Juvenilla; Prosa ligera. Cané Miguel
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Читать онлайн книгу Juvenilla; Prosa ligera - Cané Miguel страница 12

Название: Juvenilla; Prosa ligera

Автор: Cané Miguel

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664110800

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      Le llevamos a pulso hasta su tumba y levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de estudiantes. Duerme el sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarle con el respeto profundo de los grandes cariños.

       Índice

      El retiro del doctor Agüero no mejoró la disciplina interna del Colegio.—Estaba reservada esa difícil tarea a D. José M. Torres, que, con mano de hierro y cargando con la más franca y abierta odiosidad que es posible dedicar a un hombre, nos metió en vereda, nos domó a fuerza de castigos, transformando el encierro en la morada habitual de algunos de nosotros, privándonos de salida, levantando en alto, en fin, el principio de autoridad. De un carácter desgraciado, pues a la primera contradicción se ponía fuera de sí, dudo que haya tenido apetito un solo día durante su permanencia en el Colegio; oíamos a cada instante su voz de trueno rebotar en el eco de los claustros, vibrante e inflamada. En cuanto a mí, creo haber contribuído no poco a hacerle la vida amarga y le pido humildemente perdón, porque sin su energía perseverante, no habría concluído mis estudios, y sabe Dios si el sér inútil que bajo mi nombre se agita en el mundo no hubiera sido algo peor.

      Pero antes de su ingreso, el Colegio fué regido algún tiempo por un sacerdote de quien tengo forzosamente que hablar tan mal, que me limito a designarle sólo por iniciales. D. F. M. era extranjero e ignoro por qué circunstancia un hombre como él, sin moralidad, sin inteligencia y desprovisto de ilustración, había conseguido hacerse nombrar Vicerrector del Colegio Nacional.

      Antes de su entrada las pasiones políticas que habían agitado la República desde 1852 se reflejaban en las divisiones y odios entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos bandos, cuyas diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales.

      Los provincianos eran dos terceras partes de la totalidad en el internado, y nosotros, los porteños, ocupábamos modestamente el último tercio; eran más fuertes, pero nos vengábamos ridiculizándoles y remedándoles a cada instante.—Habíamos pillado un trozo de diálogo entre dos de ellos, uno que decía, con una palangana en la mano: "¡Agora no más la vo a derramar!" y el otro que contestaba en voz de tiple: "¡No la derramís!"—Lo convertimos en un estribillo que les ponía fuera de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea de Don Quijote.

      Eran mucho más graves, serios y estudiosos que nosotros.—Con igualdad de inteligencia y con menor esfuerzo por nuestra parte obteníamos mejores clasificaciones en los exámenes. El fenómeno consistía simplemente en nuestra mayor viveza de imaginación, desparpajo natural y facilidad de elocución.—Recuerdo que Pedro Goyena, hablando de un joven correntino, Carlos Harvey, dotado de una inteligencia sólida y profunda, de una laboriosidad incomparable, repetía las palabras de Sainte-Beuve, aplicándoselas: "le falta la arenilla dorada". Esa arenilla dorada constituía nuestra superioridad.—Dábamos una conferencia de historia, filosofía o retórica con sin igual botaratería, mientras ellos, en general, poseyendo la materia tal vez mejor que nosotros, se limitaban a una exposición sucinta, pálida y difícil. Había, por ejemplo, otro bohemio en el Colegio, enorme, pesado, indolente, pero de una inteligencia clara y meditativa. Era un joven Aberastain, de San Juan, hijo del mártir del Pocito; yo me había ligado a él porque nuestros padres fueron amigos y le había aplicado el mismo apodo de "buey" que el suyo había recibido en la Universidad. Goyena, que era nuestro profesor de filosofía, se había empeñado en hacerle hablar, porque en dos o tres contestaciones en clase le llamó la atención la claridad con que comprendía ciertos puntos obscuros. Al fin hubo de renunciar, vencido por la apatía invariable de aquel carácter. El pobre Aberastain fué una de las primeras víctimas del cólera de 1867.

