Al Faro. Virginia Woolf
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Название: Al Faro

Автор: Virginia Woolf

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Cláscõs

isbn: 9786074570038

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СКАЧАТЬ la cabeza, a aprobar y a seguir adelante. Mientras veía de nuevo el seto que, una y otra vez, había redondeado alguna pausa en la conversación, había llenado de significado alguna conclusión, mientras veía a su mujer y a su hijo, así como los jarrones de piedra con los rojos geranios trepadores que tantas veces habían servido de marco a sus procesos mentales y que llevaban, escritos entre las hojas, como si fueran fragmentos de papel en los que se garrapatean veloces notas de lectura..., el señor Ramsay se dejó llevar, viendo todo aquello, hacia las especulaciones sugeridas por un artículo en The Times sobre el número de norteamericanos que visitan cada año la casa de Shakespeare. Si Shakespeare no hubiera existido, se preguntó, sería hoy muy diferente el mundo? ¿El progreso de la civilización, depende de los grandes hombres? La suerte de un ser humano corriente, ¿es ahora mejor que en tiempos de los faraones? Aunque, se preguntó, la suerte de un ser humano corriente, ¿es el criterio adecuado para juzgar una civilización? Posiblemente no. Posiblemente el bien supremo requiera la existencia de una clase de esclavos. El ascensorista del metro es una necesidad eterna. La idea le pareció muy desagradable y agitó la cabeza. Para evitarla encontraría alguna manera de rechazar la supremacía de las artes. Defendería que el mundo existe para el ser humano corriente; que las artes no pasan de ser una decoración colocada sobre la cumbre de la vida, pero sin darle expresión. Tampoco Shakespeare es necesario para la vida. Sin saber con exactitud por qué quería desacreditar a Shakespeare y rescatar al hombre que permanece eternamente junto a la puerta del ascensor, arrancó una hoja del seto. Todo aquello habría que presentárselo ordenadamente a los jóvenes de Cardiff al cabo de un mes, pensó; allí, en su terraza, él se limitaba a buscar y recoger (tiró la hoja que había arrancado tan malhumoradamente), como un jinete que se inclina desde su cabalgadura para coger un ramillete de rosas, o se llena los bolsillos de nueces y avellanas mientras deambula sin prisas por las sendas y los campos de una región que conoce desde niño. Todo le era familiar: el giro, la escalerita para atravesar una cerca, el atajo que atravesaba el prado. Eran horas las que pasaba así, con su pipa, cualquier tarde, pensando mientras subía y bajaba, mientras recorría los viejos senderos y prados familiares, que llevaban ya para siempre incorporadas, aquí y allá, la historia de una campaña bélica o la vida de un hombre de Estado, junto con poemas y anécdotas, y también figuras: la de este pensador, la de aquel militar; todo vigoroso y nítido; pero, a la larga, el sendero, el campo, el prado, el nogal cargado de frutos y el seto florecido lo conducían hasta aquel último giro del camino donde siempre se apeaba de su montura, ataba el caballo a un árbol, y proseguía el paseo a pie. Llegaba al límite de la extensión del césped y contemplaba desde allí la bahía que quedaba debajo.

      Era su destino peculiar, tanto si lo deseaba como si no, llegar así a una punta de tierra que el mar, lentamente, está devorando, y quedarse allí, solo, como una melancólica ave marina. Tenía la capacidad, el don, de prescindir bruscamente de todo lo superfluo, de encogerse y disminuir hasta parecer más despojado y más ligero incluso corporalmente, sin perder por ello capacidad mental, y de ese modo mantenerse en su pequeño reborde, frente a la oscuridad de la ignorancia humana, frente al hecho de que no sabemos nada y de que el mar va devorando el suelo en el que nos apoyamos; tal era su capacidad y su don. Pero después de haber prescindido, al desmontar, de todo gesto y afectación, de todos los trofeos de rosas y frutos secos, y de haberse encogido hasta el punto de que no sólo había olvidado la fama, sino hasta su mismo nombre, mantenía, incluso en aquella desolación, una vigilancia que no perdonaba ningún fantasma ni se deleitaba con visión alguna, y era de esa guisa como inspiraba en William Bankes (de manera intermitente) y en Charles Tansley (obsequiosamente) y también ahora en su esposa, cuando levantó la vista y vio a su marido en el límite del césped, una profunda reverencia, al igual que compasión, y también gratitud, como una estaca clavada en el lecho de un canal, y sobre la que se posan las gaviotas y golpean las olas, inspira en los alegres pasajeros de una barca un sentimiento de gratitud por haberse impuesto el deber de señalar, solitaria, entre las olas, el canal.

      —Pero el padre de ocho hijos no tiene elección... —el murmullo a media voz quedó interrumpido y el señor Ramsay se volvió, suspiró, alzó los ojos, buscó la figura de su esposa que leía historias de James y a continuación llenó la pipa. Se apartó del espectáculo de la ignorancia y del destino humano y del mar devorando la tierra que nos sostiene, lo que, si hubiera sido capaz de contemplarlo con fijeza, quizá le habría conducido a algo, y encontró consuelo en pequeñeces tan insignificantes, comparadas con el augusto tema que tenía delante en aquel momento, que se dispuso a pasar por alto aquel consuelo, a desaprobarlo, como si el hecho de ser sorprendido sintiéndose feliz en un mundo de sufrimientos fuese, para un hombre honrado, el más despreciable de los delitos. Era cierto; se sentía feliz la mayor parte del tiempo; tenía a su mujer; tenía a sus hijos; había prometido, para dentro de seis semanas, decir “algunas tonterías” a los jóvenes de Cardiff sobre Locke, Hume, Berkeley y las causas de la revolución francesa. Pero aquello y el placer que le proporcionaba, y su satisfacción por las frases que se le ocurrían, el entusiasmo de la juventud, la belleza de su mujer, los homenajes que le llegaban desde Swansea, Cardiff, Exeter, Southampton, Kidderminster, Oxford, Cambridge..., había que despreciarlo todo y ocultarlo bajo la frase “decir algunas tonterías”, porque, en efecto, no había hecho lo que podría haber hecho. Era un disfraz; era el refugio de un hombre a quien asustaba reconocer los propios sentimientos, que no podía decir: Esto es lo que me gusta, esto es lo que soy; y por lo que resultaba bastante lastimoso y desagradable a William Bankes y a Lily Briscoe, que se preguntaban cuál era la necesidad de aquellos ocultamientos; por qué estaba necesitado de continuas alabanzas; por qué un hombre tan valeroso en las ideas tenía que ser tan pusilánime en la vida; curiosamente, cuán venerable y risible resultaba al mismo tiempo.

      Enseñar y predicar, sospechaba Lily, mientras recogía sus cosas, estaba por encima de las posibilidades humanas. Aquellos a quienes se exalta terminan de algún modo por darse el batacazo. La señora Ramsay entregaba con demasiadas facilidad lo que su marido le pedía. Además, el cambio debe de ser demasiado desconcertante, dijo Lily. Sale de estar con sus libros y se encuentra con todos nosotros, jugando y diciendo tonterías. Imagínese qué cambio, en comparación con las cosas sobre las que piensa, dijo. Se acercaba a ellos. Se detuvo de pronto y se quedó contemplando el mar en silencio. Muy poco después había vuelto a girar en redondo.

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