Название: Escritos varios (1927-1974). Edición crítico-histórica
Автор: Josemaria Escriva de Balaguer
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Obras Completas de san Josemaría Escrivá
isbn: 9788432150173
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De hecho, a partir de entonces, la doctrina sobre la infalibilidad del magisterio y de la Iglesia fue atacada no solo respecto a la moral en general, sino también respecto al ámbito dogmático. Contemporáneamente, la contraposición entre el aspecto carismático y el aspecto jerárquico de la Iglesia, llamado a veces, con terminología de la Mystici Corporis, “aspecto jurídico”, y algunas interpretaciones disolventes de la distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, llevaron en Centroeuropa a unos planteamientos teológicos agresivos respecto al dogma de la infalibilidad, como consecuencia sea de actitudes racionalistas, sea de un modo de entender el origen de la Iglesia desde perspectivas prevalentemente histórico-sociológicas, con escasa apertura hacia las realidades trascendentes[44]. Estas posiciones fueron denunciadas en la declaración Mysterium Ecclesiae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1973.
Por otra parte, una visión puramente histórica e intramundana de la Iglesia penetró en profundidad en las áreas más radicalizadas de la teología de la liberación emergente en Latinoamérica hacia fines de los años sesenta[45]. Las palabras “teología de la liberación” remiten a una realidad polifacética imposible de describir en estas pocas líneas; en esta sede basta hacer referencia a aquellas versiones de esa teología que, partiendo de una legítima opción preferencial por los pobres, usaban el análisis marxista para describir los fenómenos sociales y colocaban la función primordial de la Iglesia en la promoción de la justicia y en la liberación de los oprimidos[46]. Más que una teología —aunque, sobre todo en algunos autores, tenía esa pretensión— se trataba de una praxis que, si bien era desarrollada en un contexto de legítima preocupación por los pobres y los abandonados, llevaba a reducir el horizonte sobrenatural de la misión de la Iglesia disolviéndola en lo social y en la lucha de clases.
Característico de aquellos años fue también un modo equivocado de plantear el ecumenismo, que degeneró en lo que sería luego llamado «ecumenismo salvaje»[47]. Los principios establecidos en el decreto Unitatis redintegratio, del Vaticano II, fueron frecuentemente olvidados, resbalando hacia la convicción de que las diferencias de fe entre las confesiones cristianas eran irrelevantes y se podrían (y se deberían) sobrevolar. “Ceder para unir” fue, para más de uno, un lema representativo de cómo enfocar el ecumenismo. Convergía aquí la idea según la cual la unidad de la Iglesia era realidad perdida: la primera propiedad proclamada en el Credo sería solo un objetivo a conseguir, recomponiendo los pedazos que ahora se encuentran dispersos aquí y allá. Sobre este tema intervino la autoridad eclesiástica con la declaración Mysterium Ecclesiae de 1973, recordando que es erróneo «afirmar que la Iglesia de Cristo hoy no subsiste ya verdaderamente en ninguna parte, de tal manera que se la debe considerar como una meta a la cual han de tender todas las Iglesias y comunidades» (n. 1).
Cuando no se reconoce la unidad como un don que Dios concede inderogablemente a su Iglesia, fácilmente se llega a concebir su santidad en términos semejantes, es decir, como un ideal históricamente inexistente. Evidentemente, no se puede ignorar el pecado como realidad presente también entre los hijos de la Iglesia, ni se puede pensar en sus aspectos humanos y mutables como si fuesen dotados de una perfección innata. Pero, por la fe, los católicos «creemos que [la Iglesia] es indefectiblemente santa»[48]. Esta afirmación, hecha por el Vaticano II en términos netos, corta de raíz toda tendencia a absolutizar las limitaciones que de hecho se dan y desautoriza el uso del “meaculpismo” como instrumento de captación de benevolencia, mientras que impulsa, en cambio, a la constante purificación, a través de la renovación y la penitencia[49].
El cuadro general determinado por estos y otros hechos y tendencias no presentaba, en la primera mitad de la década de los setentas, un panorama halagüeño, y fácilmente hubiese podido derrapar hacia actitudes pesimistas, meramente reactivas o poco evangélicas. No ocurrió así en san Josemaría, como pone de relieve su biografía y también el texto de las homilías objeto de este comentario. En ellas el fundador del Opus Dei sale en defensa de la fe usando un lenguaje fuerte y carente de eufemismos, pero a la vez inspirado por un profundo sentido de la providencia amorosa de Dios Padre, de la revelación que se nos ha manifestado en Cristo, y del impulso vivificante del Espíritu Santo sobre la Iglesia.
