Juvenilla; Prosa ligera. Cané Miguel
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Читать онлайн книгу Juvenilla; Prosa ligera - Cané Miguel страница 10

Название: Juvenilla; Prosa ligera

Автор: Cané Miguel

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664110800

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СКАЧАТЬ detener su mano y entre todos los profesores fué el único al que admitíamos usara hacia nosotros gestos demasiado expresivos. Un profesor se había permitido un día dar un bofetón a uno de nosotros, a Julio Landívar, si mal no recuerdo, y éste lo tendió a lo largo de un puñetazo de la familia de aquel con que Maubreil obsequió a M. de Talleyrand; otra vez desmayamos de un tinterazo en la frente a otro magister que creyó agradable aplicarnos el antiguo precepto escolar; pero jamás nadie tuvo la idea sacrílega de rebelarse contra Jacques. Bajo el golpe inmediato, solíamos protestar, arriesgando algunas ideas sobre nuestro carácter de hombres libres, etc. Pero una vez pasado el chubasco, nos decíamos unos a otros, los maltratados, para levantarnos un poco el ánimo: "¡Si no fuera Jacques!"... ¡Pero era Jacques!

       Índice

      Recuerdo una revolución que pretendimos hacer contra D. José M. Torres, Vice-Rector entonces y de quien más adelante hablaré, porque le debo mucho. La encabezábamos un joven Adolfo Calle, de Mendoza, y yo.—Al salir de la mesa lanzamos gritos sediciosos contra la mala comida y la tiranía de Torres (las escapadas habían concluído!) y otros motivos de queja análogos. Torres me hizo ordenar que me le presentara, y como el tribuno francés, a quien plagiaba inconscientemente, contesté que sólo cedería a la fuerza de las bayonetas. Un celador y dos robustos gallegos de la cocina se presentaron a prenderme, pero hubieron de retirarse con pérdida, porque mis compañeros, excitados, me cubrieron con sus cuerpos, haciendo descender sobre aquellos infelices una espesa nube de trompadas. El celador que, como Jérges, había presenciado el combate de lo alto de un banco, corrió a comunicar a Torres, plagiando él a su vez a Lafayette en su respuesta al conde de Artois, que aquello no era ni un motín vulgar, ni una sedición, sino pura y simplemente una revolución. El señor Torres, no por falta de energía por cierto, sino por espíritu de jerarquía, fué inmediatamente a buscar a M. Jacques, Rector entonces del Colegio y que vivía en una casa amarilla en la esquina de Venezuela y Balcarce. Pero nosotros creíamos que había ido a traer la policía y empezamos los preparativos de defensa.—Recuerdo haber pronunciado un discurso sobre la ignominia de ser gobernados, nosotros republicanos, por un español monárquico, con citas de la Independencia, San Martín, Belgrano, y creo que hasta la invasión inglesa.—Otros oradores me sucedieron en la tribuna, que era la plataforma de un trapecio, y la resistencia se resolvió. En esto oímos una detonación en el claustro, seguida de varias otras, matizadas de imprecaciones. Algunos conjurados habían esparcido en los corredores esas pequeñas bombas Orsini que estallan al ser pisadas. Era M. Jacques que entraba, irritado como Neptuno contra las olas. Desgraciadamente, no creyó que convenía primero calmar el mar, sino que puso el quos ego.... en acción. Al aparecer en la puerta del gimnasio, un estremecimiento corrió en las filas de los que acabábamos de jurar ser libres o morir.—No de otra manera dejaron los persas penetrar el espanto en sus corazones, cuando vieron a Pallas Athenea flotar sobre el ejército griego, armada de la espada dórica, en el llano de Marathon.—Vino rápido hacia mí y....! Luego me tomó del brazo y me condujo consigo. No intenté resistir y echando a mis compañeros una mirada que significaba claramente: "¡Ya lo veis! ¡Los dioses nos son contrarios!" seguí con la cabeza baja a mi vencedor. Llegados a la sala del Vice-Rector, recibí nuevas pruebas de la pujanza de su brazo y un cuarto de hora después me encontraba ignominiosamente expulsado, con todos mis penates, es decir, con un pequeño baúl, del lado exterior de la puerta del Colegio.—Eran las ocho y media de la noche: medité. Mi familia y todos mis parientes en el campo, sin un peso en el bolsillo,—¿qué hacer? Me parecía aquella una aventura enorme y encontraba que David Copperfield era un pigmeo a mi lado; me creía perdido para siempre en el concepto social. Vagué una hora, sin el baúl, se entiende, que había dejado en depósito en la sacristía de San Ignacio y por fin fuí a caer sobre un banco de la plaza Victoria. Un hombre pasó, me conoció, me interrogó y tomándome cariñosamente de la mano, me llevó a su casa, donde dormí en el cuarto de sus hijos, que eran mis amigos.—Era D. Marcos Paz, Presidente entonces de la República y uno de los hombres más puros y bondadosos que han nacido en suelo argentino.

