Incertidumbre. Hermine Oudinot Lecomte du Noüy
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Название: Incertidumbre

Автор: Hermine Oudinot Lecomte du Noüy

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664142818

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      —¡Y bien! ¡pueden ustedes alabarse de haberse hecho desear!—dijo aturdidamente Diana, después de la presentación de Huberto Martholl;—hace una hora que suspiramos por turno: ¿Vendrán? ¿Les has avisado? ¡Con tal que no se hayan olvidado! Me gustaría ser esperada con tanta ansiedad.

      —Pero, señorita—respondió Platel sentándose al lado de la señora d'Ornay,—estoy cierto que cuando usted no está, son esos los sentimientos que se manifiestan...

      —¿Lo cree usted?—replicó Diana.—Yo pienso que un novelista vale por varias mujeres lindas. Aunque el literato sea algo menos raro, hoy, que tanta gente se entromete a escribir, es, sin embargo, un artículo suyo muy buscado en el mundo; se lo arrebataban. Las mujeres lindas adornan, es cierto; pero los hombres de talento adornan de un modo más interesante.

      —Usted quiere enorgullecerme, señorita Diana. Esta acogida me confunde. Pero le ruego que no continúe tejiéndome coronas; me conozco, no me resolvería nunca a dejar un sitio donde la permanencia es tan agradable.

      Luego, mirando a las jóvenes con aire de admiración:

      —Señoritas, ustedes tienen el secreto de hacerme feliz; sus palabras destilan la miel de la lisonja, y son ustedes también el placer de los ojos. Dime, Martholl—y se volvió hacia su amigo que se había sentado entre María Teresa y Diana,—¿Puede verse algo más hermoso, más encantador que este grupo de niñas? Se diría que están vestidas con pétalos de flores, tan delicados son los colores que llevan.

      Huberto se sonrió asintiendo, en tanto que su mirada contemplaba con manifiesta satisfacción el pequeño círculo.

      Platel continuó:

      —No sabría expresar hasta qué punto soy esclavo de la belleza. Los tonos armoniosos son para mí sinfonías exquisitas que me encantan, en tanto que la reunión de ciertos colores y formas hacen rechinar mis nervios como el chirrido de una sierra al cortar la piedra. Sufrir de esta manera ante la fealdad de las cosas, es pagar muy caro el placer de buscar la belleza en sus manifestaciones diversas, por desgracia demasiado fugaces, frecuentemente. Yo soy Pan persiguiendo a Syrinx; pero hoy he cazado a la diosa, puesto que puedo contemplar a mi gusto estas formas graciosas adornadas con arte delicado.

      —Cuánta razón teníamos en esperarlo a usted con impaciencia—suspiró la señora d'Ornay;—no hay como usted para pronunciar palabras lisonjeras.

      Max Platel, sintiéndose en disposición de dar una conferencia, y halagado por su éxito, que leía en las sonrisas plácidas y en las miradas atentas de su auditorio femenino, continuó:

      —Las mujeres no se imaginan bastante, creo, la importancia de la estética en el vestido. No es que las acuse de falta de coquetería, ¡oh, no! Lamento solamente que no tengan siempre el gusto seguro. Hay muchas personas que, como yo, viven principalmente por los ojos; debería tenerse cuenta de ellos y cuidárseles la decoración. En nuestra época toda la fantasía, toda la alegría del color, se ha refugiado en el vestido femenino, puesto que nosotros no somos ya más que tristes maniquíes, todos iguales, negros y dibujados por igual.

      —¡Ah! permíteme, querido amigo—interrumpió Martholl.—Con algún empeño y gusto personal, se puede obtener gran resultado de estos ínfimos elementos.

      —¿Dices esto para hacernos notar que tú has sabido realizar ese prodigio?

      —¡Puede ser!—murmuró Martholl sonriendo.—Un hombre hábil no debe jamás desperdiciar la ocasión de hacerse valer.

