Название: Esta bestia que habitamos
Автор: Bernardo (Bef) Fernández
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: El día siguiente
isbn: 9786075573571
isbn:
—Vas —contestó el Ruso, frotando su escroto en el trasero de Nancy.
Noventa minutos después, un espasmo despertó al Ruso. Estaban desnudos sobre la duela de roble blanco, la ropa esparcida por el piso. Ella dormía en posición fetal, roncando suavemente. En la oscuridad, Gavlik distinguió algunos moretones en la espalda de la mujer.
Con la mente nublada por el alcohol, se vistió sin encender la luz. No quiso pensar en la hora ni en la cruda que ya comenzaba a taladrarle las sienes.
Consideró dejarle un papelito con la palabra “gracias”; desechó la idea de inmediato. Llamó al ascensor, comprobó aliviado que no necesitaba la llave de Nancy para bajar al lobby y abandonó el departamento sin hacer ruido.
Al cruzar el vestíbulo se encontró al vigilante, un hombre joven de marcados rasgos indígenas. Se contemplaron desde extremos opuestos de la escala social, el velador con resignado rencor, Gavlik con avergonzado desdén. Ambos asintieron al verse, sellando un pacto de silencio.
Afuera helaba; su blazer Ferragamo no lo protegía del viento frío.
“¡Puta madre!”, maldijo en voz alta hacia el cielo, que sólo le devolvió su indiferencia. Con la cabeza envuelta en vapores etílicos, caminó a la esquina, tiritando. Si al día siguiente no lo mataba la cruda, sería el resfriado. Llegó a Masaryk. Se acercó al módulo del valet parking de uno de los bares.
—¿Cuál es su auto? —preguntó un valet, solícito.
Gavlik contestó con un gruñido y un manoteo de negación; sacó su iPhone para pedir su transporte. Sintió cómo su estómago segregaba ácido al descubrir que la pila estaba agotada. El cargador de emergencia descansaba en la guantera de su auto.
—Me lleva la verga —maldijo entre dientes.
Miró hacia la calle, buscando un taxi. Su expresión desolada atrajo la atención del conductor de un Honda Civic rojo que circulaba por la calle.
—¿Transporte ejecutivo, jefe? Cien por ciento seguro —dijo el hombre a Gavlik.
El Ruso lo miró; desde el fondo de su borrachera fue incapaz de distinguir los rasgos de la persona que le hablaba. Era una voz amable emitida por una sombra. Al publicista le sonó a salvación.
No se supo si fue el frío, la borrachera o un miedo primigenio que roía su alma lo que impulsó a André Gavlik a subirse al auto. Fue la última mala decisión que tomó esa noche.
A las siete de la mañana, el cadáver de André Gavlik, cuarenta y dos años, fugaz estudiante de artes plásticas de una escuela de Nueva York, creativo publicitario desde los veintiún años, presidente creativo en la agencia Bungalow 77, con dos divorcios a cuestas y una hija, fue hallado sobre la banqueta frente al número 10 de la Cerrada de Ameyalco, en la colonia del Valle, a unos metros de la Avenida de los Insurgentes.
El policía que encontró el cadáver no identificó huellas de violencia en el cuerpo. Sólo una peculiar expresión en el rostro, como de quien atraviesa por una pesadilla en medio del sueño.
La purificación a través del dolor
Lizzy sintió sus piernas acalambrarse. Quiso cambiar de posición; el temor al varazo en la espalda la contuvo.
—Así, así, muy suave — dijo la instructora, una japonesa diminuta que hacía pensar a la capisa en una muñequita de porcelana. Lo único que delataba su edad era el cabello, completamente blanco, avalancha de nieve que descendía por su nuca.
Lizzy sintió que la ropa se le pegaba al cuerpo por la transpiración. Incómoda, no dijo nada. Llevaba treinta minutos en la posición de la media cobra o Ardha Bhujangasana.
—¿Duele? —preguntó la maestra.
—Mucho — murmuró Lizzy.
—Bien. El sufrimiento purifica.
“Pinche vieja”, pensó Lizzy y de inmediato reprimió el pensamiento violento.
—Magnífico —dijo la instructora—. Ahora, respire profundo, relaje sus músculos y acuéstese bocarriba.
Lizzy obedeció.
—Piense en el agua que corre por el río. En el viento que mece las ramas.
Lizzy sólo podía pensar en sexo.
—Relájese, respire hondo…
Un mulato con músculos de piedra, cogiéndosela como no hacía nadie desde el Bwana, ¿hacía cuánto?
—Muy bien, hemos terminado.
Abrió los ojos, sorprendida por el aplauso solitario que tronó al fondo de su celda.
Se incorporó como impulsada por un resorte para descubrir a Anatoli Dneprov, su dealer de armas, sentado en la sala que había colocado en su celda, conformada por un bloque entero del reclusorio femenil.
—¿Y ora tú, cabrón, qué haces aquí?
—Esa boquita… —murmuró la instructora de yoga.
—Tu clase ya se acabó, pinche vieja, ahora bórrale hasta la próxima semana.
La asiática murmuró una despedida y salió de ahí, aliviada de haber terminado la sesión mejor pagada de su semana laboral.
—Quedamos de vernos aquí el 10 de noviembre, ¿recuerdas? —informó Dneprov, con su habitual ecuanimidad—. Me permití traer un vinho verde portugués.
—Ya sé, güey, ya sé, estoy mamando.
Era un hombre de edad indefinida, arriba de los sesenta. De complexión atlética y suaves rasgos eslavos, cabello y barba del color de la nieve siberiana. Sus años como ingeniero militar en Angola y luego en Cuba le habían abierto la puerta fonética a las lenguas romances: hablaba portugués, español y francés sin acento, además de un inglés impecable.
Cualquiera pensaría que se trataba de un diplomático, siempre ataviado con sobria elegancia. Nadie imaginaría que era uno de los traficantes de armas más respetados del mundo. Y quizás el único amigo personal de Lizzy Zubiaga.
Había entrado a México bajo la personalidad de un vendedor uruguayo de maquinaria agrícola para cerrar un negocio al norte del país. Quiso aprovechar para visitar a su vieja amiga. Al Reclusorio Femenil ingresó como Pedro por su casa, como había hecho en docenas de cárceles por todo el mundo.
—No es por hacerte el desaire, güey, pero ya no soy del vicio —y rio sola de su cita literaria.
—Claro, dejaste de beber, querida. Si lo deseas, podemos pasar nuestra velada sobrios.
—Prefiero, sí.
El bloque de Lizzy ocupaba ocho celdas. Se habían derrumbado las divisiones. Pese a la tentación, optó por eliminar toda ostentación: decoró al estilo minimalista.
Dos internas del penal les sirvieron fruta fresca y agua Voss en copas de vidrio. Una de ellas, una mulata enorme СКАЧАТЬ