Название: El espíritu de la filosofía medieval
Автор: Étienne Gilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: Pensamiento Actual
isbn: 9788432154065
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Esta conquista metafísica marcaba evidentemente un progreso considerable para la noción de Dios, pero modificaba correlativamente, y de manera no menos profunda, la noción del universo tal cual la habían concebido hasta entonces. A partir del momento en que el mundo sensible es considerado como el resultado de un acto creador, que no solo le ha dado la existencia, sino que se la conserva en cada uno de los momentos sucesivos de su duración, ese mundo sensible se encuentra en grado tal de dependencia que viene a quedar herido de contingencia hasta en la raíz de su ser. En lugar de hallarse suspendido a la necesidad de un pensamiento que se piensa, el universo está suspendido a la libertad de una voluntad que lo quiere. Esta visión metafísica nos es familiar hoy día, pues el mundo cristiano no es solamente el de santo Tomás, de san Buenaventura y de Duns Escoto, es también el de Descartes, de Leibniz y de Malebranche; ya no nos damos cuenta sino difícilmente del cambio de perspectiva que ella supone en relación a la concepción griega de la naturaleza. Sin embargo, es imposible pensar en ello seriamente sin experimentar cierto terror. Más allá de las formas, de las armonías y de los números, son las existencias mismas las que en lo sucesivo no se bastan; este universo creado, del que san Agustín decía que por sí mismo se inclina sin cesar hacia la nada, es a cada instante salvado del no-ser solo por el don permanente de un ser que aquel no puede ni darse ni conservarse. Nada es, nada se hace, nada hace, sin que su existencia, su devenir y su eficiencia no sean tomados a la subsistencia inmóvil del Ser infinito. El mundo cristiano no relata solo la gloria de Dios por el espectáculo de su magnificencia, lo atestigua por el hecho mismo de que existe: «He dicho a todas las cosas que rodean a mis sentidos: habladme de mi Dios, vosotras que no lo sois, decidme algo de Él. Y todas gritaban con voz fuerte: ¡Él es quien nos ha hecho! Para interrogarlas, las miro y no tengo más que verlas para comprender su respuesta»[13]. Ipse jecit nos; la vieja palabra del Salmo no resonó nunca para los oídos de Aristóteles, pero san Agustín la oyó y las pruebas cosmológicas de la existencia de Dios se vieron transformadas.
Puesto que, en efecto, la relación entre mundo y Dios reviste un aspecto nuevo en la filosofía cristiana, es menester necesariamente que las pruebas de la existencia de Dios asuman una significación nueva. Nadie ignora que toda la especulación de los Padres de la Iglesia y de los pensadores de la Edad Media sobre la posibilidad de probar a Dios a partir de sus obras va directamente unida a la famosa palabra de san Pablo en la Epístola a los romanos (I, 20): invisibilia Dei per ea quae jacta sunt, intellecta conspiciuntur. En cambio, no parece que se haya prestado suficiente atención a un hecho, cuya importancia es, sin embargo, capital: que al unirse a san Pablo, todos los filósofos cristianos se apartaban por eso mismo de la filosofía griega. Probar la existencia de Dios per ea quae jacta sunt, es comprometerse por anticipado a probar su existencia como creador del universo; en otros términos, es admitir desde la iniciación de la investigación que la causa eficiente que se trata de probar por el mundo no puede ser sino su causa creadora y, por consiguiente también, que la noción de creación estará necesariamente implicada en toda demostración de la existencia del Dios cristiano.
Que tal sea el pensamiento de san Agustín, no se puede poner en duda, puesto que la célebre subida del alma hacia Dios, en el Libro X de las Confesiones, supone que el alma excede sucesivamente a todas las cosas que no se han hecho para elevarse al creador que las ha hecho. En cambio, el lenguaje aristotélico de que usa santo Tomás, aquí como en otras partes, parece haber equivocado a excelentes historiadores sobre el verdadero sentido de las pruebas cosmológicas o, como él mismo se expresa, de las “vías” que sigue para establecer la existencia de Dios.