      Las miradas de las jóvenes le daban razón; se posaban con simpatía en su elegante persona, admirando su irreprochable traje de verano, desde la corbata de batista clara hasta el barniz de sus zapatos amarillos donde se reflejaba el cielo.

      —Admitamos que Martholl sea una excepción y que se afana por vestirse para deleitar a sus contemporáneos; en cuanto a ustedes, déjenme darles un consejo, mis encantadoras amigas: preocúpense siempre de ser lo más hermosas posible; piensen en el placer que nos causan con un adorno feliz.

      —Platel, debía usted habernos prevenido; esto es una conferencia.

      —Seguramente...

      —Entonces, voy a servirle una taza de té en reemplazo del vaso de agua clásico de los oradores—dijo Diana levantándose.

      —Acepto, señorita, y continúo: observen ustedes cómo el vestido entristece o alegra una época: ¡la gente debía divertirse poco en la corte de Felipe II, bajo la austeridad del terciopelo negro! Y hay que convenir en que, a pesar de las escenas sangrientas de la Revolución y las cabezas cortadas durante el Terror, no nos horripilan estos espectáculos, en los cuales las víctimas aparecen engalanadas con gracia ligera y voluptuosa, empolvadas y vestidas de sedas claras. Estos espectros nos conmueven, pero no nos espantan. Imaginémonos ¡qué cosa más horrorosa sería una revolución hoy, entre toda esta gente difrazada con nuestros trajes modernos, imposible de evocar trágicamente con aires de ópera!

      —¡La Revolución!—exclamó Mabel d'Ornay, simulando un temblor de espanto para acercarse al joven novelista.—¡Brrr! espero que ya no habrá jamás otra. ¿Acaso el pueblo necesita reivindicaciones? ¿No tiene todo lo que le hace falta?

      —¡Oh, Mabel!—intervino María Teresa,—¡puede usted decir eso! ¡Hay tanta miseria todavía!... Me sorprende que todos los que se mueren de hambre permanezcan tan resignados y no traten de rebelarse contra nosotros, que disfrutamos de todo. Somos muy culpables hacia ellos...

      —¿Culpables?... ¿culpables de qué?

      —De preocuparnos muy poco de sus sufrimientos; nosotros, los burgueses, los ricos de hoy, no comprendemos mejor nuestro deber que los nobles el suyo antes de la Revolución.

      —Yo soy de la opinión de Mabel—dijo Diana.—Me pregunto ¿qué otros privilegios podría reclamar el pueblo: acaso cualquiera, por pobre que sea, no llega, si tiene carácter y ambición, a ser rico y obtener todo lo que quiere? Mira, sin ir más lejos, Juan Durand a quien esperamos esta noche, es un ejemplo vivo del hombre del pueblo que sabe vencer; el porvenir es suyo.

      —Ciertamente—repuso María Teresa con viveza,—pero debías agregar que el hombre del pueblo tiene que reunir a una inteligencia nativa, una suma de trabajo, de energía y de paciencia poco comunes, para llegar a una posición igual a la de Juan. Además, Juan tuvo la suerte de encontrar a mi padre quien lo dirigió y sostuvo.

      —¿Quién es ese Juan?

      —Un niño abandonado, que mi padre recogió en otro tiempo y que ha sabido adquirir en nuestra cristalería de Creteil, la ciencia completa de su oficio, sin descuidar sus estudios escolares. Con una rara facultad de asimilación siguió los cursos nocturnos y aprovechó toda ocasión de instruirse. Habla el inglés, el alemán, y actualmente es subdirector de la fábrica. Los obreros lo quieren, lo respetan y lo obedecen, porque sabe mandar con suavidad y firmeza.

      —¡Pero ese hombre es un prodigio entonces!

      —No se entusiasme, Alicia—dijo Diana;—un prodigio, quizá; pero seguramente un flirt imposible.

      —¿Es feo?

      —¡No, hasta es hermoso a su modo; no se le podrá reprochar que sea enclenque, por ejemplo! y a quien le guste las espaldas anchas y el busto poderoso... ha de agradarle. Solamente que es un hombre serio, СКАЧАТЬ