elliot o Matthew Arnold, pero con sus críticas sólo reforzaron la idea de que en Gran Bretaña la nacionalidad funcionaba así (Collini, 1988; Varouxakis, 2002). La idea de la nación inclusiva fue tenida en cuenta, pero conceptos como identidad cultural y carácter nacional fueron frágiles, siempre a punto de ser desbancados por las nociones de civilización, liderazgo de elite y cristianismo (sigo en gran medida a Mandler, 2006)[11].
LA NACIÓN COMO FENÓMENO HISTÓRICO
El discurso
Fuera de Gran Bretaña y de Francia no se daba esa convergencia entre alta cultura, economía de mercado y gobierno parlamentario que la nacionalidad, en cuanto civilización (empírica y misionera), decía poder describir y justificar. De manera que en otros lugares la perspectiva civilizatoria de la historia se proyectaba hacia el futuro.
Estas ideas fueron retomadas por elites que actuaban en nombre de nacionalidades culturalmente dominantes. Los nacionalistas alemanes e italianos decían disponer de una alta cultura digna de respeto que querían expresar en un Estado nacional (Breuilly, 1996, cap. 2; Riall, 1994). Los magiares de la mitad oriental del Imperio de los Habsburgo, asustados por la profecía de Herder de que se verían atrapados entre las ruedas de molino de la nacionalidad alemana por el norte y de la eslava por el sur, en 1848-1849 exigieron la autonomía a Viena y el control sobre los no magiares, e incluyeron en su programa nacionalista el impulso del comercio y la reforma agraria (Barany, 1968; Okey, 2000, cap. 4). La nobleza polaca quería sacudirse el dominio de los Romanov, Hohenzollern y Habsburgo basándose en un nacionalismo aristocrático, aunque para ganarse a los liberales franceses y británicos se presentara como un movimiento progresista pugnando por la libertad (Snyder, 2003).
Los defensores de la nacionalidad histórica presuponían una íntima conexión entre dominio y cultura. En Gran Bretaña y Francia fue evidente en las regiones célticas, donde la integración política sólo se dio a nivel de elites. Los terratenientes galeses, así como los burgueses de Dublín, Belfast, Glasgow o Edimburgo, fueron asimilados por la clase gobernante nacional. A mediados del siglo XIX, Francia contaba con muchos súbditos que no hablaban francés, aunque las elites provinciales fueran totalmente francesas en sus puntos de vista culturales y políticos[12].
Las divisiones culturales se convirtieron en un problema con la democratización. Existía la pretensión de imponer la cultura inglesa o francesa a nivel popular. El régimen de la Restauración de la Francia posterior a 1815 no relajó esta política, si bien concebía la cultura nacional más en términos católicos y jerárquicos que laicos y democráticos (Lyons, 2006). John Stuart Mill afirmó que asimilar las culturas pequeñas, atrasadas y periféricas (los bretones, los galeses) a la cultura dominante era indispensable para generar el consenso público necesario en una democracia liberal. Los argumentos de Mill tuvieron peso en la época y se ha hablado mucho de ellos recientemente[13].
La definición de la nacionalidad de Mill incluye una exigencia política:
Se dice que una porción de la humanidad constituye una nacionalidad cuando lo que une a sus miembros son simpatías comunes que no existen entre ellos y cualesquiera otros, lo que los lleva a cooperar con más agrado entre sí que con cualquier otro pueblo. Desean vivir bajo el mismo gobierno y que ese gobierno esté compuesto exclusivamente por sus miembros o por una porción de ellos (Mill, 1977b, p. 546).
Esta definición llevó a Mill a argumentar a favor de la separación política de las nacionalidades:
Suele ser condición necesaria de las instituciones libres que las fronteras de los gobiernos coincidan con las de las nacionalidades (Mill, 1977b, p. 548).
Sin embargo, Mill moderó esta propuesta, teniendo en cuenta, por ejemplo, la distribución geográfica de las poblaciones nacionales. Lord Acton criticó el argumento de Mill, exigiendo que se mantuviera la distinción entre cultura (nacionalidad) y política (independencia) (Acton, 1970b).
Lo que considero más preocupante no es la idea de que una comunidad política requiera una cultura nacional y una democracia representativa, sino el argumento de Mill sobre la civilización. Mill creía que si una minoría civilizaba gobernaba a una mayoría menos civilizada no podría hacerlo en democracia, una postura que adoptó pensando en el gobierno británico de la India[14]. Allí donde naciones civilizadas vivían codo con codo, debía haber una separación política; Mill apoyaba la autonomía de los canadienses franceses por este motivo (Varouxakis, 2002, p. 18). En cambio, allí donde una mayoría civilizada gobernaba a una minoría atrasada, Mill opinaba que no debía haber separación política sino asimilación cultural. Como señala en su pasaje más famoso sobre este asunto:
Nadie puede suponer que no resulte beneficioso para un bretón o un vasco de la Navarra francesa penetrar en la corriente de ideas y sentimientos de gentes muy refinadas y cultas, ser un miembro de la nacionalidad francesa, admitido en términos igualitarios СКАЧАТЬ