Название: El hombre que perdió su sombra
Автор: Adelbert von Chamisso
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9786079889883
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Ya habíamos llegado a los rosales. La bella Fanny,11 según todas las apariencias la reina del día, se empeñó en cortar ella misma una rosa de una rama florida y se pinchó con una espina. Como si fuera de la oscura rosa, corrió púrpura por la suave mano. Este hecho puso en movimiento a todos los acompañantes. Alguien pidió emplasto inglés. Un hombre alto, más bien viejo, delgado y seco, siempre callado, que pasaba junto a mí, y en el que no me había fijado antes, metió enseguida la mano en el estrecho bolsillo del faldón de su levita gris, al antiguo estilo de Franconia,12 sacó una carterita, la abrió y ofreció a la dama con una devota inclinación lo que se pedía. Ella lo recibió sin fijarse siquiera en quién lo daba y sin dar las gracias. Vendada la herida, todos siguieron colina arriba. Querían gozar desde lo alto de la amplia vista sobre el verde laberinto del parque hasta el infinito océano.
La vista era verdaderamente amplia y magnífica. Un punto luminoso apareció en el horizonte entre las oscuras olas y el azul del cielo.
—¡A ver, un catalejo! —gritó John.
Y antes de que la caterva de criados que atendió a su llamado pudiera ponerse en movimiento, ya se había inclinado humildemente el hombre de gris, había metido la mano en el bolsillo del abrigo, sacado un hermoso Dollond,13 y se lo había puesto en la mano al señor John. Éste, llevándoselo inmediatamente a un ojo, notificó a sus acompañantes que era el barco que había salido el día anterior y al que el viento contrario tenía detenido todavía a la vista del puerto. El catalejo pasó de mano en mano y nunca volvió a las de su propietario. Yo miré maravillado al hombre sin comprender cómo aquel aparato tan grande había salido de tan pequeño bolsillo; pero parecía que a nadie le había chocado y nadie volvió a preocuparse del hombre de gris, lo mismo que hacían conmigo.
Se sirvió un refrigerio; las más raras frutas de todas partes en las más preciosas fuentes. El señor John hizo los honores con fácil elegancia y me dirigió por segunda vez la palabra:
—Coma, por favor, esto no lo ha tenido en el mar.
Yo me incliné, pero él no lo vio; estaba hablando ya con otro.
Se habrían sentado todos en la hierba de la pendiente de la colina para contemplar el paisaje que se extendía enfrente si no hubieran temido la humedad del suelo. Alguno de los acompañantes comentó que habría sido divino tener alfombras turcas para extenderlas. Apenas expresado el deseo, el hombre del abrigo gris metió la mano en el bolsillo y con gran modestia y humildad sacó una rica alfombra turca tejida con oro. Los criados la tomaron como si aquello tuviera que ser así y la desenrollaron en el sitio deseado. Todos se acomodaron en ella sin más. Yo miré de nuevo pasmado al hombre, al bolsillo y a la alfombra, que medía más de veinte pasos de largo y diez de ancho, y me restregué los ojos sin saber qué pensar, sobre todo porque nadie encontraba maravilloso aquello.
Me habría gustado informarme sobre aquel hombre y preguntar quién era, pero no sabía a quién dirigirme, porque temía casi más a los señores sirvientes que a los señores servidos. Finalmente me armé de valor y me acerqué a un joven que me pareció de aspecto más modesto que los otros y que se quedaba solo bastantes veces. Le rogué en voz baja que me dijese quién era aquel hombre tan atento vestido de gris.
—¿Ése que parece el cabo de una hebra de hilo escapado de la aguja de un sastre?
—Sí, ése que está ahí solo.
—No lo conozco —fue su respuesta.
Y, al parecer, para evitar seguir hablando conmigo, se dio la vuelta y empezó a hablar de cosas indiferentes con otro.
Empezó a calentar más el sol y molestaba a las damas. La bella Fanny se dirigió indolentemente al hombre gris, al que nadie, que yo sepa, había hablado hasta entonces, y le hizo la tonta pregunta de si no tendría también una tienda de campaña. Él contestó con una profunda inclinación como si hubiera recibido un honor inmerecido, y ya tenía la mano en el bolsillo, del que vi salir telas, barras, cuerdas, hierros; en pocas palabras, todo lo necesario para una magnífica tienda de lujo. Los jóvenes ayudaron a armarla y pronto cubrió la totalidad de la alfombra… Y nadie encontró en ello nada extraño.
A mí, que hacía rato que me parecía aquello inquietante, casi para dar miedo, me lo dio del todo cuando al siguiente deseo que alguien expresó lo vi sacarse del bolsillo tres caballos de montar; sí, tres caballos grandes, negros, preciosos, con silla y todo lo de montar. ¡Figúrate, por el amor de Dios! Tres caballos ensillados del mismo bolsillo de donde habían salido ya una carterita, un catalejo, una alfombra de veinte pasos de largo por diez de ancho y una tienda de lujo del mismo tamaño con todos sus hierros y palos. Si no te jurara haberlo visto con mis propios ojos, no podrías creerlo.
A pesar de lo rendido y humilde que parecía el hombre y de la poca atención que le prestaban los otros, su figura pálida, de la que no podía apartar los ojos, me resultaba tan repelente que ya no pude aguantarlo más.
Decidí apartarme de aquella gente, lo que me parecía bien fácil dado el insignificante papel que yo hacía allí. Pensé irme a la ciudad y a la mañana siguiente volver a intentar fortuna en casa del señor John y preguntarle a él mismo —si es que tenía el valor— sobre el hombre gris. ¡Ojalá hubiera sido así!
Había bajado ya la colina por entre los rosales, escurriéndome felizmente, y me encontraba en una pradera cuando, por miedo a que alguien me viera caminando por la hierba, lancé una escrutadora mirada a mi alrededor. ¡Qué susto me llevé al ver al hombre del abrigo gris detrás de mí y que venía a mi encuentro! Hasta se quitó el sombrero y se inclinó delante de mí tan profundamente como nunca nadie lo había hecho. No había duda: quería hablarme y yo no podía evitarlo sin parecer grosero. Me quité también el sombrero, me incliné y me quedé allí a pleno sol con la cabeza descubierta, como si hubiera echado raíces. Lo miré aterrorizado; estaba igual que un pájaro encantado por una serpiente. Él también parecía muy apurado. Levantó la vista, se inclinó varias veces, se acercó un poco y me dijo con una voz insegura, débil, poco menos que en el tono de un mendigo:
—¿Querrá el señor perdonar mi impertinencia por haberlo seguido de una manera tan desacostumbrada? Deseaba pedirle algo. Hágame el favor, se lo ruego…
—¡Pero, por Dios, señor! —dije lleno de miedo—. ¿Qué puedo hacer yo por un hombre que…?
Nos quedamos callados los dos y creo que nos pusimos colorados.
Después de un momento de silencio, volvió a hablar.
—Durante el corto tiempo que he tenido la suerte de encontrarme a su lado…, si me permite decírselo, señor, he podido contemplar con auténtica e indecible admiración la bellísima sombra que da usted en el suelo, esa magnífica sombra que, sin СКАЧАТЬ