Название: Seis rojos meses en Rusia
Автор: Louise Stevens Bryant
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Biblioteca 8 de marzo
isbn: 9789874039422
isbn:
Cientos de delegados hablaron durante el Congreso Democrático. Tenían mucho que decir, ¡cuánto tiempo habían soportado el silencio! En un principio, el moderador intentaba limitar sus discursos, pero el auditorio lanzó un fuerte griterío. “Déjalos decir todo lo que quieran”.
Era sorprendente ver cómo lograban hacerlo. Recuerdo las palabras de su compatriota Tshaadaev: “Las grandes hazañas siempre han surgido del desierto”. Era frecuente que un campesino que nunca en su vida había pronunciado un discurso, diera una arenga ininterrumpida durante una hora y mantuviera viva la atención de su auditorio. Ningún orador tenía miedo al público. Pocos usaban apuntes y muchos eran poetas. Dijeron las cosas más bellas y más sencillas; sabían en lo más profundo de su corazón qué querían y cómo obtenerlo. El mayor problema era el de establecer un programa general que satisficiera sus deseos, a menudo divergentes. Cada vez que el moderador anunciaba un descanso, nos precipitábamos todos hacia los pasillos para comer sandwiches y tomar té. Muchas veces la sesión se prolongaba hasta las cuatro de la mañana, pero nunca disminuyeron ni la sed de verdad ni el deseo de acabar con las dificultades. Se buscaban las soluciones con la misma seriedad, tanto en el gris amanecer como en la resplandeciente puesta del sol...
Algunos eventos y algunas personalidades se destacaron claramente a lo largo de aquellos largos días de oratoria, cuando los representantes de más de 50 razas y 180 millones de personas expresaron todo lo que tenían en el corazón. Recuerdo a un cosaco, alto y guapo, que de pie ante la Asamblea y rojo de vergüenza gritó: “¡Los cosacos estamos cansados de ser policías! ¿Por qué siempre tenemos que arreglar los pleitos de los demás?”
Recuerdo al atractivo georgiano moreno que regañó al orador que lo precedió porque deseaba la independencia de su pequeña nación respecto de Rusia. “Nosotros no pedimos una independencia particular —dijo—, ¡cuando Rusia sea libre, Georgia también lo será!”
Ahí estaba un soldado campesino, de apariencia amable, que lanzó una advertencia solemne: “Fíjense bien en esto: ¡los campesinos nunca dejarán las armas hasta que reciban sus tierras!”
Y la enfermera que vino a describir la situación en el frente, la manera cómo se quebró y solamente pudo sollozar: “¡Ay, mis pobres soldados!”
Un pequeño delegado severo que se levantó y dijo: “Soy de Lettgalia”, se vio interrumpido por preguntas del tipo: “¿Dónde está eso?”, “¿Se encuentra en Rusia?”
Tenían una manera lenta y ridicula de contar los votos; perdían mucho tiempo. Hablé con uno de mis vecinos al respecto, diciéndole que en Estados Unidos teníamos métodos bastante sencillos para hacer esas cosas. “Oh, aquí el tiempo son rublos”, me contestó al hacer referencia al bajo tipo de cambio; los corresponsales se reían a carcajadas.
A medida que progresaba el Congreso, tenía uno tiempo para observar a algunos de los visitantes. La señora Kerenski, por ejemplo. Se sentó en la primera galería, vestida como siempre de negro, pálida y triste. Sólo una vez hizo un comentario audible, cuando un bolchevique estaba criticando con severidad al gobierno provisional. Casi involuntariamente exclamó: “Da volna” (¡Basta!).
En uno de los palcos estaba sentada la señora Lebedev, la hija del príncipe Kropotkin. Había vivido tanto tiempo en Londres que parecía más inglesa que rusa. Protestaba francamente contra todas las medidas radicales y poseía los únicos gemelos del Congreso democrático, lo que constituía el tema de muchas conversaciones y provocaba resentimiento entre los delegados campesinos.
