Название: Al Faro
Автор: Virginia Woolf
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Cláscõs
isbn: 9786074570038
isbn:
Saciado con sus palabras, semejante a un niño que se duerme satisfecho, el señor Ramsay dijo, por fin, mirando a su esposa con gratitud humilde, restablecido, renovado, que se daría una vuelta; iría a ver cómo los chicos jugaban al críquet. Acto seguido desapareció.
La señora Ramsay pareció plegarse inmediatamente, un pétalo cerrándose sobre otro, y todo el edificio, exhausto, cayó sobre sí mismo, de manera que sólo tuvo fuerza suficiente para mover el dedo, en delicado abandono a la fatiga, sobre la página del cuento de los hermanos Grimm, mientras latía por todo su ser, como el impulso de un muelle que al desplegarse al máximo se inmoviliza dulcemente, el éxtasis de la creación satisfecha.
Cada latido de aquel pulso parecía, mientras él se alejaba, englobarlos a ella y a su marido, dándoles a ambos el consuelo que dos notas distintas, una alta, otra baja, tocadas al unísono, parecen darse mutuamente. Aunque, al morir la resonancia y regresar al cuento de hadas, la señora Ramsay no sólo se sintió corporalmente exhausta (después, no en el momento mismo, siempre se sentía así), sino que además se añadió a su fatiga corporal una sensación levemente desagradable de otro origen. No supo con exactitud, mientras leía en voz alta “La mujer del pescador”, de dónde procedía; ni tampoco se permitió convertir en palabras su insatisfacción cuando se dio cuenta, al pasar de página, detenerse y oír el fragor sordo y ominoso de una ola al romperse, de cuál era su causa: lo poquísimo que le gustaba sentirse mejor que su marido; y, más aún, lo mucho que le desagradaba no estar completamente segura, cuando hablaba con él, de la verdad de lo que le decía. El hecho de que lo reclamaran universidades y personas particulares, la gran importancia de sus conferencias y libros... todo aquello no lo dudaba ni por un momento; en cambio, le llenaba de zozobra su relación, y el que su marido viniera a ella de aquella manera, abiertamente, de forma que cualquiera pudiera verlo; porque entonces la gente decía que dependía de ella, cuando tenían que saber que, de los dos, él era infinitamente más importante; y despreciable lo que ella daba al mundo, en comparación con lo que daba él. Pero, además, también había otra cosa: no ser capaz de decirle la verdad, asustarse, por ejemplo, en lo referente al tejado del invernadero y lo que costaría repararlo, cincuenta libras, quizá; y luego, acerca de sus libros, temer que pudiera adivinar lo que ella sospechaba en cierto modo, que su último libro no era realmente el mejor (había llegado a aquella conclusión gracias a William Bankes); y luego ocultarle pequeñeces de todos los días, y los niños viéndolo, y la carga que les suponía; todo aquello disminuía la alegría total, la alegría perfecta de dos notas que resuenan juntas y hacía que el sonido muriera en su oído con una deprimente insipidez.
Una sombra cayó sobre la hoja; la señora Ramsay levantó la vista. Era Augustus Carmichael que pasaba con lentitud, precisamente ahora, en el momento mismo en que resultaba doloroso que le recordaran lo inadecuado de las relaciones humanas, cómo hasta la más perfecta tenía defectos y no soportaba el examen al que ella, por el amor a su marido y su necesidad de saber la verdad, la sometía; en el momento en que le resultaba tan doloroso sentirse culpable de indignidad e impedida para realizar las funciones que le correspondían a causa de aquellas mentiras, de aquellas exageraciones... fue en aquel momento, mientras se atormentaba de manera tan innoble después de su exaltación, cuando el señor Carmichael cruzó lentamente, con sus zapatillas amarillas, y algún demonio interior le exigió a la señora Ramsay que lo llamara: —¿Va usted a entrar, señor Carmichael?
