Название: Horizontes del cangrejo
Автор: Armando Valdés-Zamora
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: LITERATURA
isbn: 9786075476094
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Todos coincidieron en que llevaría mucho tiempo localizar esa dichosa copa, al parecer –se explicaba Georges– llevada en la valija diplomática del Vaticano a La Habana por un francés y un colombiano calvo residente en Bruselas, para ser vendida a coleccionistas privados por intermedio de un funcionario del gobierno cubano.
Fue Sinesio quien le abrió la puerta a Melusina fingiendo ambos un saludo de conocidos de vista, antes de ser presentada a Georges. El maratonista siguió las reacciones del casi belga, y se dijo que si no encontraban la dichosa copa, algún otro trofeo y unos cuantos dólares deberían quedar de la visita de Georges.
III
Ella había limitado sus territorios a la prohibición de acceso a ciertas zonas de su cuerpo y al cuarto alquilado. Desde que César se fue a México ella comenzó a decorarlo con los resultados de botines imprevistos, aun cuando todo lo que representara permanencia le desagradaba. Lo más llamativo era un afiche gigante de Madonna colgado detrás de la cabecera de la cama, regalo de Douglas, el canadiense. Las paredes eran de un blanco forzado de visibles capas de pintura de cal que trataban de borrar viejos grafitis y la humedad de las paredes. Sobre las frases y versos escritos por César y sus amigos en las épocas antes y post Melusina, ella había pasado varias manos de pintura hasta llegar a tapar casi por completo los residuos de la escritura.
Esa noche le tocaba quedarse en el cuarto y al ver que no llegaba, él temió que ella hubiera olvidado su noche semanal compartida, o que se hubiera ido sin estratégicas introducciones a acostarse con el belga. Puso una casete de Feliciano y se quedó sentado en la cama viendo las luces que entraban por la ventana entreabierta.
Cuando Sinesio explicó que debía irse –dejando el campo libre a la acción– Aquiles le propuso a Melusina y a Georges caminar un poco por La Habana Vieja. La mirada que quiso creer nerviosa de Georges al ser presentados, le adelantaba una debilidad a explotar con sus encantos. No hay por qué apurarse, éste es un pálido culturoso que por lo que dice, parece hacer el negocio más por enredadas aficiones culturales que por dinero.
Georges motivado por una lejana semejanza con su esposa –si la imaginaba con otras ropas, otro corte de pelo y Brujas de escenografía– una vez solos le dio más detalles de su viaje. Le explicó que un grupo de fanáticos del poeta Gérard de Nerval buscaba con desespero la susodicha copa que representaba no sé que oscuro mensaje de despedida. La copa es menos una joya escultural atribuida sin mucha convicción a un tal Jean du Seigneur, que un símbolo de la asociación parisina de lectores ocultistas de Nerval, encargada de pagar mi viaje. Eso sí, nada comentó sobre la significación alquímica que otorgaban a dicha copa los contemporáneos descifradores del poeta, y todavía menos acerca del original de la última carta escrita por Nerval horas antes de ahorcarse –carta donde el poeta presagió :»la nuit sera noire et blanche», cito yo, el narrador–, supuestamente conservada en el interior de la cúpula, idea ésta al parecer de su amigo el pintor Chenavard, para, según él, abreviar la comunicación del ilustre espíritu del poeta con el mundo celestial.
Él no la invitará esa primera noche a dormir a su habitación del hotel Riviera –no me hubieran dejado subir de todas formas, le dirá ella en Trinidad–, pero le anunciará el deseo de verla al día siguiente y de viajar juntos a provincia.
Ella regresará en un taxi – pagado por él, claro – hasta su cuarto, y al comenzar a subir la escalera de caracol recordará que es domingo. Sinesio no la sentirá llegar, se habrá quedado dormido mirando la luna a través de la ventana y tarareando infinidad de veces los estribillos de la canción “La copa rota” de Feliciano.
IV
Sinesio terminó de correr los kilómetros del lunes y subió a darse una ducha. Tomó dos cucharadas de miel de abejas y entró al baño. Comenzó a pasarse una esponja enjabonada con el Palmolive de Melusina y vio restos de su pelo rubio transformados en figuras geométricas brillando sobre la capa también amarilla del jabón. Tuvo el deseo repentino de masturbarse al acariciar su serpiente con el jabón y los pelos, corrió la cortina a la búsqueda de su cuerpo sobe la cama, y comprobó aliviado que el ruido del ventilador atenuaba el de la ducha y no molestaba su sueño.
Continuó enjabonándose hasta detenerse en el tatuaje de su sexo que debido a la erección del frotamiento del jabón, permitían a la serpiente azulosa con alas extenderse hasta el borde delimitador del prepucio. La idea había sido de Aquiles y de La Serpiente emplumada. Fue este último quien después de largas sesiones de convencimiento en las cuales aclaraba que el hecho de aceptar no significaba que él fuera pájara, lo convenció de tatuarle la serpiente, no emplumada como yo, le dijo, sino con alas, serpiente apurada en despegar o, en entrar...macho como eres. Él lo aceptó después de comprobar las habilidades artísticas de La Serpiente con decenas de clientes, porque le recordaba las conversaciones de niño en el barrio cuando se comentaban los tatuajes hechos en la cárcel y las pruebas de virilidad del diamante fijado en la punta del sexo.
Para su satisfecha sorpresa la primera vez que él desenfundó la serpiente aérea delante de Melusina, como por arte de magia fracasaron las reticencias de ella a rendir el centro posterior de su cuerpo.
Sinesio salió en puntillas de pies evitando despertarla. Cuando imaginó que estaría de espaldas abriendo la puerta, Melusina entreabrió los ojos para verlo salir antes de levantarse, lo que hizo cuando sus pasos descendieron, furtivamente, los escalones metálicos de la escalera de caracol.
V
Fueron directamente a Trinidad, la Brujas de ustedes, le dijo él, sin que ella entendiera muy bien: una ciudad conservada intacta, quiero decir, detenida en el tiempo. Ella había aprendido a atenuar con la maldad las incomunicaciones pasajeras que provocan las diferencias de idiomas, la mención de lugares, o las citas librescas que ignoraba. Sabía que su cuerpo y su belleza callada atraían a esos amantes cansados de algo, abandonados por algo, a la búsqueda de otro algo que allí, en aquella isla, tenía que ser ella si no quería que otra de las miles de aspirantes a cortesanas la desplazara de su oportunidad.
En Trinidad estuvieron tres días caminando – para complacerlo – por esos lugares fotografiados en las ilustraciones de folletos de turismo. Ella prefería que después de los recorridos por calles empedradas y los almuerzos en los que fingía con gestos amanerados no tener mucho apetito, se sentaran a descansar en coloniales tabernas renovadas. Una vez allí se las arreglaba para que fuera él quien más tomara. Decía, discúlpame un momento, y se iba al baño a vomitar lo bebido, se lavaba la boca, mascaba chicles, fumaba Malboros –que él le había comprado– y así borraba los residuos de olor a vómito de su aliento. O vertía el ron sobre alguna jardinera si era él quien iba a orinar, compadecía la torpeza de sus pasos al ritmo de la música, o simulaba ambigüedades que intentaban darle la imagen de un candor adolescente extorsionado, una СКАЧАТЬ