En el palco diplomático había un grupo de estadounidenses, que incluía a miembros de la misión de la Cruz Roja. Los coroneles Thompson y Raymond Robbins estuvieron presentes en casi todas las sesiones y mostraron un vivo interés. Robbins a menudo bajaba hasta el lugar de los corresponsales y discutía la situación con nosotros.
Entre los delegados las personalidades más fuertes eran los tres hombres enfermos: Tcheidze, Tsereteli y Mártov; todos estaban gravemente enfermos de tuberculosis. Tchedize es un georgiano con ojos de águila, todavía joven; es un moderador extraordinario cuya aguda inteligencia siempre fue capaz de calmar los repentinos alborotos que continuamente amenazaban el buen desarrollo del Congreso. Resulta notable que la única noche en que estaba demasiado enfermo para estar presente, ocurrió la ruptura con los bolcheviques. Tcheidze es menchevique y antes había sido profesor universitario.
Tsereteli también es georgiano y menchevique; en aquel momento era sin duda el hombre más poderoso de Rusia después de Kerenski. El comportamiento de Tsereteli y toda su apariencia son tan asiáticos y se ve casi ridículo en un elegante traje de calle; es imposible no imaginarlo con un largo vestido holgado. Fue miembro de la tercera Duma y siete años de trabajos forzados en Siberia quebrantaron su salud.
Mártov es canoso y cansado; siempre tiene una voz ronca a causa de problemas de la garganta. Sus electores lo quieren mucho y se le conoce en todas partes como un escritor brillante. Exiliado en Francia durante muchos años, surgió como una de las figuras principales del movimiento laboral. Políticamente es un menchevique intemacionalista.
En medio de aquella reunión extraordinaria brillaba la personalidad impresionante de León Trotski, un verdadero Marat; vehemente, serpenteante, agitaba la asamblea como un ventarrón mueve la hierba. Ningún otro hombre provoca tanto alboroto, tanto odio con el más pequeño discurso, utiliza expresiones tan mordaces y, sin embargo, a pesar de todo esto, conserva su sangre fría. Otro líder bolchevique, Kamenev, que me recordaba a Lincoln Steffens, ofrecía un contraste notable. La manera como expresaba sus opiniones tenía tanto de suave como la de Trotski de violenta, áspera e incendiaria.
Estaba el joven ministro de Guerra, Verkovski, conocido como el único hombre de Rusia que nunca era puntual a una cita. Es una de las personas más honestas y sinceras que jamás haya encontrado, fue el primero en tener la idea de democratizar el ejército y quien insistió en informar a los Aliados del alarmante estado de ánimo del ejército ruso; era mejor luchador que orador. A causa de su franqueza, el gobierno provisional lo removió de su puesto.
De ninguna manera tenemos que olvidar a las veintitrés delegadas electas regularmente ni, entre ellas, a la notable María Spiridonova, la política más poderosa de Rusia o del mundo y la única mujer que logra emocionar a los soldados y campesinos.
La única cosa que el Congreso aprobó por completo y para la cual dio instrucciones al pre-parlamento, fue la de emitir un llamamiento a los pueblos del mundo que reafirmaba la fórmula de los soviets de la primavera anterior a propósito de la paz “sin anexiones ni indemnizaciones” sobre la base de la autodeterminación de los pueblos.
Un asunto particularmente espinoso en todos los discursos fue el tema de la pena de muerte en el ejército; siempre causaba una impresión desagradable. El sentimiento de la asamblea era firmemente en contra de su restablecimiento, pero de hecho nunca se sometió este punto a votación.
La disputa sobre la coalición hundió la asamblea y casi destrozó a Rusia.
Una resolución de Trotski que decía: Estamos en favor de una coalición de todos los elementos democráticos con excepción de los cadetes, fue aprobada por una mayoría abrumadora y mostró el sentimiento real de país. Hoy en día todo el mundo sabe que el hecho de que no se respetara esa decisión ha sido la cosa más trágica del mundo.
Por desgracia, inmediatamente después de tomar esta resolución llegó СКАЧАТЬ