Название: Juvenilla; Prosa ligera
Автор: Cané Miguel
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664110800
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Toda la variedad infinita de los medios de escapatoria, podía reducirse a tres sistemas principales: la portería, la despensa y el portón.—La portería, que da sobre el atrio de San Ignacio, requería, o elementos de corrupción para el portero o vías de hecho deplorables. La despensa y cocinas tenían una pequeña puerta a la calle Moreno que a veces quedaba abierta hasta tarde. El portón, una de esas portadas deformes de la colonia, daba a la calle de Bolívar, donde hoy se encuentra la entrada principal del Colegio. Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban en unas puntas de hierro que dejaban un espacio libre entre ellas y el pavimento.—Por allí había que pasar, pegado el cuerpo a la tierra, en mangas de camisa para no estropear el único jacquet de lujo y sintiendo muchas veces que las fieles puntas guardianes se insinuaban ligeramente en la espalda como una protesta contra la evasión. A pesar de todas sus dificultades, era el medio más generalmente elegido.—Pero aquí debo recordar una de esas curiosidades de colegio, que todos mis compañeros de entonces deben tener presente.
Se educaba allí desde tiempo inmemorial un tipo acabado de bohemio, lleno de buenas condiciones de corazón, haragán como una marmota, dormilón como el símil, con una cabeza enorme, cubierta de una melena confusa y tupida como la baja vegetación tropical, reñido con los libros que no abría jamás y respondiendo al nombre de "Galerón", sin duda por las dimensiones colosales del sombrero que tenía la función obligatoria y difícil de cubrir aquella cabeza ciclópea. Más tarde le he encontrado varias veces en el mundo ya en buena situación, ya bajo el peso de serias desgracias; le he conservado siempre un cariño inalterable. Le encontré en Arica, entre el ejército bloqueado de Montero, como corresponsal de un diario de Lima; estaba a bordo de la "Unión" el día sombrío de Angamos en que murió Grau.—Luego volví a verle en Lima; Piérola, cuya fortuna política había seguido y que estaba entonces en el poder, le ofreció empleos bastante lucrativos; sólo quiso aceptar un pequeño mando militar y un puesto en la vanguardia.—Esa conducta honrosa compensa muchas faltas. Había hecho también la campaña del Paraguay.
He hablado de Benito Neto.—Era un misterio profundo cómo Benito había conseguido, allá en épocas remotas y sin duda a favor de algún sacudimiento, de alguna convulsión caótica, nada menos que una llave del portón de la calle Bolívar! Nadie sabía dónde la guardaba y todas las empresas organizadas para robársela dieron siempre un fiasco completo. Benito la cuidaba, la aceitaba con frecuencia y tenía un aparato especial para extraer del caño todas las pelusas y migajas parásitas que iban allí a alojarse. Era para él el caballo del árabe o del gaucho, el fusil del cazador, la mandolina del provenzal errante, el instrumento y el sustentáculo de su vida.—Como con el rastreador Calíbar todos los prisioneros que tentaban evadirse, éranos forzoso contar con Benito cuando nos animaban iguales designios. Benito oía en silencio y luego preguntaba tranquilamente: "¿Dónde vamos?" Porque él no prestaba la llave jamás, no la alquilaba, no la vendía. El era siempre de la partida, fuere cual fuese el objetivo. En vano se le observaba: "Benito, ¡estamos los tres invitados a un baile!—Me presentarán.—¡Vamos a una comida a casa de Fulano!—Comeré.—¡Una tía mía está muy enferma!—La velaré.—Tengo una cita y....—Ha de haber alguna chinita sirviente."—A todo tenía respuesta, y le hemos visto asistir gravemente, con su eterno jacquet canela, a entierros de lejanos parientes de algún estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida y que acudía al arte de Benito. Era el Lord Flamborough de Sandeau, pegado al joven homeópata como la ostra a la peña.
V
A más de las escapadas nocturnas, había las cenas furtivas y algunas calaveradas soberbias de los grandes que nos llenaban de admiración.
El doctor Agüero estaba ya muy viejo; bueno y cariñoso, vivía en un optimismo singular respecto a los estudiantes, ángeles calumniados siempre, según su opinión.
Recuerdo un carnaval en que hicimos atrocidades en el atrio; los chicos, con las manos llenas de carmín, azul molido y harina, asaltábamos de improviso a los paseantes, les llenábamos los ojos y el rostro con la mezcla, y cuando aquellos hombres enfurecidos se nos venían encima, nos poníamos a cubierto, por medio de una ágil retirada, detrás del sólido baluarte de los puños de Eyzaguirre, Pastor, Julio Landívar, Dudgeon, el tranquilo Marcelo Paz que sólo levantaba el brazo cuando veía pegar a un débil, etc. El pugilato comenzaba, guardándose estrictamente las reglas de caballería; pero el asaltante, olvidado del noble ejercicio, no llevaba la mejor parte.—Uno de ellos, un francés que tenía una peluquería frente al Colegio y que nos profesaba suma antipatía por nuestro escaso consumo de sus artículos, fué preparado por mí y ribeteado por Eyzaguirre; justamente enfurecido, se precipitó a llevar la queja al doctor Agüero. Un chico le previno y presentándose llorando ante el anciano, le dijo que aquel hombre le había pegado y que Eyzaguirre le había defendido. ¡Decir el furor del buen Rector! Quería mandar preso al peluquero, que ante aquella amenaza quedó estupefacto; pero la denuncia surtió su efecto, porque, para que no nos pegaran más (y lo decía sinceramente) nos hizo abandonar el atrio.
VI
Había la vieja costumbre, desde que el doctor Agüero se puso achacoso, de que un alumno le velara cada noche. No se acostaba; sobre un inmenso sillón Voltaire (no sospechaba el anciano la denominación!) dormitaba por momentos, bajo la fatiga. Teníamos que hacerle la lectura durante un par de horas para que se adormeciera con la monotonía de la voz y tal vez con el fastidio del asunto. ¡Cuán presente tengo aquel cuarto, débilmente iluminado por una lámpara suavizada por una pantalla opaca, aquel silencio sólo interrumpido por el canto del sereno y, al alba, por el paso furtivo de algún fugitivo que volvía al redil! Leíamos siempre la vida de un santo en un libro de tapas verdes, en cuya página ciento uno había eternamente un billete de veinte pesos moneda corriente, que todos los estudiantes del colegio sabíamos haber sido colocado allí expresamente por el buen Rector, que cada mañana se aseguraba ingenuamente de su presencia en la página indicada y quedaba encantado de la moralidad de sus hijitos, como nos llamaba.
Más de una noche me he recordado en el sofá al alcance de su mano, donde me tendía vestido; me daba una palmadita en la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: "duerme, niño, todavía no es hora". La hora eran las cinco de la mañana, en que pasábamos a una pieza contigua, hacíamos fuego en un brasero, siempre con leña de pino y le cebábamos mate hasta las siete. Luego nos decía: "ve a tal armario, abre tal cajón y toma un plato que hay allí. Es para tí". Era la recompensa, el premio de la velada y lo sabíamos de memoria: un damasco y una galletita americana, que nos hacía comer pausada y separadamente, el damasco el último.
Jamás se nos pasó por la mente la idea de protestar contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos como un deber de hijos para con el padre viejo y enfermo.—Sólo uno que otro desaforado aprovechaba el sueño del anciano, durante su velada de turno, ya para escaparse, ya para darse una indigestión de uvas, trepado como un mono en las ricas parras del patio.
El doctor Agüero fué un hombre de alma buena, pura y cariñosa; sobrevivió muy pocos meses a su separación del Colegio y hoy reposa en paz bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.