Название: Mercado teatral y cadena de valor
Автор: Raúl Santiago Algán
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: SEA (Ser / Estar / Acción)
isbn: 9789874726070
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Este libro escrito por Raúl S. Algán, colega y amigo, será de gran utilidad para todos los lectores que estamos relacionados con el ámbito de las artes escénicas. Y para los que no, será un libro de consulta, sin lugar a duda.
Miguel Ludueña
Paula Travnik
agosto de 2019
1. La cultura como paradigma, el teatro como campo
Una de las grandes dificultades que enfrenta la producción escénica es que por su propia dinámica de trabajo no permite la repetición de acciones. Es decir, si bien sus fases son claras (preproducción, producción, explotación, evaluación1), cada proyecto demanda al gestor cultural que lo lleva adelante acciones diversas. En este sentido, creemos que una de las principales capacidades que debe tener este profesional, y por ende un productor de teatro, es ser criterioso. Para ello, y dado que este libro intenta brindar herramientas conceptuales para el fortalecimiento y la revisión crítica de la gestión cultural, proponemos comenzar por contextualizar la visión que tenemos de la cultura y, por supuesto, cómo entendemos el arte escénico en ese marco.
Comenzaremos este capítulo describiendo la dicotomía modernidad/posmodernidad2, sin hacerlo de manera exhaustiva –algo que excedería los propósitos de este libro– pero procurando considerar estas visiones culturales como contextos funcionales al desarrollo de la gestión cultural en general y de la producción escénica en particular. Luego, nos proponemos discernir la concepción que tenemos del término cultura confrontando la visión antropológica con la económica, para entender esta última como idea fundamental y necesaria en la consolidación de la gestión cultural como disciplina específica de las ciencias sociales. En esa línea, proponemos algunos argumentos en defensa de la tesis que sostiene que la cultura agrega valor (económico y simbólico) a la sociedad y, por ende, debemos entenderla como una actividad no necesariamente deficitaria. Por último, abordaremos el teatro como espacio simbólico de la producción dramática para entender la dinámica que será desarrollada en los dos capítulos siguientes: El mercado teatral, una visión estructural y La cadena de valor, una mirada dinámica.
Independientemente de la controversia académica sobre la denominación del período sociocultural en el que vivimos, los investigadores coinciden en reconocer un quiebre en la cosmovisión del mundo occidental durante la primera mitad del siglo XX. Como sostiene Díaz (2005): “Se llame modernidad líquida, posmodernidad, era digital o posindustrial, capitalismo tardío o de cualquier otra manera, el nombre no hace al fenómeno” (p. 11). Es decir que podemos comprender una cosmovisión del hombre y su relación con el mundo hasta la mitad del siglo XX, un quiebre filosófico de esa visión y el advenimiento de una cosmovisión nueva cuando concluye la Segunda Guerra Mundial. Para comprender cómo esta variación dio lugar al nacimiento de la gestión cultural y a la profesionalización de la producción escénica se torna necesario describir ese proceso de cambio.
El término modernidad, como nos interesa desarrollarlo, no debe confundirse con “lo moderno”. Esto último tiene una interpretación más histórica que cultural. Lo moderno, según la descripción de Díaz (2005), “remite al siglo V de nuestra era y significa ‘actual’. En aquel momento, los cristianos eran modernos respecto de los paganos. Estos eran considerados antiguos” (p. 15). La modernidad, por su parte, se ha construido sobre las bases de aquello que Habermas (2006) llama El proyecto de la Ilustración, consistente en “desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y leyes universales y un arte autónomo acorde con su lógica interna” (p. 28). Entonces, durante la modernidad, que en términos generales comienza con el Renacimiento y concluye con la Segunda Guerra Mundial, tenemos una visión de la cultura condicionada por la ilustración y la ciencia.
