Mercado teatral y cadena de valor. Raúl Santiago Algán
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      Pero ¿cómo llegamos al punto de quiebre que dará lugar al nacimiento de esta nueva cosmovisión? Será después de atravesar las tres heridas narcisistas de la humanidad descriptas por Freud y recuperadas por Díaz (2005):

      La primera fue saber que no somos el centro del universo; la segunda, que no fuimos creados a imagen y semejanza de la divinidad; la tercera, que no actuamos guiados únicamente por la conciencia. La herida actual se produce al comprobar que la historia no dispone para nosotros ni emancipación, ni igualdad, ni sabiduría (p. 34).

      Entonces, el paso de la modernidad a esta nueva cosmovisión supone un cimbronazo muy fuerte para las instituciones, y la cultura, como campo simbólico, no permanece ajena. De hecho, la vieja dicotomía alta cultura–cultura popular empieza a ser cuestionada. Como sostiene Jameson (2006): “Se difuminan algunos límites o separaciones clave, sobre todo la erosión de la vieja distinción entre cultura superior y la llamada cultura popular o de masas” (p. 166). Y es en medio de este clima de época que aparece la gestión cultural como ámbito de pertinencia resultante entre los límites de la economía cultural y la sociología de la cultura. La revisión surge desde una parte de la academia, pero desde el mercado también, porque esta acción está imbuida en el macroproceso que ya mencionamos y “este es, quizá, el aspecto más perturbador desde un punto de vista académico, el cual tradicionalmente ha tenido intereses creados en la preservación de un ámbito de la alta cultura contra el medio circundante de gusto prosaico” (Jameson, 2006, p. 166).

      Dependiendo del autor, como hemos dicho antes, este nuevo período cultural puede recibir diferentes nombres. Definirlo es una tarea que nos excede, pero valga decir que:

      Simplificando al máximo, se tiene por posmoderna la incredulidad con respecto a los metarrelatos. (…) Al desuso del dispositivo metanarrativo de legitimación corresponde especialmente la crisis de la filosofía metafísica, y la de la institución universitaria que dependía de ella (Lyotard, 1993, p. 10).

      Complementando esta visión, Dingemans (2011) sostiene que “el surgimiento del posmodernismo ha incentivado el boom de los estudios culturales, los que han penetrado a casi todas las ciencias sociales” (p. 182). El autor confirma así el llamado de atención que Habermas (2006) y Bauman (2013) hacen sobre el quiebre cultural que estamos describiendo. En esta grieta germinan, con mayor nitidez durante los años sesenta, las nuevas visiones sobre la cultura y el arte.

      Entonces nos encontramos con que la producción escénica se inserta en un mundo donde la cultura ha perdido su función legitimadora (vinculada a la modernidad), para ser entendida como un bien de consumo en un mundo desconceptualizado (vinculado a la posmodernidad). Por ello, creemos que la cultura debe ser abordada desde un lenguaje propio, con conceptos e ideas comunes que los agentes del campo intelectual se formulen mutuamente. La gestión cultural como objeto de estudio está haciendo el mismo camino que en otro momento hiciera la politología. A mediados de la década del veinte, las ciencias políticas eran un conjunto de lenguajes que servían para abordar un objeto de estudio que aún no había sido delimitado. Luego se convertirían en una única ciencia. En ese mismo sentido, nos interesa posicionar nuestra propuesta analítica para que la gestión cultural, al igual que la ciencia política, logre generar un discurso propio que la fortalezca.

      Para poder entender cómo las artes escénicas en su conjunto y el teatro como dispositivo de contención operan en nuestro país, describiremos previamente los dos enfoques que existen sobre la cultura.

      1.1. El enfoque antropológico

      Si bien el concepto cultura ha sido ampliamente desarrollado por vertientes que van de lo micro a lo macro, posturas antropológicas o sociológicas, es necesario definirlo para entender cómo funciona en el marco de este análisis. Esas visiones han sido condensadas por Throsby (2001): “(…) la palabra cultura es [utilizada] en un amplio marco antropológico o sociológico para describir un conjunto de actitudes, creencias, convenciones, costumbres, valores y prácticas comunes o compartidas por cualquier grupo” (p. 18). Como podemos observar, ese conjunto de atributos compartidos por un grupo humano lo dota de una identidad en la que se reconoce un imaginario social común. Así, es correcto hablar de una cultura argentina, española o italiana, pero también de una cultura judía, empresarial o juvenil. Pertenecer a una comunidad implica compartir el entramado simbólico y cultural que se materializa en las relaciones sociales y que da lugar a esto que llamamos identidad.

      En función de lo anterior, el enfoque antropológico de la cultura es importante porque del mismo abreva la definición que la Unesco ha establecido en su Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales:

      La cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias y que la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo (Unesco, 1982).

      Entendemos entonces que esta visión es el punto de partida de los gobiernos al momento de planificar de cara a la proyección cultural exterior y a su participación en programas estables de cooperación cultural internacional. Para Bourdieu (1996), que desarrolla el concepto cultura de modo transversal en toda su producción científica, será en las acciones individuales donde el concepto se materializa. Así, “el buen jugador, que es en cierto modo el juego hecho hombre, hace en cada instante lo que hay que hacer, lo que demanda y exige el juego. Esto supone una invención permanente, indispensable para adaptarse a situaciones indefinidamente variadas” (p. 70). Con esas palabras, el autor describe la estrategia que los individuos desarrollan en el ámbito del campo social. Esa estrategia define una postura frente a la sociedad que, en la relectura que él hace de Durkheim, plantea una relación dicotómica entre sujeto y objeto, comúnmente llamada constructivismo estructuralista.

      Por estructuralismo entiende que, en el mundo social, y no solamente en los sistemas simbólicos o de lenguaje, existen estructuras de carácter objetivo e independientes de la conciencia y la voluntad de los sujetos (…). La palabra constructivismo quiere significar que los esquemas de percepción, de pensamiento y de acción (los habitus) poseen una génesis, no son el producto de la naturaleza sino de un momento histórico social preciso (…) (Tovillas, 2010, p. 48).

      La teoría de Bourdieu no solo ha sido bisagra en lo referente a cultura y sociedad, sino que también ha implicado una mutación conceptual al entender al ser humano como agente de cambio de la realidad social. Por eso el hombre tiene mayor relevancia que la estructura, porque de él depende su forma y dinámica.