La Novela de un Joven Pobre. Feuillet Octave
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Название: La Novela de un Joven Pobre

Автор: Feuillet Octave

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664149947

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СКАЧАТЬ valor y la cobardía, el bien y el mal se entregaban en mí tan patentemente á un combate mortal, aquel momento, repito, habría disipado para siempre mis dudas.

      Vuelto en mí, no experimenté, frente á frente de aquellas terribles ondas, sino la tentación muy inocente y bastante necia de apagar en ellas la sed que me devoraba: después reflexioné que encontraría en mi habitación un agua mucho más limpia: tomé rápidamente el camino de mi casa, forjándome una imagen deliciosa de los placeres que en ella me esperaban. En mi triste situación me admiraba, no podía darme cuenta de cómo no había pensado antes en este expediente vencedor.

      En el bulevar me encontré repentinamente con Gastón de Vaux á quien no había visto hacía dos años. Detúvose después de un movimiento de duda, me apretó cordialmente la mano, me dijo dos palabras sobre mis viajes y me dejó en seguida. Después, volviendo sobre sus pasos:

      —Amigo mío—me dijo,—es preciso que me permitas asociarte á una buena fortuna que he tenido en estos días. He puesto la mano sobre un tesoro; he recibido un cargamento de cigarros que me cuestan dos francos cada uno, pero no tienen precio. Toma uno; después me dirás qué tales son. Hasta la vista, querido.

      Subí penosamente mis seis pisos y tomé, temblando de emoción, mi bienhechora garrafa, cuyo contenido bebí poco á poco; después encendí el cigarro de mi amigo, y miréme al espejo dirigiéndome una sonrisa animadora.

      En seguida volví á salir, convencido de que el movimiento físico y las distracciones de la calle me eran saludables. Al abrir mi puerta me sorprendí desagradablemente al ver en el estrecho corredor á la mujer del conserje de la casa, que pareció demudarse por mi brusca aparición. Esta mujer había estado en otro tiempo al servicio de mi madre, quien le tomó cariño y le dió al casarla la posición lucrativa que hoy tiene. Había creído observar desde días antes, que me espiaba, y al sorprenderla esta vez casi en flagrante delito, le pregunté:

      —¿Qué quiere usted?

      —Nada, señor Máximo, estaba preparando el gas—respondió muy turbada.

      Me encogí de hombros y salí.

      El día declinaba. Pude pasearme en los lugares más frecuentados sin temer enojosos encuentros. Mi paseo duró dos ó tres horas, horas crueles. Hay algo de particularmente punzante al sentirse atacado, en medio de toda la brillantez y abundancia de la vida civilizada, por el azote de la vida salvaje: el hambre.

      Esto raya en locura; es un tigre que salta al cuello en pleno bulevar.

      Yo hacía nuevas reflexiones. ¿El hambre no es una palabra vana? ¿Es verdad, pues, que existe una enfermedad llamada así; es verdad que hay criaturas humanas que sufren de ordinario y casi diariamente, lo que yo sufro por casualidad la primera vez en mi vida? ¿Y cuántos de estos seres tendrán por añadidura algunos otros sufrimientos que á mí no me abruman? La única persona que me interesa en el mundo, está al abrigo de los males que yo sufro, la veo dichosa, sonrosada y risueña. Pero los que no sufren solos, los que oyen el grito desgarrador de sus entrañas repetido por labios amados y suplicantes, los que son esperados en una fría buhardilla por sus mujeres macilentas, y sus hijuelos taciturnos. ¡Pobres gentes!... ¡Oh, santa caridad!

      Estos pensamientos me quitaban el valor de quejarme y me han proporcionado el de sostener la prueba hasta el fin. Podía en efecto abreviarla. Hay aquí dos ó tres restaurants en que me conocen y donde, cuando era rico, he entrado sin escrúpulo, aunque hubiese olvidado mi bolsa. Ahora podía hacer lo mismo. Tampoco me era difícil encontrar en París, quien me prestara cien sueldos; pero estos expedientes que huelen a miseria y truhanería, me repugnaron decididamente.

      Para los pobres, esta pendiente es resbaladiza y no quiero aún poner en ella el pie.

