Название: El espíritu de la filosofía medieval
Автор: Étienne Gilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: Pensamiento Actual
isbn: 9788432154065
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Parece, pues, que, empleando una expresión de W. James, el universo mental cristiano se distingue del universo mental griego por diferencias de estructura de más en más profundas. Por una parte, un Dios que se define por la perfección en el orden de la calidad: el Bien de Platón, o por la perfección en un orden del ser: el Pensamiento de Aristóteles; por otra parte, el Dios cristiano que es primero en el orden del ser y cuya trascendencia es tal que, según la vigorosa palabra de Duns Escoto, cuando se trata de un primer motor de ese género, hay que ser más metafísico para probar que es el primero, que físico para probar que es motor. Del lado griego, un dios que puede ser causa de todo el ser, inclusive su inteligibilidad, su eficiencia y su finalidad, salvo de su existencia misma; del lado cristiano, un Dios que causa la existencia misma del ser. Del lado griego, un universo eternamente informado o eternamente movido; del lado cristiano, un universo que comienza por una creación. Del lado griego, un universo contingente en el orden de la inteligibilidad o del devenir; del lado cristiano, un universo contingente en el orden de la existencia. Del lado griego, la finalidad inmanente de un orden interior a los seres; del lado cristiano, la finalidad trascendente de una Providencia que crea el ser del orden con el de las cosas ordenadas[24].
Dicho esto, podemos tratar de responder a una cuestión difícil que quizá no se pueda ni elucidar completamente, ni conseguir evitarla. ¿Hemos de decir que al exceder al pensamiento griego, el pensamiento cristiano se le opone, o simplemente que lo prolonga y lo acaba? Por mi parte, no veo ninguna contradicción entre los principios asentados por los pensadores griegos de la época clásica y las conclusiones que los pensadores cristianos extrajeron de ellos[25]. Parece al contrario, ya que se las deduce, que esas conclusiones aparecen como evidentemente incluidas en esos principios; de modo que el problema residiría entonces en saber cómo los filósofos que descubrieron esos principios pudieron desconocer hasta ese punto consecuencias necesarias que en ellos se hallaban implicadas. Ello se debe, me parece, a que Aristóteles y Platón no consiguieron discernir el sentido pleno de las nociones que ellos mismos fueron los primeros en definir, porque no profundizaron el problema del ser hasta el punto en que, sobrepasando el plano de la inteligibilidad, alcanza el de la existencia. No estuvieron descarriados en el planteo de sus preguntas, pues el que plantearon es bien el problema del ser y por eso sus fórmulas siguen siendo buenas; la razón de los pensadores del siglo XIII fraternizaba con ellas no solo sin pena, sino con alegría, porque podía leer allí las verdades que ellas contienen, aunque ni Platón ni Aristóteles las hubiesen descifrado. Es lo que explica a un tiempo que la metafísica griega hiciera entonces progresos decisivos y que esos progresos se realizaran bajo el impulso de la revelación cristiana: «El aspecto religioso del pensamiento de Platón no fue revelado en toda su fuerza sino en tiempo de Plotino, en el siglo III después de Jesucristo; el del pensamiento de Aristóteles, pudiera decirse sin paradoja injustificada, no lo fue sino en el momento en que lo sacó a luz Tomás de Aquino, en el siglo XIII»[26]. Digamos quizá más bien san Agustín que Plotino, tengamos en cuenta en todo caso el hecho de que Plotino mismo no ignoró el cristianismo, y podremos concluir que si el pensamiento medieval pudo conducir al pensamiento griego a su punto de perfección, ello se debe a la vez porque el pensamiento griego era ya verdadero, y porque el pensamiento cristiano podía verificarlo más completamente todavía en virtud de su cristianismo mismo. Planteando el problema del origen del ser, Platón y Aristóteles estaban en el buen camino, y justamente porque estaban en el buen camino significaba un progreso sobrepasarlos. En su marcha hacia la verdad se detuvieron en el umbral de la doctrina de la esencia y de la existencia, concebidas como realmente idénticas en Dios y realmente distintas en todo lo demás. Es la verdad fundamental de la filosofía tomista y, puede decirse, de la filosofía cristiana entera, pues aquellos de sus representantes que creyeron deber contestar la fórmula conciertan en cuanto al fondo para reconocer la verdad[27]. Platón y Aristóteles construyeron un arco magnífico cuyas piedras suben todas hacia esa clave de bóveda; pero esta no ha sido puesta en su lugar sino gracias a la Biblia. Y son cristianos quienes la han puesto. La historia no debe olvidar ni lo que la filosofía cristiana debe a la tradición griega, ni lo que debe al Pedagogo divino. Sus luminosas lecciones parecen de una evidencia tal que no siempre recordamos haberlas recibido por la vía de la enseñanza.
