Название: La Larga Sombra De Un Sueño
Автор: Roberta Mezzabarba
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Драматургия
isbn: 9788835407485
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«Hemos hecho todo este esfuerzo para conseguir solamente mirar a través de los escombros que nos impiden llegar hasta el lago».
Greta estaba desilusionada y disgustada.
Ernesto dejó su mano, posó en el suelo la linterna que había tenido en la mano izquierda hasta entonces y se volvió hacia Greta, dando la espalda al brillo del lago.
Era muy hermosa. Los reflejos del agua jugaban con su rostro, entre las mejillas enrojecidas y los ojos oscuros convertidos en casi brillantes por aquellos centelleos. Le pareció todo muy natural. Acercó sus labios a los pequeños y carnosos de Greta y la besó. Sabía a pétalos de rosa.
Ella se quedó conmocionada pero no se retrajo ante aquel contacto inesperado: sentía las manos de Ernesto acariciarle las mejillas, el cuello, descender por los hombros y deslizarse hasta las manos, extendidas a los lados, luego, mientras las estrechaba entre las suyas vio el rostro de Greta regado por dos rastros de lágrimas que ella, rápidamente, trató de enjugar con la palma de una mano.
El encanto se había roto, el encantamiento deshecho. Greta se había dejado llevar otra vez por sus sentimientos.
Ernesto la observaba. Observaba aquellos ojos llenos de lágrimas sin encontrar la fuerza para preguntarle qué era lo que estaba mal…
«No quería atemorizarte, Greta, perdóname, pero ha sido más fuerte que yo… eres tan hermosa»
«No, Ernesto, no es culpa tuya… soy yo…», Greta mantenía la mirada baja «… soy yo la que se equivoca»
«¿Por qué dices eso? Tú eres una mujer muy dulce ¿por qué vuelves hacia ti estas acusaciones inverosímiles?»
«No, nunca lo entenderías… olvidémoslo todo y volvamos a la luz del sol. Hagamos como que no ha ocurrido nada».
Greta estaba suplicando a Ernesto que sofocase aquel sentimiento que ahora ya lo había conquistado en lo más hondo. Aunque él hubiese querido, ahora ya sería inútil y doloroso olvidarlo todo.
«Lo siento, pero no puedo, no lo conseguiré. Preferiría que me pidieses que dejase de respirar. Greta no huyas, deja que yo… que yo te ame… somos tan iguales… no te prives de lo que deseamos los dos».
Ernesto al decir esto había alzado con dulzura el rostro de la muchacha.
«No puedo, no quiero que tú sufras por mí, Ernesto. ¡Intenta comprenderme!»
La voz de Greta se había convertido en un susurro.
El sol, mientras tanto, reflejándose en el lago, continuaba con sus juegos de luces que iluminaban a ráfagas la gruta.
«Sientes lo mismo que siento yo, ¿verdad?»
Greta no respondía, estaba sólo mirando fijamente los ojos de Ernesto que la escrutaban hasta el fondo del alma, en la búsqueda desesperada de una señal afirmativa.
«Greta… ¿tú me amas?»
Al oír aquellas palabras pareció que estallaba algo dentro de la muchacha; los sollozos volvieron, haciendo que se estremeciese su pecho. Libró sus manos de las de Ernesto para cubrirse la cara de nuevo inundada por las lágrimas.
«Greta…»
«Pues claro que te amo… Sí, Ernesto, yo te amo»
Esta vez fue ella la que acercó su rostro al del muchacho; lo miró durante un momento fijamente a los ojos, luego acarició sus labios, empapando también el rostro de él con sus lágrimas saladas.
Se abrazaron.
Se quedaron el uno en los brazos del otro durante un tiempo indefinido: Greta sentía los brazos de Ernesto estrecharla contra su pecho y lo sentía más profundo que el mar. Sentía el ruido lejano provocado por el romperse de las barreras que la habían mantenido durante tanto tiempo en aquel estado de orgullosa y testaruda soledad, sin doctrinas, sin nadie en quien creer o en quien confiar. Sentía dolor y alegría al mismo tiempo, sentía una sensación de ligereza y al mismo tiempo sentía el corazón pesado, como mil libras de plomo.
Volvieron a subir.
Después de haber atravesado un pequeño claro con cardos por todas partes y algunos olivos, llegaron a la cima del monte que dominaba la isla, donde se encontraba la segunda muralla defensiva. Hallaron encima de una gran piedra, esculpida por brazos y escalpelos quién sabe hacía cuánto tiempo, lo que quedaba de la torre, de la fortaleza, del monasterio y de la iglesia de S. Stefano. Todo era desolación entre aquellas piedras inundadas por hierbas invasoras que intentaban esconder incluso los últimos testimonios de aquellas instalaciones, pero al mismo tiempo todo era esplendor: aquellos escombros contrastaban grises contra el azul oscuro y espléndido del lago. Algunos de aquellos fragmentos se asomaban sobre el precipicio de setenta metros de alto desde la superficie del agua, tanto que parecía que quisieran deslizarse desde aquel precipicio aguzado y pavoroso para desaparecer de una zambullida bajo el agua.
«¿Sabes, Ernesto?», Greta rompió el silencio perturbado hasta ese momento sólo por el ruido de las aguas que había debajo «me gustaría morir, ahora, en este preciso instante, precipitándome en las aguas azules del lago, como podría hacer una de estas piedras; soy tan feliz que tengo miedo de que todo cambie de aspecto demasiado rápidamente. Todo lo que es hermoso siempre es demasiado fugaz. Querría que todo permaneciese de esta manera. Para siempre. Para siempre.»
Ernesto la observaba: tenía una figura muy menuda, casi transparente a la luz del sol.
«No quiero que digas estas cosas ni siquiera en broma. Quizás es la isla la que te las sugiere. Pero tú no la escuches. ¿Conoces la historia de Amalasunta, reina de los Godos?»
No había acabado Ernesto de decir estas palabras cuando una nube de esas que cuando desembarcaron estaban en el horizonte, cubrió el sol y lo oscureció, y junto con la isla oscureció también un largo trecho de agua. En un decir Jesús la isla adoptó la semblanza de aquel lugar trágico por su historia, que Greta todavía no conocía. Una historia de leyendas, de torturas, de luchas, de asesinatos.
«En el lejano año de 526 Teodorico, rey de los godos, que había reinado en Italia durante treinta y tres años, murió sin dejar un heredero directo. De su matrimonio había tenido tres hijas, de las cuales la primogénita, Amalasunta, estaba casada con un visigodo. Ésta tenía un niño, Atalarico, al que le correspondía el reino ya que , debido a las leyes góticas, un reino no podía ser heredado por una mujer. En el año en el que Teodorico murió, Atalarico era todavía un niño y Amalasunta asumió el gobierno en el lugar del chaval durante casi ocho años; luego, un día, Atalarico, todavía inmaduro para el gobierno de un reino, murió. Amalasunta, entonces, para no perder el reino tan amado por ella, se ofreció como esposa al hijo de una hermana de su padre: Teodato.
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