Obsérvese primero que, para él como para todo pensador cristiano, la relación de efecto a causa que une la naturaleza a Dios se plantea en el orden y sobre el plano de la existencia misma. Sobre ese punto no hay duda posible: «Todo lo que es, en un sentido cualquiera, debe necesariamente su ser a Dios. De un modo general, en efecto, para todo lo que depende de un orden, se comprueba que lo que es primero y perfecto en un orden cualquiera es causa de lo que le es posterior en el mismo orden. Por ejemplo: el fuego, que es el más caliente de los cuerpos, es causa del calor de los demás cuerpos calientes, pues lo imperfecto extrae siempre su origen de lo perfecto, como la simiente viene de los animales o de las plantas. Ahora bien: hemos demostrado precedentemente que Dios es el ser primero y absolutamente perfecto; debe ser, pues, necesariamente, la causa que hace ser todo lo que es»[14]. Los ejemplos sensibles que utiliza aquí santo Tomás no pueden ocasionar dificultad, pues está claro que, lejos de requerir una materia preexistente para ejercerse sobre ella, la acción creadora excluye toda suposición de ese género. Es como acto primero del ser que Dios es causa de los seres; la materia no es sino el ser en potencia, ¿cómo condicionaría la actividad del acto puro?[15]. En realidad, todo depende del acto creador, y hasta la materia misma; hay que admitir, pues, antes que cualquier otra causalidad ejercida por Dios en la naturaleza, aquella por la cual causa al ser mismo de la naturaleza; y por eso, todas las demostraciones cristianas de la existencia de Dios por la causa eficiente son en realidad otras tantas pruebas de la creación. Es posible no percibirla a primera vista, y sin embargo la misma prueba por el primer motor inmóvil, la más aristotélica de todas, no puede recibir otra interpretación. Movere prae supponit esse[16]: ¿en qué queda la prueba de Aristóteles a la luz de este principio?
Hay movimiento en el mundo; nuestros sentidos lo atestiguan. Ahora bien: nada se mueve sino en la medida en que está en potencia; nada mueve sino en la medida en que está en acto. Y como no se puede estar en potencia y en acto a la vez y desde el mismo punto de vista, es menester necesariamente que todo lo que está en movimiento sea movido por otro. Pero no se puede remontar hasta lo infinito en la serie de las causas motrices y de las cosas movidas, pues entonces no habría primer motor, ni por consiguiente movimiento. Ha de haber, pues, un primer motor que no sea movido por ningún otro, y que es Dios[17]. Nada más puramente griego, a primera vista, que semejante argumentación: un universo en movimiento, una serie jerárquica de móviles y de motores, un motor primero que, inmóvil, comunica el movimiento a toda la serie, ¿no es ese el mundo mismo de Aristóteles, de quien, por lo demás, se sabe que la prueba ha sido tomada?
Sin duda, es la cosmografía misma de Aristóteles, pues la estructura del mundo de santo Tomás es físicamente indiscernible de la del mundo griego; pero bajo esta analogía física, ¡qué diferencia metafísica! Se le podía adivinar por el simple hecho de que las cinco vías tomistas declaran expresamente seguir el texto del Éxodo[18]. De golpe nos vemos transportados sobre el plano del Ser. En Aristóteles, el Pensamiento que se piensa pone en movimiento todos los seres a título de causa final. Que en cierto sentido el Acto puro sea el origen de toda la causalidad eficiente y motriz que se encuentra en el mundo, es seguro, puesto que si las causas motrices segundas no tuvieran fin último, ninguna de ellas tendría razón de moverse ni de ser movida, es decir, de ejercer su motricidad[19]. Por lo tanto, si el Primer Motor da a las causas la facultad de ser causas, únicamente por una suerte de acción transitiva vendría a dar a las causas segundas, a la vez la facultad de ser y de ser causas. No mueve sino por el amor que suscita, y aun ese amor lo provoca sin inspirarlo. Cuando leemos, en los comentarios de La Divina Comedia, que el último verso del gran poema no hace sino traducir el pensamiento de Aristóteles, estamos lejos de lo cierto, pues el amor che muove il Sole e Valtre stelle solo tiene de común el nombre con el primer motor inmóvil. El Dios de santo Tomás y de Dante es un Dios que ama; el de Aristóteles es un Dios que se deja amar; el amor que mueve al cielo y a los astros, en Aristóteles, es el amor del cielo y de los astros por Dios, en tanto que el que los mueve en santo Tomás y Dante es el amor de Dios por el mundo; entre las dos causas motrices hay toda la diferencia que separa la causa final de la causa eficiente. Y debemos ir todavía más lejos.
Aun suponiendo que el Dios de Aristóteles fuese una causa motriz y eficiente propiamente dicha, lo que no es seguro, su causalidad caería sobre un universo que no le debe la existencia, sobre seres cuyo ser no depende del suyo. En este sentido, solo sería el primer motor inmóvil, es decir, el punto de origen de la comunicación de los movimientos, pero no sería el creador del movimiento СКАЧАТЬ