A los herederos de mi memoria. Dora Goniadzky De Hudy
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СКАЧАТЬ necesarias para protegerlos. Vivía sometida a un infierno íntimo que jamás compartió con nadie.

       En el mes de septiembre, mi padre fue deportado. En aquel momento no sabíamos cuál sería su destino. La única información que recibimos fue que lo trasladaron a Checoslovaquia para realizar trabajos forzados en minas que se encontraban bajo la dominación de la Alemania Nazi.

       Su ausencia intensificó el miedo indescriptible que sentíamos por nuestro futuro. Mi madre casi no dormía de noche. Nos estrechaba a Salek y a mí, repitiéndonos una y otra vez que estaríamos bien. A pesar de la cruel realidad que veíamos todos los días, yo seguía conservando mi ingenuidad de niña y cerraba mis ojos creyendo cada palabra que ella me decía. ¿Y por qué no habría de ser así? Solamente ella era capaz de mantener en mi corazón un destello de esperanza que me permitía seguir adelante.

       El pánico de una deportación hizo que buscáramos un lugar para escondernos. Fuimos a un sitio más deplorable que la habitación donde vivíamos, pero que parecía ofrecer mayor seguridad. Estábamos con otras personas de las cuales no recuerdo sus rostros o nombres. Toda mi atención se centraba en Salek y mi mamá.

       Estábamos tan delgados que yo no advertí que mi madre había cambiado físicamente. Un día le pregunté sobre ese pequeño vientre que había crecido en los últimos meses. Ella lo ocultaba muy bien. Me dio respuestas tan evasivas que me dieron a entender que no me contaría lo que en realidad le estaba sucediendo. Entonces mi opción fue la que ya era habitual: dejar de hacer preguntas.

       En el ghetto había un adormecimiento tal de los sentidos que las tragedias estaban cubiertas por una aparente insensibilidad. Luego de una escena de aterradora violencia o de separación probablemente definitiva de una madre con sus hijos, surgía una calma desconcertante. La continua amenaza sobre la vida creó como resultado un estado de angustia en el cual la facultad para reflexionar se había perdido.

       En ese marco de desesperación, mi mamá dio a luz a mi hermana Tonia. El frío era insoportable en la habitación donde vivíamos. Una mujer entró y nos empujó afuera, mientras escuchábamos los gritos de dolor de mi madre. Cuando nos dejó entrar, la vimos con un bebé en brazos envuelto en una vieja manta que por años había sido mía. Salek y yo la mirábamos sorprendidos. Ella nos dijo que nos acercáramos a ver a nuestra hermanita. En silencio, pero llenos de interrogantes que nunca serían verbalizados, vimos a aquella hermosa criatura tan frágil y pequeña.

       En ese espacio miserable en el cual vivíamos, cuidábamos a Tonia para que no se escucharan sus llantos. Tener un bebé en ese momento era lo más absurdo que podía suceder, sus posibilidades de sobrevivir eran mínimas. Y ese pensamiento permanecía en la mente de mi madre las veinticuatro horas del día. Aunque no decía nada, yo presentía que mi hermana no estaría mucho tiempo con nosotros.

       Desconocía cuál era su plan, pero sabía que algo haría para tratar de salvar a Tonia. Unos días más tarde, me dijo que aplicaría una ventosa al bebé. Me pareció muy extraño porque yo sabía que mi madre usaba ventosas únicamente cuando teníamos fuertes resfriados o gripe, y Tonia no presentaba ningún síntoma de estar enferma. La forma en que lo hizo también fue muy extraña, en lugar de retirar la ventosa inmediatamente, dejó que quemara la delicada piel de mi hermana.

       Sin perder un instante, comenzó a amamantarla y pasearla por el cuarto para calmar su dolor. Observé que mi madre lloraba mucho en silencio mientras abrazaba a Tonia. Entonces, me dijo que ahora mi hermana tendría una marca que nunca se borraría.