      Para mí sería lo mismo perder la probidad que perder la delicadeza, que es la distinción de esta virtud vulgar. Así es que he observado repetidas veces, con qué terrible facilidad se desflora y degrada este sentimiento exquisito de la honradez en las almas mejor dotadas, no solamente al soplo de la miseria, sino al simple contacto de la escasez, y debo velar sobre mí con severidad, para rechazar en adelante como sospechosas las capitulaciones de conciencia que parecen más inocentes.

      En la adversidad, es menester no habituar el alma á la dejadez; demasiada inclinación tiene á plegarse.

      La fatiga y el frío me hicieron volver como á las nueve.

      La puerta de la casa estaba abierta: subía la escalera con paso de fantasma, cuando oí en el cuarto del conserje, el murmullo de una agitada conversación, que al parecer versaba sobre mí, pues en ese momento el tirano de la casa pronunciaba mi nombre en tono despreciativo.

      —Hazme el gusto, señora Vauberger—decía,—de dejarme tranquilo con tu Máximo; ¿lo he arruinado yo acaso? ¿Y bien, á qué vienen esas cantinelas? Si se mata, lo enterrarán... y se acabó.

      —Te digo, Vauberger—replicó la mujer,—que si lo hubieras visto vaciar su garrafa, se te hubiera partido el corazón... Y mira, si yo creyera que piensas lo que dices, cuando exclamas con la negligencia de un cómico «si se mata lo enterrarán...» Pero no lo puedo creer, porque en el fondo eres un hombre, aunque no te gusta ser perturbado en tus hábitos... Piensa, pues, Vauberger... ¡no tener fuego ni pan!... Un muchacho que ha sido alimentado con tan buenos manjares y criado entre pieles como un príncipe. ¿No es esto una vergüenza, una indignidad, y no es un bribón el gobierno que permite semejantes cosas?

      —Pero eso nada tiene que ver con el gobierno—respondió Vauberger, con bastante razón...—Y además, tú te engañas, te lo aseguro... no es como lo crees, no le puede faltar pan, ¡eso es imposible!

      —Pues bien, Vauberger, voy á decírtelo todo, lo he seguido, lo he espiado, y luego lo he hecho espiar por Eduardo: ¡y bien! estoy segura que no ha almorzado esta mañana, y como he registrado todos sus bolsillos y cajones y no le queda en ellos un céntimo, estoy muy cierta que no habrá aún comido, pues es demasiado orgulloso para mendigar...

      —¡Tanto peor para él! Cuando uno es pobre, es necesario no ser orgulloso—dijo el honorable conserje, que me pareció expresar en esta circunstancia, los sentimientos de un portero.

      Tenía bástanle con este diálogo, y lo terminé bruscamente abriendo la puerta del cuarto y pidiendo una luz á Vauberger, que creo no se hubiera consternado más si le hubiera pedido su cabeza. A pesar del deseo que tenía de mostrar firmeza á estas gentes, me fué imposible no tropezar una ó dos veces en la escalera: la cabeza me vacilaba. Al entrar en mi cuarto, ordinariamente helado, tuve la sorpresa de hallar en él, una temperatura tibia, sostenida suavemente por un fuego claro y alegre. No tuve el rigorismo de apagarlo; bendije los buenos corazones que hay en el mundo, me extendí luego en un viejo sofá de terciopelo de Utrecht, á quien los reveses de la fortuna han hecho pasar como á mí, del piso bajo á la buhardilla, y traté de dormitar.

      Me hallaba hacía media hora, sumergido en una especie de entorpecimiento, cuya somnolencia uniforme me presentaba la ilusión de suntuosos festines y campestres fiestas, cuando el ruido de la puerta que se abría, me despertó sobresaltado. Creí soñar aún, viendo entrar á la señora Vauberger con una gran bandeja sobre la que humeaban dos ó tres odoríferos platos. Habíala ya depuesto sobre el pavimento y comenzado á extender su mantel sobre la mesa, antes que hubiese sacudido enteramente mi letargo. Por fin me levanté bruscamente.

      —¿Qué es esto?—dije.—¿Qué es lo que hace usted?

      La señora Vauberger fingió una viva sorpresa.

      —¿No СКАЧАТЬ