Название: Historia de la estrategia militar
Автор: Jeremy Black
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788432152924
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1.
Contextos estratégicos en el siglo XVIII
ES EN EL SIGLO XVIII CUANDO NACE en Occidente un lenguaje formal de la estrategia. Así pues, se puede decir que el trasfondo histórico del cambio en la práctica estratégica fue la Revolución francesa, y posteriormente, en el siglo XIX, los análisis que hicieron Jomini y Clausewitz. Sin embargo, no está claro qué relevancia tenga esto visto desde Pekín, Deli u otras capitales no occidentales, por más que, como se ha dicho en la introducción, el lenguaje formal de la estrategia no fuese el elemento clave.
En todo caso, como en otros periodos, los valores culturales fueron de gran importancia en la concepción y la implementación de la estrategia. En el más amplio sentido, esto es cierto en un mundo de religiones que competían entre sí, en el que la tolerancia era vista en general como una debilidad y el conflicto bélico religioso, o al menos el conflicto a secas, como una necesidad. La animosidad estaba muy arraigada. Siendo más específicos, la rivalidad dinástica, fuese entre los borbones y los Habsburgo o entre los otomanos y los safávidas, tenía que entenderse en términos culturales, a causa de las dinámicas de largo alcance del prestigio y el control territorial implicados en las consideraciones dinásticas[1].
Adoptando una perspectiva funcional moderna, podría decirse que la cuestión dinástica operó como una norma moderadora al limitar las reclamaciones, contener los intereses y requerir una regulación en los cambios de soberanía[2]. El resultado es que las dinastías fueron un aspecto de un sistema basado en normas, un sistema que cabe describir en términos de «la ley de las naciones y los usos comúnmente reconocidos y practicados entre todas las naciones de Europa»[3]. Además, este sistema internacional podía generar desarrollo y expansión. Esto es particularmente cierto en cuanto a Europa, en la que había una serie de Estados independientes con una base cultural similar. Esta situación produjo innovaciones en las relaciones internacionales, como en el establecimiento de la paz en el Tratado de Westfalia (1648), y posteriormente, en el siglo XVIII, en la forja de ligas marítimas que protegiesen el comercio neutral de eventuales bloqueos. La estrategia fue alumbrada para contrarrestar la posición dominante británica en los mares, o, al menos, para salvaguardar el comercio de los aspectos más problemáticos de la posición dominante británica en los mares[4].
No obstante, junto a sus fortalezas prácticas, este sistema internacional basado en dinastías internacionales no siempre encajó bien las relaciones entre las diferentes culturas, y también hay que decir que, cuando su objetivo fue evitar las guerras, tampoco funcionó del todo bien en el interior de cada una de estas culturas. De hecho, la orientación dinástica era por lo general competitiva, y también, como ocurrió con Austria entre las décadas de 1690 y 1730, podía llegar a imponerse a otros elementos. Las guerras sucesorias, de una u otra clase, fueron el resultado de las alianzas matrimoniales estratégicas, y en ellas estuvo implicado un factor de fortuna en mayor medida que en muchos de los esquemas expansionistas del siglo XIX.
La política dinástica fue también específica y contingente y, como tal, supuso tareas muy difíciles para la estrategia de los monarcas y las familias reinantes. La protección de Hanover sobre Gran Bretaña tras el ascenso de la dinastía de Hanover en 1714 fue uno de los ejemplos más llamativos, aunque incluso lo fue más el intento austríaco durante la guerra de sucesión española (1701-1714) de incorporar España a su imperio.