       —Cuando veas la espalda de una niña con una quemadura así, sabrás que es Tonia. Ahora ya tiene una señal que la diferencia del resto, —me susurró mientras me entregaba a Tonia para que la acunara entre mis brazos.

       Años más tarde comprendí la razón por la cual había lastimado a mi hermana. No obstante, en ese momento, estaba muy enojada con ella.

       Pocos días después, mi madre desapareció con Tonia y al regresar lo hizo sola. Entre llantos le pregunté qué había hecho con mi hermanita.

       —Encontré un camino para salvarla. No te preocupes. Ahora sí va a estar bien —me respondió.

       Pero ella tampoco podía contener sus lágrimas. Nos abrazamos con desesperación tratando de aliviar esa profunda tristeza que sentíamos, ¿cuándo terminaría esa larga pesadilla de pérdidas y aflicciones?

      VI

       TIFUS

      En el ghetto de Varsovia, los judíos fueron confinados a vivir con estrechez, de siete a diez personas por habitación. El frío, el hambre y el hacinamiento dieron origen a la aparición de enfermedades como la tuberculosis y el tifus.

      Los alemanes tenían un miedo paralizante al tifus. Sostenían la teoría de que los judíos eran los portadores naturales de esta enfermedad, haciendo caso omiso a las condiciones miserables del ghetto como la causa primordial de las epidemias.

       UN REFUGIO PARA LOS NIÑOS

       La ausencia de mi padre y el sufrimiento por haber tenido que entregar a su pequeña hija Tonia ocasionaron en mi madre un desmoronamiento total de su espíritu. Hablaba muy poco y prácticamente no dormía. Ella sabía que nosotros íbamos a ser deportados en cualquier momento y se sentía incapaz de encontrar una forma de escapar a ese destino. Los que habíamos quedado en el ghetto era como si viviéramos en un tiempo prestado, antes de la llegada de un final inevitable.

       Un día comencé a sentirme muy mal. Escalofríos, fiebre alta y terribles dolores de cabeza me llevaron a un estado de debilidad tal que no podía levantarme del colchón sucio sobre el cual dormía. En ese instante mi madre reaccionó. Se dio cuenta que todo dependía de ella y no iba a dejarse consumir por su propia desesperación.

       De inmediato me levantó en sus brazos y me llevó apresuradamente a un lugar que ella seguía llamando el Hospital Czyste11, aunque este ya había desaparecido como tal dentro del ghetto. En realidad, lo que menos parecía era un hospital porque se encontraba en un estado deplorable. El médico que me examinó dijo que por los síntomas probablemente era tifus. Podría haber sido una sentencia de muerte porque las medidas de higiene y las condiciones físicas de los que aún estábamos en el ghetto eran atroces.

       Había una permanente presencia de agonía en el hospital. Sin embargo, mi madre me aseguraba que yo me iba a mejorar y su fe era lo que me sostenía todos los días. Solo me dejaba para buscar algo de alimento. Ella era un ser humano capaz de transformar una debilidad en fortaleza. Advertí en su mirada que tenía un plan y confiaba plenamente en ella. Presentía que iba a encontrar una forma de salir del ghetto.

      En tiempos de guerra se pierde la noción del tiempo. Los días se transforman en horas y las horas en minutos. Recuerdo vagamente ese período en el hospital. Mi memoria me juega trucos al tratar de mantener una exacta cronología de los hechos. Cuando comencé a sentirme mejor, mi madre me dijo que íbamos a tener que hacer un largo trayecto y que necesitaba de todo mi apoyo.

       Al regresar estaba vestida como una enfermera y con una señal me dijo que guardara silencio y cerrara mis ojos. Me envolvió en la manta que me cubría y me sacó del hospital en sus brazos. La ráfaga de aire helado en mi cara me despertó de esa convalecencia que parecía no tener fin. En yiddish me dijo que no hablara. Desde СКАЧАТЬ