Sin embargo, “como periodización histórica, la Edad Moderna ya es pasado. Los historiadores la ubican entre los siglos XV y XVIII3” (Díaz, 2005, p. 16). Para terminar de definir el contraste, Díaz concluye que al hablar de modernidad en el sentido que buscamos “nos referimos a un movimiento histórico cultural que surge en Occidente a partir del siglo XVI y persiste hasta el XX” (p. 16). Tanto para Díaz (2005) como para Habermas (2006), la modernidad se caracteriza por estar ligada a la idea de progreso iluminista y a la perfectibilidad del ser humano. En ese margen temporal, Díaz (2005) sostiene que “el espíritu de las luces (…) defendió la idea progresista de la historia. Concibió la cultura conformada por tres esferas: ciencia, moralidad y arte. Estas esferas se validaban, respectivamente, por medio de la verdad, el deber y la belleza” (p. 17).
Esa belleza, en el contexto de la modernidad, era estrictamente contemplativa. Es decir, cumplía una función decorativa. En este período, además, el teatro dramático era entendido como un divertimento y separaba sus expresiones artísticas según el binomio alta cultura–cultura popular. Así, el arte burgués, que era en definitiva el buen gusto y la cristalización del estatus social, tenía lugar en los grandes teatros a la italiana4 con sus galerías, sala y comodidad burguesa. Por su parte, la cultura popular era periférica, masiva y regularmente vista como un entretenimiento vacío y de mal gusto. En sus comienzos, el tango, el jazz, el sainete criollo y el cine eran espectáculos populares, de feria, que divertían, sobre todo, a la clase trabajadora.
Esta fase artística del proyecto moderno entra en crisis con el cambio de siglo y serán las vanguardias históricas las responsables de materializar ese quiebre mostrándose en contra del factor clave de producción durante la Revolución Industrial: el tiempo. Así,
La modernidad estética se caracteriza por actitudes que encuentran un centro común en una conciencia cambiada del tiempo. La conciencia del tiempo se expresa mediante metáforas de la vanguardia, la cual se considera como invasora de un territorio desconocido, exponiéndose a los peligros de encuentros súbitos y desconcertantes, y conquistando un futuro todavía no ocupado (Habermas, 2006, p. 21).
De todas, la vanguardia del surrealismo es la que más erosiona la idea de progreso iluminista, debido a que fue la última en surgir (y por lo tanto, la que condensa las innovaciones de las anteriores) y la más impactante política y socialmente. Pero las vanguardias no logran interpelar a la cultura popular y su discurso se queda en el ámbito académico y snob, siendo muchas veces criticado por incomprensible y rebuscado.
Las vanguardias reivindicaban un arte autónomo del poder político, es decir, un arte no funcional. Esa autonomía debía ser respecto de las instituciones que legitimaban el arte como una obra estética dirigida a la burguesía y a los círculos de poder. Puntualmente, las vanguardias históricas se pronuncian “contra la institución arte, entendida como el conjunto de agentes e instituciones que determinan qué es el arte y qué debe ser” (Dubatti, 2009, p. 171).
Aun así, las vanguardias se proyectan no solo contra la institución como legitimación de un determinado artista u obra, sino además contra el mismo sentido burgués del arte. En esta línea, Valéry (1990) ha definido el arte como “la calidad de la manera de hacer (cualquiera sea el objeto), que supone la desigualdad de los modos de operación, y por lo tanto de los resultados” (p. 192). Nótese que en esta definición no hay ninguna dimensión política o social atribuible al arte. Pues bien, es contra esta noción dominante (burguesa) que se enfrentarán las vanguardias históricas cuestionando la modernidad filosófica y sus presupuestos iluministas. Queda así puntualizada la estrecha relación entre arte y sociedad que perseguían los surrealistas en oposición al “arte por el arte”.
En resumen, durante este período que denominamos modernidad, “la cultura se asemejaba ahora a un mecanismo homeostático: una suerte de giroscopio que protegía al Estado nación de los vientos de cambio y de las contracorrientes, (…) mantenía el barco en su rumbo correcto” (Bauman, 2013, p. 16). El autor utiliza la definición en pasado porque el propósito de la СКАЧАТЬ