Mercado teatral y cadena de valor. Raúl Santiago Algán
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СКАЧАТЬ forma de objetivación muy particular6” (Bourdieu, 1987, pp. 11-17). La conjugación de ambos capitales da por resultado el habitus, es decir, el cúmulo de experiencias que la trayectoria cultural de una persona tiene, condicionada por las decisiones tomadas en el pasado.

      Así, vemos que la cultura como concepto se presenta generada por las acciones del hombre en sociedad, construyendo en conjunto una identidad y un imaginario social. El teatro cumple en este entramado una suerte de función integradora de las personas a la sociedad, puesto que “es esta la condición homeostática del teatro como herramienta de la cultura” (Algán, 2015, p. 76). El gobierno que entiende así la cultura se hace de una herramienta de desarrollo local lo suficientemente poderosa como para cimentar sus políticas de Estado.

      1.2. El enfoque económico

      Este enfoque, cuya piedra fundamental es puesta por Baumol y Bowen en 1966 a partir de un informe sobre el que hablaremos más adelante, es constitutivo de la gestión cultural contemporánea. La gestión en sí misma presupone la administración de recursos que, en el caso de la cultura, son específicos. Es en esta especificidad donde se encuentra una tensión que no siempre se resuelve de un modo armónico. La economía es la administración de la escasez, pero esa escasez, en términos culturales, no es la misma que en el resto de los sectores de la economía.

      Es decir que buscamos abordar la cultura valiéndonos de un discurso economicista como herramienta, pero entendiendo que el objeto de estudio a analizar tiene entidad propia. La idea de valor, de raigambre económica, funciona para nosotros desde una óptica estrictamente cultural. Como sostiene Throsby (2001):

      Las dimensiones del valor cultural y los métodos que se podrían utilizar para evaluarlo son cuestiones que se deben originar en su discurso cultural, aun cuando en algún momento fuese posible tomar prestados modos de pensamiento económicos como forma de establecer modelos adecuados (p. 41).

      Nótese que estamos hablando de integrar la economía al estudio de la cultura sin entender esta última como un campo pasivo que recibe explicaciones foráneas, sino como un espacio dinámico que genera constantemente nuevas formas y modos de producción. En este sentido, el aporte de Throsby (2001) ha sido considerado una suerte de resumen de propuestas aisladas previas que pueden reunirse bajo el rótulo de economía de la cultura. Pero estas ideas presentan ciertas dificultades debido a que la denominada economía de la cultura “resulta muchas veces inspirada en modelos econométricos de corte marginalista, con énfasis en la toma de decisiones individuales sobre la asignación de recursos y tiempos, en la relación costos beneficios y en el impacto económico” (Bayardo, 2017). De esta manera, podemos ver cómo la disciplina se impone sobre su objeto de estudio con conceptos preelaborados.

      Observamos entonces que históricamente la relación entre economía y cultura ha discurrido entre la armonía y el conflicto porque han intentado imponerse mutuamente desde el ámbito discursivo. Abordar una desde la otra supuso siempre un recorte de ideas que no permitía ver el cuadro en su completitud. Surge entonces un nuevo rótulo denominado economía cultural que trae nuevos beneficios interpretativos sobre el anterior, puesto que está vinculado a las ideas de la teoría crítica, los estudios culturales británicos y la sociología de la cultura.

      Por ejemplo, si observamos la definición clásica de economía, la entendemos como la disciplina que “se ocupa de la manera en que se administran los recursos escasos, con el objeto de producir diversos bienes [y servicios] y distribuirlos para su consumo entre los miembros de una sociedad” (Mochón & Beker, 2008, p. 2). Así, los presupuestos de la economía clásica, como oferta, demanda, valor y costos, son aplicables al teatro entendido bajo la visión económica de la cultura. No obstante, creemos que esa visión nos es parcial en los tiempos que corren. Por eso proponemos reflexionar desde la mirada integradora de la economía cultural.

      El problema radica en el término cultura en sí mismo porque, como tal, es abordable desde diferentes miradas. Por ello, debemos recurrir a disciplinas preexistentes como la antropología, la política o la sociología para poder asir el tema. Siendo la economía una disciplina afín, nos proponemos abordar la idea de valor desde diferentes autores para dar cuenta de algunos intentos puntuales por analizar la cultura desde una óptica concreta. Planteamos esta vía de acceso ya que nos parece relevante hablar del valor y el potencial que la cultura aporta a la sociedad con relación al desarrollo de los estados.

      La cultura entendida desde un punto de vista económico también es definida y resignificada constantemente por su carga emotiva y su impacto en la economía global. Throsby (2001), además de definir cultura en el sentido mencionado, observa una acepción funcional más vinculada a la economía. Definición que abarca “ciertas actividades emprendidas por las personas, y los productos de dichas actividades, que tiene que ver con los aspectos intelectuales, morales y artísticos de la vida humana” (Throsby, 2001, p. 18). La cultura es interpretada como el resultado de un producto en el que se imprime una carga valorativa y simbólica. Dicha carga emotiva es plasmada por el hombre como canalizadora de un imaginario social. Ese individuo que materializa la cultura en un objeto concreto no deja de ser dependiente de la sociedad que habita, puesto que, desde Durkheim, la comunidad científica coincide en afirmar que la sociedad es anterior y externa al individuo y funciona como un todo que lo cohesiona y contiene en sus acciones.

      Entonces, ¿cómo generar un discurso cultural propio que sea además sustentable a nivel económico y pueda servir como integrador y motor del desarrollo local? Ahí creemos que se encuentra el ámbito de crecimiento de nuestro sector cultural como parte inherente de la economía regional con un desafío principal: deshacerse de la idea sesgada que ve la cultura como un gasto para entenderla como una inversión.

      Ahora bien, retomando el debate modernidad/posmodernidad del que hablamos antes, vemos que, en la primera, la cultura es entendida como una actividad no lucrativa mientras que en la segunda es concebida como una actividad con valor agregado. Desde una perspectiva latinoamericana, en el primer período “(…) los clásicos teóricos de la economía del siglo XIX –y también los pocos que hay en el siglo XVIII– [concibieron] la cultura, en tanto artes, como una actividad eminentemente improductiva, de disfrute, de ocupación del tiempo de ocio” (Getino, 2007, p. 69). Es decir que esta noción de la cultura como una actividad de valor simbólico no figuraba en la visión local de principios del siglo XX.

      Hoy, la cultura se materializa en los bienes artísticos que rápidamente se traducen en mercancía. Así, durante la década de los sesenta en Estados Unidos y Europa comienzan a surgir investigaciones sobre el impacto de la cultura en la economía. Getino (2007) describe:

      (...) el impacto directo: se estudia cuánto desembolsa el Estado en sueldos y servicios para poner en marcha una determinada actividad. (…) El impacto indirecto: de qué manera todo este dinero que el Estado brinda a la sociedad o a los que trabajan en esto, en sueldos y servicios, cómo esta plata revierte sobre la propia economía de la sociedad. (…) El impacto inducido: está relacionado con todo aquello a lo cual induce el evento mismo (atrae gente distinta, que es la que va a hacer el evento con todo lo que esto representa) (pp. 70-71).

      Entonces, СКАЧАТЬ