Capítulo 8
El señor Carmichael no respondió. Se sabía que tomaba opio. Los chicos decían que era ése el motivo de que tuviera la barba manchada de amarillo. A la señora Ramsay le resultaba evidente que aquel pobre hombre era muy desgraciado y que venía a su casa en verano para escapar a su vida cotidiana; sin embargo, todos los años sentía lo mismo: el señor Carmichael no se fiaba de ella. Le decía: “Voy al pueblo. Quiere que le traiga sellos, papel, tabaco?” Y notaba que ponía mala cara. No se fiaba de ella. Y la responsable era su mujer. Recordaba perfectamente el comportamiento de su esposa, que la había hecho adoptar a ella (a la señora Ramsay) una actitud dura e inflexible de rechazo en la horrible habitación de St. John’s Wood, cuando vio con sus propios ojos cómo aquella odiosa mujer lo corría de la casa. Iba descuidado, la chaqueta llena de manchas y se movía con la pesadez de un anciano que ya no tiene nada que hacer en el mundo; y ella le obligó a salir de la habitación. Le dijo, de aquella manera suya tan odiosa: “Ahora la señora Ramsay y yo queremos hablar un poquito a solas”, y la señora Ramsay vio, como si los tuviera delante de los ojos, los innumerables sufrimientos de su vida. ¿Tenía dinero suficiente para comprar tabaco? ¿Estaba obligado a pedírselo a su mujer? ¿Media corona? ¿Dieciocho peniques? No podía pensar sin alterarse en las pequeñas indignidades a que lo sometía. Y ahora siempre (el porqué no lograba adivinarlo, excepto que probablemente tenía que ver de algún modo con aquella mujer) la evitaba. Nunca le contaba nada. Pero ¿qué más podía haber hecho ella? Le habían dejado una habitación soleada. Los chicos se portaban bien con él. La señora Ramsay no había dado nunca la menor señal de que no deseara tenerlo allí. De hecho se esforzaba muy especialmente por mostrarse amable. ¿Quiere usted sellos, quiere usted tabaco? Aquí tiene un libro que quizá le guste, y otras cosas parecidas. Y después de todo... después de todo (aquí, de manera insensible, se irguió, presentándosele, como le sucedía muy pocas veces, el sentimiento de su propia belleza)... después de todo, en general no le resultaba difícil hacerse agradable a otras personas; George Manning, por ejemplo; el señor Wallace; pese a ser famosos, venían a verla una velada, con toda calma, para hablar a solas junto al fuego. Llevaba consigo a todas partes, le era imposible no saberlo, la antorcha de su belleza; la llevaba bien derecha en cualquier habitación en la que entraba y, después de todo, por mucho que tratara de esconderla y rehuyera la monotonía de soportar lo que aquello le imponía, su belleza saltaba a la vista. La habían admirado. Había sido amada. Había entrado en habitaciones donde se encontraban personas que lloraban algún difunto. Habían corrido lágrimas en su presencia. Hombres, y también mujeres, olvidados de la complejidad del mundo, se habían permitido con ella el alivio de la simplicidad. La ofendía que el señor Carmichael la rehuyera. Se sentía herida. Y además su actitud no era clara, no era tajante. Aquello era lo que más le importaba, produciéndose como se producía a continuación del descontento que le había hecho sentir su marido; lo que más la afectaba ahora, cuando el señor Carmichael pasaba cerca, caminando lentamente, con un libro bajo el brazo y calzado con zapatillas amarillas, y se limitaba, ante sus preguntas, a asentir con la cabeza, era que sospechaba de ella; y la posibilidad de que todo aquel deseo suyo de dar, de ayudar, fuese vanidad. ¿No era su propia satisfacción el motivo de que deseara tan instintivamente ayudar, dar, de manera que la gente dijese de ella: “¡Oh, señora Ramsay! Querida señora Ramsay... ¡La señora Ramsay, por supuesto!”, y la necesitaran y mandaran a buscarla y la admirasen? En el fondo no era otra cosa lo que quería y, por consiguiente, cuando el señor Carmichael la evitaba, como hacía en aquel momento, dirigiéndose hacia algún rincón donde se dedicaba interminablemente a los acrósticos, no sólo se sentía desairada, sino que tomaba conciencia de la mezquindad de alguna parte de su ser y también de las relaciones humanas, qué imperfectas son, qué despreciables, qué egoístas, en el mejor de los casos. Ahora que descuidaba a veces su arreglo personal, que el desgaste de la vida la había agotado y que no era ya, casi con toda seguridad (las mejillas hundidas, el cabello blanco), un objeto que llenara de alegría los ojos que la contemplaban, lo mejor que podía hacer era consagrarse a “La mujer del pescador” y aplacar de aquel modo el manojo de nervios que era James (sin duda alguna el más susceptible de sus hijos).
—El hombre sintió un peso en el corazón —leyó en voz alta— y no quiso ir. Se dijo: “No es justo”. Y, sin embargo, fue. Y cuando salió al mar el agua era casi de color СКАЧАТЬ