Más allá de la competición entre las dinastías de los diferentes Estados, la búsqueda de estatus en el interior de las dinastías, a medida que los gobernantes se enfrentaban a la reputación de sus predecesores, y también entre las sucesivas dinastías que gobernaron el mismo Estado, fue uno de los aspectos de cierta inclinación a la «gloria». Esta búsqueda tomó en gran medida la forma de una justificación del reinado en términos de victorias militares, dado el énfasis generalizado en el valor de la reputación, y el hincapié que se hacía en la gloria de los predecesores[5]. Las imágenes visuales del pasado glorioso estaban muy presentes. Felipe V de España (r. 1700-1746) pasaba tiempo en su palacio de Sevilla, en el que los tapices que aún cuelgan de las paredes muestran el éxito de las expediciones contra el norte de África de Carlos V de Alemania y I de España, emperador del Sacro Imperio Romano a principios del siglo XVI. El propio Felipe fracasó en su intento de invadir Portugal en 1704. Luis XV de Francia, que emprendió diversas campañas, y Luis XVI, que no, tuvieron ambos que enfrentarse a la cuestión de estar a la altura de la imagen creada por Luis XIV. Francia ayudó a las trece colonias británicas que se convirtieron en el corazón de los Estados Unidos a independizarse de los británicos en 1783, pero esto no aportó beneficio alguno a Luis XVI en términos de prestigio personal, pues nunca estuvo en una campaña militar. La fuerte asociación entre el prestigio monárquico y el éxito militar quedó demostrada por el emperador Qianlong en su tratado Yuzhi shiquan ji («En conmemoración de las diez victorias militares completas»), compuesto en 1792, un tratado que redefinía los fracasos chinos contra Birmania (Myanmar) y Vietnam como éxitos.
Los gobernantes tendían, cuando podían, a comandar sus fuerzas en la batalla, una integración del liderazgo político y militar que podía por sí solo proyectar una imagen de firmeza, como en el caso de Federico II el Grande (r. 1740-1786), lo cual contribuyó a que los gobernantes compitieran entre sí, al tiempo que competían con el pasado. El interés directo y el compromiso personal de los gobernantes fueron muy significativos para la cultura estratégica, como lo fue la idea del juicio a través de la batalla bajo la forma de un conflicto casi ritualizado[6]. El esplendor real servía, además, como base del esplendor nobiliario. El culto al conflicto audaz contribuyó a definir el honor y la fama, ya fuesen individuales, familiares o colectivas. En 1734, Felipe V declaró que la guerra era necesaria para la estabilidad política de la monarquía francesa, un comentario que criticaba abiertamente al cardenal Fleury[7], el primer ministro francés entre 1726 y 1743, un clérigo anciano que no estaba precisamente comprometido con la guerra, aunque durante su ministerio Francia fue a la guerra en 1733 y 1741.
El honor y la reputación personal eran cruciales para los comandantes[8], y el condicionamiento cultural relacionado que dinamizaba el culto al honor resultaba central para las relaciones entre los civiles y el ejército, limitando los procesos burocráticos. Los valores marciales para la élite podían abogarse incluso en Estados como el británico que tenían un ethos más comercial[9], un proceso que se reproduciría en la Norteamérica del siglo XIX. Como un aspecto de la «gloria», la noción de un lugar en la historia sigue muy vigente en nuestros días, lo cual sirve, a su vez, como recordatorio de las continuidades en la estrategia y de su carácter histórico. Muchos Estados se enorgullecen de su poder militar y de sus éxitos, pasados y presentes.
La elevación del pasado proporciona otro elemento de continuidad, bajo la forma de episodios discretos que ofrecen claras lecciones; son tanto advertencias como bloques con los que construir la estrategia. Es lo que ocurre hoy cuando se mencionan «Múnich», «Suez», «Vietnam», y ahora también «Irak», «Afganistán», «Libia» y «Siria». Existen equivalentes obvios en periodos anteriores, ejemplos que han aportado al pensamiento y al debate estratégico. En Gran Bretaña en el siglo XVIII hubo muchas referencias a épocas anteriores, sobre todo a la contienda de Isabel I contra España, y el legado de los sucesos del periodo 1688-1714 también fue prolífico en las siguientes décadas. En la Cámara de los Lores en noviembre de 1739 John, Lord Carteret, un talentoso antiguo diplomático y Secretario de Estado, entonces en la oposición, no solo presionó para que se adoptase una perspectiva estratégica sobre las victorias en las Indias Occidentales sobre España, también sostuvo que Guillermo III (r. 1689-1702), el monarca que fue la estrella polar de la virtud Whig, había entendido la lógica de esa política[10]. En 1758, el término «doctrina» fue empleado en la discusión acerca de si Gran Bretaña estaba cumpliendo el designio de Guillermo de mantener los Países Bajos (las actuales Bélgica y Holanda) fuera del control francés[11].
El proceso es aún fácil de entender en Gran Bretaña, ya que desató un extenso debate público y escrito СКАЧАТЬ