[1] «... cum ad sanctum Moysen ita verba Dei per angelum perferantur, ut quaerenti quod sit nomen ejus, qui eum pergere praecipiebat ad populum Hebraeum ex Aegypto liberandum, respondeatur: Ego sum qui sum; y dices filiis Israel, qui est misit me ad vos (Êxod., III, 14); tanquam in ejus comparatione qui vere est quia incommutabilis est, ea quae mutabilia facta sunt non sint. Vehementer hoc Plato tenuit, et diligentissime commendavit. Et nescio utrum hoc uspiam reperiatur in libris eorum qui ante Platonem fuerunt, nisi ubi dictum est, Ego sum qui sum; et dices eis, Qui est misit me ad vos». San AGUSTÍN, De civ. Dei, VIII, 11; Patr. lat. t. 41, col. 236. Por una singular ilusión de perspectiva, Agustín atribuye esta doctrina a Platón que, según él, la habría encontrado en la Biblia. La mutabilidad es, en su pensamiento, tan inseparable de la contingencia ontológica, que no puede imaginar que, habiendo tenido la primera idea, Platón no tuviera también la segunda.
[2] La inmutabilidad de Dios se deduce inmediatamente del texto del Éxodo: «Dixit ergo eis Jesus: Amen, amen dico vobis, id est, in veritate assero; antequam Abraham fieret, sicut creatura in esse producitur; ego sum. Non dicit: ego factus sum, quia esse non coepit; non dicit: ego fui, quia esse ejus non transit in praeteritum. Ideo dicitur Exodi tertio: Ego sum, qui sum3, quia esse ejus est increatum et intransibile». San BUENAVENTURA, Com. In.
[3] En efecto, la contingencia radical de la existencia de lo que no es Dios es lo que expresa la distinción tomista entre la esencia y la existencia. Era inevitable que esta intuición fundamental, contemporánea de los orígenes mismos del pensamiento cristiano en su substancia, acabara por encontrar su fórmula técnica. Esta fórmula aparece por vez primera con nitidez en Guillermo de Auvernia: «Quoniam autem ens potentiale est non ens per essentiam, tunc ipsum et ejus esse quod non est ei per essentiam duo sunt revera, et alterum accidit alteri, nec cadit in rationem nec quidditatem ipsius. Ens igitur secundum hunc modum compositum est resolubile in suam possibilitatem et suum esse». (Citado por M. D. ROLAND-GOSSELIN, Le “De ente et essentia” de Saint Thomas d’Aquin, París, J. Vrin, 1926, p. 161; esta obra es fundamental para el estudio de la cuestión y de su historia). Como la noción que expresa esta distinción está estrechamente enlazada al cristianismo, que profundiza él mismo la tradición judía, no hay que asombrarse de que santo Tomás, a pesar de sus esfuerzos, no consiguiera encontrar la distinción de esencia y de existencia en Aristóteles (véanse sobre ese punto las excelentes páginas de A. Forest, La structure métaphysique du concret selon saint Thomas d’Aquin, París, J. Vrin, 1931, cap. V, art. 2, pp. 133-147). En un mundo eterno y no creado, como el del filósofo griego, la esencia es eternamente realizada y no puede ser concebida sino como realizada. Importa, pues, comprender que la distinción real de esencia y de existencia, aunque solo se formula netamente a partir del siglo XIII, es una novedad filosófica de la que puede decirse que estaba virtualmente presente desde el primer versículo del Génesis. En un ser creado, por simple que sea, aunque fuese una forma separada y subsistente como el Ángel, la esencia no contiene en sí la razón suficiente de su existencia; es menester que la reciba. Luego su esencia es realmente distinta de su existencia. Esta composición radical, inherente al estado de criatura, basta para distinguir a todo ser contingente del Ser mismo (cf. santo TOMÁS DE AQUINO, Quodlibet, II, art. 4, ad. l: «Sed quia non est suum esse, accidit ei aliquid praeter rationem speciei, scilicet ipsum esse...») La expresión accidit, que podría hacer confundir el pensamiento de santo Tomás con el de Avicena, debe ser entendida en el sentido que le da el mismo santo Tomás. Esta no significa que la esencia es una cosa que, sin la existencia, no СКАЧАТЬ