      Varios enemigos de Jacques quisieron explotar mi expulsión violenta y vieron a mi madre para intentar una acción criminal contra él. Mi madre, sin más objetivo que mi porvenir, resistió con energía, vió a Jacques, que ya había devuelto desgarrada una solicitud del Colegio entero por nuestra readmisión (Calle había seguido mi suerte) y después de muchas instancias, consiguió la promesa de admitirme externo, si en mis exámenes salía regular. La suerte y mi esfuerzo me favorecieron y habiendo obtenido ese año, que era el primero, el premio de honor, volví a ingresar en los claustros del internado.

       Índice

      Nada mortificaba más a Jacques que ver un alumno dormido durante sus explicaciones; el desdichado tenía siempre un despertar violento. Los cuchicheos, la novela debajo del banco, leída a hurtadillas, le ponían fuera de sí. Entraba en la clase con su paso reposado y durante media hora, con un enorme pedazo de tiza en la mano, que solía limpiar negligentemente en la solapa de la levita, explicaba la materia con su voz grave y sonora. A medida que se animaba, sacaba un cigarrillo de papel, lo armaba y lo colocaba sobre la mesa. Pero mientras buscaba fósforos se olvidaba del cigarro, sacaba otro y así sucesivamente, hasta que, agotada su provisión, se dirigía a uno de nosotros y nos pedía uno, que nos apresurábamos a darle, encendido el rostro, pero sin hacerle la menor indicación hacia los que estaban enfilados sobre la mesa.

      Luego nos dictaba nuestros cuadernos, pero con una rapidez tal de palabra, que, siendo casi imposible seguirle, habíamos adoptado con mi vecino del primer banco y amigo, Julián Aguirre, hijo de Jujuy y actualmente magistrado distinguido, un sistema de signos abreviativos. Así las voces largas, como circunferencia, perpendicular, etc., eran reemplazadas por el signo del infinito, ∞, las letras griegas α, π, etc.—Un día, habiéndose interrumpido para reñir a alguno, me tocó la mala suerte de que eligiera mi cuaderno para reanudar el hilo de la exposición.—Aquel galimatías de signos le puso furioso y me tiró con mi propio manuscrito.

       Índice

      Otra vez, Corrales... No puedo resistir al deseo de presentar a mi condiscípulo Corrales. Es uno de esos tipos eternos del internado que todo aquel que haya pasado algunos años dentro de los muros de un colegio, reconocerá a primera vista.—Es el cabrión, el travieso, el mal estudiante, el reo presunto de todas las contravenciones, faltas y delitos.—De un espíritu lleno de iniciativa, inventando a cada instante una treta nueva para burlarse del maestro o procurarse alguna satisfacción, gritando como veinte en el recreo, dejando grabado su nombre en todas las mesas, gracioso, chispeante en la conversación, llena de la sal gruesa de colegio, es al mismo tiempo incapaz de aprender, de asimilarse una noción científica cualquiera.—Corrales inventaba trampas, aparatos para robar uvas, lazos corredizos admirables para tomar delicadamente del cuello, desde una altura de diez metros, las botellas simétricamente colocadas sobre una mesa en el patio del cura de San Ignacio, sobre el que daban las ventanas de algunos dormitorios, botellas que su dueño destinaba a festejar la fiesta del patrono;—Corrales sabía abrirse la puerta del encierro sin fractura visible, pero Corrales jamás pudo comprender ni creer que el valor de los ángulos se midiera por el espacio comprendido entre los lados y no por la longitud de éstos.

      Las matemáticas, como toda noción racional por lo demás, eran para él abismos sin fondo en los que su cráneo de chorlo se mareaba. Era feísimo, picado de viruelas, con un pelo lacio, duro y abundante, obedeciendo sin trabas el impulso de veinte remolinos. Sus libros, jamás abiertos, eran los más sucios y deshechos del colegio. Algunas veces, СКАЧАТЬ