Название: Horizontes del cangrejo
Автор: Armando Valdés-Zamora
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: LITERATURA
isbn: 9786075476094
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Él aseguraría que llegó a escuchar las conversaciones de muchas personas que deambulaban sobre la cubierta. Y, ¿cómo olvidarlo?, que la marcha a todas luces fatigosa de aquel barco inundado de voces, se vio alterada por la cercanía ruidosa de otros barcos desde los cuales, a la vez que se vociferaba algo que parecían órdenes, salían primero –él llegó a verlos al sacar la cabeza a la superficie– chorros de agua lanzados por mangueras y un poco más tarde disparos que al estallar en la noche ahogaban también las voces a pesar que éstas, ahora, gritaban y gemían.
Cuando los disparos se propagaron y chocó el barco que al parecer perseguía al de las voces en cubierta –contaría él más tarde– perdí la noción de dónde me encontraba y de lo que estaba ocurriendo. Algunas balas terminaban sus silbidos al atravesar las olas espumosas y pasaban a mi lado o ante mi careta empañada por el susto irregular de mis soplidos, inofensivas ya, y sin fuerzas, como las burbujas de los chorros de agua de las mangueras.
Decidí zambullirme y mantenerme bajo el agua nadando a toda velocidad lo más profundo que pudiera. Vi sólo una vez más a Delfín. Pero no estoy seguro que esto que recuerdo es cierto o una invención debido a la confusión de tiros, gritos, espirales de agua, ruidos de motores y de cuerpos que caían al agua: una silueta más pequeña que la de Delfín se aferraba a su lomo y se perdía con él ante mis ojos hacia la parte más oscura e inmensa de la noche.
Mucho después deduciría que no supe orientarme con precisión y nadé en sentido contrario al deseado; nadé hacia la costa. Sólo eso explica, me digo, que me haya despertado por la brisa del amanecer sobre la arena de una playa.
Hui a rastras de la orilla hasta adentrarme en unos manglares y llegar a una carretera. Sí, me paró el chofer de un camión a quien, con la lengua tropelosa y gagueando al articular cada sílaba, le di mi antigua dirección en la tierra, es decir, en La Habana.
—No está tan lejos su casa, respondió, aunque usted parece haber nadado mucho tiempo para buscarla. Cualquiera diría que es usted un pez…sino fuera porque habla….
Ante esta observación que iba acompañada de un rápido y malicioso examen de todo mi cuerpo, me di cuenta que estaba cubierto de una mezcla de residuos de algas, salitre, alguna que otra hoja o gajo de uvas caletas y de granos de arenas incrustados en la piel.
En la carrera, ahora recuerdo, me había despojado de mi careta y de mis patas de rana inútiles, si quería avanzar más rápido.
El hombre comenzó a reírse como si mi asombro le impidiera contener la hilaridad un tanto comedida de sus palabras. Me dijo que buscara detrás, en la cabina donde solía dormir cuando iba a provincia, un overol de mecánico con el que me vestí después de sacudirme lo mejor que pude y de tomar un trago de una botella de ron que él me brindara.
Estaba amaneciendo en La Habana. Las luces del alba que parecen venir más del horizonte a esa hora que del cielo, se extendían por una ciudad donde pocos transeúntes vagaban y algún que otro ciclista, siempre con algo voluminoso, envuelto en sogas, nylon o sacos de yute, atado a la parte trasera de sus bicicletas chinas, pedaleaba con dificultad a pesar del todavía reciente comienzo del día.
Es verdad que respiré con alivio, lo consiento, cuando bajándome del camión reconocí la esquina, a esa hora desierta, de la calle donde había pasado tantos años de mi vida antes de irme a vivir bajo el agua.
No sé qué tiempo había pasado ni quisiera saberlo. Tuve que tirar con fuerza e insistir un buen rato para romper la cadena de plata y sacar las llaves, bastante oxidadas, que había atado a mi pie derecho, antes de entrar a mi casa.
Todo parecía haberse conservado intacto desde el anochecer de mi partida. Las capas de polvo y alguna que otra tela de araña, así como la oscuridad al fin mitigada al encender la luz y, sobre todo, al abrir el ventanal que daba a la cercana costa, no me impidieron reconocer el antiguo orden impuesto por la presencia de mi sillón, el sofá raído, los libros dispersos que sobrevivieron a las ventas por sus irrelevantes valores. Esta paz congelada al parecer por la ausencia total de visitantes se vería perturbada al abrir la puerta del único cuarto de mi casa.
Extendido, diríamos que acostado a todo lo largo de mi ancha cama, estaba Delfín. Por un tiempo que supongo de varios minutos, no me moví y hasta en mi perplejidad imaginé que él no quería tampoco moverse. Como el primer día en que nos conocimos, me dije, allá, bajo el agua.
Me quedé un rato esperando en vano las respuestas a mi mirada fija en sus ojos abiertos. Conté los orificios y hasta toqué su piel aún grasosa y ahora extrañamente fría en ese habanero verano de julio. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, era el número de huecos, de toda evidencia, provocados por balas, que se extendían por su cuerpo inerte.
Abrí la ventana del cuarto que se iluminó un poco más con el sol del final de la mañana. La luz que daba de frente en este lado de la casa me obligó a cerrar mis pupilas encandiladas.
Salí del cuarto. Antes de ir a la sala empujé la puerta del baño, comprobé que había agua, puse el tapón a la bañadera que me pareció haber acentuado el desgaste del remoto color marfil de su mármol, y dejé que el agua comenzara a llenarla. En la cocina, después de enjuagar un jarro, puse a hervir agua.
El ruido intermitente del gorjeo del chorro, que por su debilidad insinuaba extenso el tiempo de espera para llenar la bañadera, siguieron a los de mis pasos cuando volví a la sala.
Levanté la sábana azul con la que había cubierto mi sillón antes de irme, y me senté a balancearme mirando a través del ventanal hacia el horizonte como antes, cuando leía y soñaba día tras día con irme a mirar de cerca a los peces bajo el agua.
Las dos copas de nerval
Hubo un rey en Thule,
Quien fue fiel hasta la tumba
A quien su amante, muriendo,
Una copa de oro entregó
(Der Köning un Thule,)
Goethe, Fausto, Parte 2 (2759-2782)
A veces pienso que nunca soy tan libre como durante ese par de horas
en las que troto por el sendero fuera de las verjas y doy vueltas alrededor
de ese roble pelado y barrigón que hay al final.
A mi alrededor todo está muerto, pero para bien,
porque está muerto antes de cobrar vida siquiera,
no muerto tras haber estado vivo. Así es como lo veo yo.
ALAN SILLITOE
La soledad del corredor de fondo
I
La imagen de Melusina saliendo desnuda del agua entre él y la luna, la madrugada en que celebraban en la costa la invitación de Georges a viajar a Bélgica, le confirmó a Sinesio el presentimiento de cuando la conoció en casa de El Argonauta. Ella tenía que ser quien lo ayudaría a escapar de aquel callejón sin salida en que La Habana se había convertido para un tipo como él, destinado a correr un día los principales maratones del mundo y a vivir otra vida diferente a la de aquella isla, donde se había visto incluso obligado a compartir la mujer que le gustaba СКАЧАТЬ