El contexto eclesial apenas descrito explica una característica común a estas dos homilías y a la siguiente sobre el sacerdocio. Me refiero a la tendencia de san Josemaría a citar tanto el magisterio del último Concilio como el magisterio precedente. Frente a posiciones que presentaban el Vaticano II en ruptura profunda con la tradición teológica y eclesial anterior, era necesario acentuar la continuidad y la armonía, dentro de un legítimo progreso en la comprensión y exposición de la doctrina revelada. Esta tendencia se nota muy claramente en el tratamiento de tres temas capitales: la naturaleza de la Iglesia (denunciando toda exagerada contraposición con la eclesiología anterior al Vaticano II, de corte belarminiano), la autoridad (excluyendo toda inclinación igualitarista y antijerárquica) y la verdad (marcando distancias frente al relativismo eclesiológico y religioso, para el que la doctrina católica sería simplemente una opción más). Esta voluntad de resaltar la continuidad magisterial se pone en sintonía con el mismo Vaticano II, el cual cita abundantemente, en la misma constitución Lumen gentium, textos de los concilios Tridentino y Vaticano I, de Pío IX, de León XIII, de san Pío X y de Pío XII, entre muchos otros.
Conviene finalmente señalar que la redacción de estas homilías tuvo lugar en el período de transición entre la liturgia anterior y la implementación de la reforma impulsada por el concilio, con las normas aplicativas derivadas de la constitución Sacrosanctum Concilium. Necesariamente hay que hablar aquí de “transición”, porque la liturgia no cambió toda ella de un solo golpe, sino paulatinamente. El nuevo ordinario de la liturgia eucarística entró en vigor en el Adviento de 1969[50], pero la editio typica del entero misal (con los propios de cada Misa) es de un año después[51], en coincidencia con el cuarto centenario de la publicación del Misal de San Pío V, y solo a partir de entonces se trabajó en las traducciones a lenguas vernáculas. Así, para el caso italiano, el nuevo misal y los nuevos leccionarios fueron publicados el 19 de marzo de 1973 y declarados obligatorios a partir del 10 de junio de ese año, o sea, en fecha posterior a la última de las homilías que comentamos. En lengua castellana hubo una primera edición provisional del misal editado en dos volúmenes, en 1971 y 1972, pero el texto definitivamente aprobado es del 1° de enero de 1978. Esto explica que los textos litúrgicos comentados por san Josemaría no siempre correspondan con lo que se encuentra en el misal actual[52].
Finalidad y contenido de la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia
Siguiendo las huellas de la tradición patrística, se enmarca el misterio de la Iglesia en el misterio de la Trinidad, como se hace también en el Vaticano II. Queda así claro ya desde el comienzo que estamos ante un misterio de fe, que se encuentra en la base del carácter sobrenatural de la Iglesia. Mientras antiguamente la Iglesia fue perseguida desde afuera, el mayor peligro reside ahora en quienes desde dentro de ella oscurecen esa dimensión sobrenatural, difundiendo confusión y desconcierto entre los fieles. Sin embargo, es esta misma fe la que nos lleva al optimismo, aun en una situación difícil.
Se pasa después a hablar de la unidad de la Iglesia, fundada y modelada en la unidad del mismo Cristo. Como en Él, también en la Iglesia hay elementos divinos y elementos humanos, y no podemos quedarnos solo con estos últimos. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, cuya Cabeza está en el cielo pero sigue unida a su Cuerpo. Lo visible y lo invisible se conforman en unidad indisoluble: no podemos separar una Iglesia carismática, que sería la única Iglesia verdadera fundada por Cristo, de otra jurídica, inventada por los hombres. La única Iglesia querida por Cristo es simultáneamente visible e invisible.
Con esto se conecta el fin de la Iglesia, que es la salvación, respecto a la cual todo lo demás es secundario. El mandato apostólico sigue en vigor: la obligación de predicar las verdades de la fe y la urgencia de la vida sacramental. La conciencia de esta finalidad se robustece a la luz del adagio patrístico extra Ecclesiam nulla salus, que no puede reducirse a una mera fórmula genérica. Ciertamente, la СКАЧАТЬ