      He nombrado a uno; nombraré otro, el primero de todos, Patricio Sorondo, arrebatado por la fiebre amarilla, cuando era ya conocido por su inteligencia extraordinaria, unida, lo que no es común, a una laboriosidad perseverante y tenaz. Era el primer discípulo de su clase; hablaba con maravillosa facilidad, era espiritual, chispeante, y como estudiaba enormemente, sus exámenes fueron siempre aclamados.—Jacques le tenía gran cariño, sentimiento que habíamos descubierto, no por manifestaciones externas, sino por un fenómeno negativo: jamás le reprendió.—Patricio se entretenía en decir negligentemente, delante de mi amigo Valentín Balbín, hoy ingeniero distinguido, que la noche anterior había estudiado hasta tal punto—y le señalaba medio tomo de un enorme tratado de física o matemáticas.—Valentín, animado de una emulación digna y de un gran orgullo, volvía al día siguiente pálido y con los ojos marchitos, habiendo estudiado hasta el punto indicado, tragándose un centenar de páginas que Patricio no había ni aun recorrido.

      La muerte de Sorondo fué una pérdida real para el país; habríamos tenido en él un hombre de estado, liberal, lleno de ilustración y con un carácter firme y recto.

       Índice

      Estudiábamos seriamente en el Colegio, sobre todo los tres meses que precedían los exámenes, en los que el gimnasio y los claustros perdían su aspecto bullicioso, para no dejar ver sino pálidas caras hundidas en el libro, pizarras llenas de fórmulas algebraicas, y en los rincones pequeños Sócrates ocupados en discutir con los ateos venidos, no ya de la Jonia, sino de los Andes o del Aconquija. Los exámenes eran duros y sabíamos que serían tomados por profesores de la Universidad.

      Ahora bien; entre el Colegio y la Universidad existía el mismo antagonismo, la misma lucha que entre los discípulos de Guillermo de Champeaux y los de Abelardo, la misma emulación que entre Oxford y Cambridge. Despreciábamos esos petimetres que iban paquetes al aula una vez por mes, a hacer barullo en las clases de Larsen o Gigena y que no leían sino el Balmes o el Gérusez, mientras nosotros nos alimentábamos de la médula de león del electicismo (!)—A más, ¿por dónde la Universidad era capaz de presentar un cuadro de aventuras, de diabluras, como las que ilustraban los anales del Colegio?—De tiempo en tiempo nos llegaba la noticia de un aparato que, regido por un hilo, ponía de punta una aguja en las sillas de Larsen, Gigena o Ramsay, en el momento de sentarse,—la transformación de una galera profesional en acordeón silencioso, etc. Pero acogíamos esa materia parva con la benévola sonrisa de los magos de Faraón ante los primeros milagros de Moisés.—Una cosa nos disgustaba: que Jacques no nos perteneciera de una manera completa y exclusiva. Habríamos dado algo por verle renunciar su cátedra de física en la Universidad.

      En los primeros tiempos quise reaccionar un tanto contra ese espíritu, y recordando que antes de entrar en el Colegio había pasado un año en la Universidad, intenté iniciar, sin éxito, la política de conciliación. Y, sin embargo, no eran de los más gratos mis recuerdos universitarios. Para ingresar a la clase de primer año de latín, debí rendir un impalpable examen de gramática castellana, en el que fuí ignominiosamente reprobado por la mesa compuesta de Minos, Eaco y Radamanto, bajo la forma de Larsen, Gigena y el doctor Tobal. Me dieron un trozo de la "Eneida", traducción Larsen, para analizar gramaticalmente; era una invocación que empezaba por: "¡Diosa!"—"Pronombre posesivo!" dije, y bastó; porque con voz de trueno, Larsen me gritó: "¡Retírate, animal!"

      Esto era en Diciembre; en Marzo arremetí de nuevo, pasé regular, con recomendación de mayor estudio para el año venidero e ingresé en la famosa clase de latín donde Pirovano hacía sus raras y memorables apariciones. Nada más soberbio que los diálogos que se entablaban entre él y Larsen.

      Era en vano que Larsen interrogara a Pirovano sobre el I, II, IV o VI libro de la "Eneida", СКАЧАТЬ