Esta bestia que habitamos. Bernardo (Bef) Fernández
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Название: Esta bestia que habitamos

Автор: Bernardo (Bef) Fernández

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: El día siguiente

isbn: 9786075573571

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СКАЧАТЬ dijo en un susurro:

      —Dile al Güero cómo llegar.

      Ella le indicó tomar Reforma de nuevo hasta el Ángel y dar vuelta en Tíber hasta el puente.

      —Te voy a poner un cogidón, ¡perra!

      Ella lo asió por las mejillas, jaló su rostro al suyo y le dio un beso largo y húmedo.

      —Háblame sucio, me excita.

      En pocos minutos circulaban por Presidente Masaryk. Pasaron de nuevo frente al Handshake Speakeasy.

      —¡Agáchate, Ruso! ¡Ahí está mi jefe!

      —¡Agáchate tú, pendeja, yo qué!

      Ella recostó su cabeza en las piernas del publicista.

      El bmw se deslizó discretamente frente al bar. En la banqueta, el gerente regional de la Corporación fumaba. Ni siquiera reparó en el auto de Gavlik.

      —Listo, ya no hay moros en la costa —dijo él—. Ya que andas por allá abajo, ¿no se te ofrece nada?

      —Quisieras, güey.

      Llegaron al edificio de Nancy. El Güero se detuvo frente a la entrada sin decir nada ni apagar el motor.

      —Esto… no es muy profesional —empezó a decir Gavlik.

      —Ay, ya bájale, Ruso — dijo, apeándose.

      André se quedó viéndola, sin saber muy bien qué hacer. Finalmente dijo:

      —Pues aquí me quedo, Güero. Vete a tu casa, me regreso en Uber.

      —Tengo la orden de no separarme de usted, señor —contestó el exsicario.

      —Ramírez, no te pongas pendejo.

      El hombretón suspiró; ningún músculo facial se movió debajo de los lentes oscuros que jamás se quitaba.

      —Sí, señor, lo que usted indique. Le abro la puerta.

      Bajó del auto y caminó hasta la portezuela trasera, renqueando un poco. Desenfundó la Heckler and Koch y cruzó los brazos sobre el pecho con el arma a la vista, para inhibir a cualquier asaltante que pasara por ahí a esa hora.

      —Bueno, mi Güero, muchas gracias — dijo el publicista al tiempo que deslizaba un billete de quinientos pesos en el bolsillo pectoral del blazer del guarura.

      —Cuídeseme mucho, patrón. Y con todo respeto, no haga pendejadas.

      El Ruso dedicó una mirada melancólica a su protector.

      —Ya hice la peor, mi Güero: nací.

      Fuera de lo acostumbrado, Gavlik ofreció un apretón de manos a su escolta. El guarura lo asió en su manaza y apretó hasta casi lastimarlo. Luego dio media vuelta, subió al auto y abandonó esta historia. Gavlik lo observó alejarse por la calle.

      —¿Qué pasa? —preguntó Nancy, que revisaba su Facebook sobre la banqueta.

      —No, nada —dijo Gavlik mientras veía el auto perderse en la distancia.

      Entraron al vestíbulo en silencio. El vigilante estuvo a punto de decir algo; se contuvo ante la mirada vidriosa de Nancy. Su temperamento agrio era mítico en el edificio.

      Subieron al ascensor. La puerta se abrió en el piso completo de Nancy y su marido cirujano.

      Como puestos de acuerdo, se tumbaron en uno de los sillones de la sala, que medía casi lo que medio departamento del Ruso.

      —¿Quieres un trago? —murmuró ella.

      —Te quiero a ti.

      Nancy se puso de pie, dio media vuelta, dejó caer su abrigo Visvim al suelo. De espaldas al Ruso, llevó las manos a la falda de su vestido Comme des Garçons y lo elevó por el talle. Al caer, reveló su lencería Faire Frou Frou. Se llevó las manos a la cintura y preguntó:

      —¿Te gusto?

      Gavlik se levantó del sillón de piel como impulsado por un resorte. Se lanzó sobre la mujer con voracidad depredadora. Asió sus pechos, apretando.

      —¿Quién es mi puta? — le murmuró al oído, mordiendo su lóbulo.

      —Yo —susurró Nancy.

      —¿Quién es mi perra?

      —Yo —el monosílabo fue casi inaudible.

      El Ruso sintió bajo sus manos los dos implantes de silicón colocados por el marido cirujano. “A güevo”, pensó. “Esa firmeza no se da en la naturaleza después de los cuarenta años.”

      Gavlik besó la nuca de Nancy y bajó por el cuello.

      Sus ropas desaparecieron en minutos. Antes de asimilarlo conscientemente, el Ruso contemplaba su espléndida desnudez sobre el sillón. Ella abrió las piernas para recibirlo. Agradeció en silencio la prevención de haber engullido una Cialis unas horas antes, por si cualquier cosa.

      El último orgasmo de su vida llegó minutos después de entrar en ella, en medio de gemidos acompasados a dúo.

      Se quedaron abrazados sobre el sillón durante mucho tiempo, como inseguros de lo que debían hacer a continuación. Ella rompió el silencio:

      —¿Por qué mataron a Matías?

      Se refería al cubano Matías Eduardo, socio de André, presidente y director de cuentas de la agencia, muerto unos días antes en circunstancias misteriosas.

      —Nadie mató a Mati. Fue una peritonitis.

      —Ay, Ruso, no mames. Lo envenenaron.

      Desnuda, envuelta por los brazos velludos de Gavlik, seguía siendo la hembra alfa.

      —Dame un cigarro —ordenó ella.

      —Ya no fumo.

      —Entonces préstame tu vaporizador.

      Gavlik hurgó entre sus ropas, en el suelo. Halló el cilindro metálico y lo ofreció a su clienta, que aspiró con fruición para exhalar el humo por la nariz.

      —Si me ve mi marido, me cuelga.

      —Imagínate si me ve a mí.

      —Ay, qué cagadito eres, pendejo.

      Nancy fumó en silencio. El Ruso tomó el vaporizador y aspiró.

      —¿Qué sabor es? —preguntó ella.

      —Maple.

      —¿Lo mataron por el desvío de fondos del Fideicomiso del Jitomate? —insistió ella.

      El Ruso volvió a inhalar humo. Exhaló СКАЧАТЬ